Los Estados Nacionales son un maravilloso dispositivo político creado para unir a los habitantes de un territorio alrededor de una serie de símbolos, más o menos arbitrarios, que aceptamos en nombre de la convivencia general. El término “Estado Nación” es relativamente novedoso: surge en 1648 tras la Paz de Westfalia, al final de la Guerra de los Treinta Años. El orden feudal comienza allí un largo crepúsculo por la irrupción de ideas que más tarde entonarán los marselleses con reconocido éxito. No quiero aburrirlos con un recorrido histórico: sólo diré que los Estados tales como los conocemos se terminaron de afianzar durante la segunda mitad del siglo XX y que, desde entonces, comenzó el período de paz más extenso de la historia humana.
El surgimiento del Estado nacional está vinculado al lento abandono de la economía agraria en nombre del libre comercio y la industria, actividades que trasladaron la vida humana del las aldeas rurales a los burgos, es decir, las ciudades. Sin voluntad de ponerme foucaultiano, los edificios de las nuevas y desproporcionadas urbanizaciones funcionaron como instituciones donde los ciudadanos, dispersos y sin rituales comunes, podían adquirir el paquete simbólico necesario para una convivencia pacífica. La fábrica, la plaza, el hospital, son espacios donde aún hoy el Estado multiplica banderas, escudos e himnos para garantizar la aceptación de una identidad llena de falsedades y exageraciones que sólo un pobre nacionalista puede tomar en serio. Las personas que se transformaron súbitamente en japonesas o colombianas aceptaron con cinismo la categoría y su consecuente carga impositiva en nombre de un largo conjunto de beneficios: libertad, igualdad y democracia, entre otros.
Es la tecnología, gil
Escribo sobre el concepto de Estado nacional sólo para decir que hoy parece obsoleto. La tecnología de las comunicaciones cumple de manera mucho más efectiva y simple el rol de conectarnos e, incluso, lo hace sin la pesada carga de los símbolos. La sociedad industrial nos obligó a relacionarnos en lugares físicos predeterminados; hoy habitamos la gran nube de información y allí podemos enamorarnos o trabajar en un espacio virtual customizado de acuerdo a nuestras preferencias. Muchas de las compañías más valiosas del mundo se dedican, simplemente, a conectar personas. No importa cuánto hayan protestado los sindicatos de taxistas, Uber es usado diariamente por millones de usuarios. No importan las notas de Le Monde Diplomatique, los riders de Rappi circulan al ritmo de miles de pedidos. Ni los controles de cambios del Banco Central, los pibes de 18 años de Villa Lugano ven tutoriales en YouTube para comprarle Ethereum a un desconocido. Los Estados ingresan a plataformas como AirBnb o Amazon solo como un ente burocrático que recauda impuestos; si su intervención es demasiado grande o molesta, de inmediato se crea un nuevo espacio, en una carrera en la que el aparato estatal siempre corre en desventaja. A pesar de todo esto seguimos en los umbrales de la era de Internet, por lo que la capacidad para conectarnos sólo será cada vez más asombrosa, quebrando para siempre dos ideas rectoras de la filosofía como el tiempo y el espacio.
Los Estados ingresan a plataformas como AirBnb o Amazon solo como un ente burocrático que recauda impuestos.
Este escenario representa un dilema sin precedente para los Estados nacionales. Mientras escribo me encuentro con una entrevista a Hillary Clinton en la que afirma que las criptomonedas tienen el potencial para desestabilizar a todos los gobiernos contemporáneos. La razón es menos ideológica que práctica: para un arquitecto que vive en Buenos Aires y exporta servicios a España, los bancos centrales de ambos países son un fastidio que puede evitar cobrando en bitcoins o usando una cuenta de PayPal alocada en la gran red. La cualidad combustible de las democracias y la inevitable impopularidad de sus líderes son la consecuencia lógica de una revolución tecnológica que, por su agilidad y eficiencia, transforma a la burocracia estatal en una molestia.
En este marco de debilidad creciente, los gobiernos son sometidos a un escrutinio fenomenal y cualquier declaración desafortunada de un funcionario de tercer orden puede generar una crisis política. La tecnología ha resuelto tantos de nuestros problemas cotidianos que a la dirigencia se la evalúa menos por su gestión (he comprobado que nadie sabe bien lo que hace) que por su representación simbólica. El problema es que esos símbolos ya no son nacionales sino que están constituidos por ideas morales de las nuevas tribus digitales, un fenómeno que hace cada vez más compleja la convivencia y genera polarizaciones irreconciliables. El fervor por derribar estatuas o retirar el busto de Thomas Jefferson del City Hall neoyorquino es también consecuencia de la erosión de la tecnología sobre el concepto del Estado. Lo paradójico es que todo esto se da en el marco de uno de los períodos de prosperidad más asombrosos de la historia humana.
