ISABEL AQUINO
Domingo

El elefante en la sala
es el gasto público

Casi todos reconocen ahora que el Estado debe equilibrar sus cuentas. Por fin. Ahora discutamos cómo bajar y mejorar el gasto, indispensable para solucionar nuestro déficit estructural.

Hablar de gasto público en Argentina es difícil. En el debate público se lo suele evitar o se lo trata con simplificaciones, e incluso quienes reconocen que gran parte de nuestros problemas económicos pasan por el déficit fiscal crónico prefieren hablar del “consenso fiscal bueno”: coinciden en que la presión impositiva es muy alta, pero pasan por alto que, con este gasto público, si bajamos los impuestos el problema se agranda.

Sucede también que parte de quienes sí ponen al gasto público en el centro del debate lo hacen de manera abstracta o reduciendo la cuestión a tópicos muy sencillos (el problema es “la casta”, o Aerolíneas Argentinas), cuando la brecha entre los egresos y los ingresos del Estado no se debe a un único villano. Hablar del gasto público nos obliga a ser antipáticos, a hablar de prioridades, de eficiencia, de reducciones, del siempre denostado “ajuste” (nadie se queja en las épocas de desajuste). El debate se reduce a slogans, se hacen contorsiones para no hablar sobre qué y cómo gastar y, fundamentalmente, se ideologiza. Se toma la salida fácil (de ambos lados de la grieta) para no hablar del elefante en la sala.

Para evitar el sesgo ideológico (o quizás para hacerme la moderna), se me ocurrió preguntarle al ChatGPT sobre el equilibrio fiscal. Su respuesta:

El equilibrio fiscal es esencial para garantizar una economía estable y sostenible