Lo paradójico es que todo esto se da en el marco de uno de los períodos de prosperidad más asombrosos de la historia humana.
Podemos tipificar, de manera simplista, la manera en que las naciones tratan de resolver este dilema si analizamos a las dos grandes potencias económicas. El Partido Comunista Chino formó parte central del desarrollo de su tecnología nacional y la usa sin pudor para vigilar y evaluar a sus ciudadanos mediante un perverso sistema de scoring. Ejerce una suerte de totalitarismo digital con alto grado de censura que podría moldear la estrategia de los Estados nacionales para sobrevivir a los cambios. En este modelo, el gobierno se transforma en un agente sin fronteras o territorio definido, no sólo en relación a la geografía sino incluso pensando en nuestros cuerpos y las decisiones íntimas que la tecnología permite monitorear en unos pocos segundos.
Estados Unidos, por su parte, encuentra en Joe Biden una metáfora visual perfecta para la debilidad de origen que hoy tienen los presidentes occidentales y cuyo destino parece más bien la extinción. Las empresas tecnológicas son agentes ajenos al Estado, muchas veces críticos aunque también socios en licitaciones y compras sin la alianza de facto aplicada en China. Si yo fuera Jeff Bezos apostaría por darle fuerza a la Casa Blanca solo porque cualquier nueva combustión social podría encontrar a un grupo de ciudadanos apedreando un centro logístico de su propia empresa. En este sentido, los gobiernos son muy útiles para tercerizar la ira colectiva.
El futuro de los Estados nacionales es incierto, sobre todo si estiramos nuestro horizonte de análisis hacia las próximas dos décadas. El gran Antonio Escohotado lo expresó con su habitual capacidad sintética: “La democracia de Internet terminará con los partidos políticos”.
El “Estado presente” argentino
Llegar en este punto a nuestro querido país es hacer un modesto viaje en el tiempo con todo el pasado por delante. Si las naciones con economías abiertas tienen problemas, el dogma del “Estado presente” que domina la conversación pública nacional presenta un desafío duplicado, porque siempre fue menos una convicción que una estrategia para conservar el poder. El estatismo argentino es un negocio para políticos, empresarios y sindicalistas que actúan de manera reaccionara frente a cualquier amenaza que ponga en riesgo su interés. Pongo un ejemplo: con una política de cielos abiertos y empresas en competencia por brindar más y mejores conexiones, los subsidios a Aerolíneas Argentinas se volverían fútiles y con ellos los negocios montados alrededor de su imaginaria soberanía. En la lucha por la supervivencia, el único camino es destruir esa competencia o volverla parte del statu quo.
Con una política de cielos abiertos y empresas en competencia por brindar más y mejores conexiones, los subsidios a Aerolíneas Argentinas se volverían fútiles.
El déficit fiscal es una enfermedad crónica nacional, consecuencia inevitable del estatismo. Se paga con deuda, inflación y altos impuestos, combinación letal que multiplica la pobreza. Suena como una broma cruel: el “partido de los trabajadores” es una fábrica de informalidad laboral porque su dogmatismo le quita al sector productivo la posibilidad de modificarse al ritmo de las innovaciones tecnológicas. La dependencia creciente de subsidios proporcionados por el Estado para una parte del sector industrial, que importa insumos a dólares bonificados, para luego ensamblarlos y venderlos al tipo de cambio libre, se transformó en una “vaca sagrada” que mezcla impunemente la soberanía con el negocio. Por otro lado, el rechazo al intercambio comercial en nombre de un conveniente nacionalismo aumenta la falta de competitividad aun cuando el país tiene recursos humanos de altísima calidad para competir en un mundo que solo habita el futuro. Al final del camino, la apuesta por la sustitución de importaciones no funcionó y el sector agropecuario siguió siendo el único motor de la economía, tal como sucedía en la época colonial.
La razón central por la que aún habitamos el dogma estatista es que, durante muchos años, fue satisfactorio para una porción mayoritaria de la población. Hoy se encuentra frente a un límite infranqueable: su lógica productiva está totalmente desfasada de la coyuntura global y, por ende, su economía es cada vez más pequeña e insignificante. La encrucijada en la que se encuentra el país es muy compleja: adaptarse a los tiempos que corren implica que los intereses corporativos creados al calor del “Estado presente” desaparezcan, algo que parece improbable sin resistencia; por el contrario, si este mismo grupo de poder se aferra a su dogma, tiene como destino la profundización del autoritarismo.
Todo indica que la dependencia tecnológica será aún más profunda que la alimenticia o energética, por lo que cada país deberá aliarse a las potencias globales que les proporcionen la infraestructura para habitar ese lugar indefinido al que estamos yendo a toda velocidad. Esa es la voluntad de China en relación a países del tercer mundo como el nuestro y, de ser así, deberíamos olvidar a los Estados nacionales para pensar en organizaciones globales que luchan por controlar la perpetua y feliz anarquía de Internet.
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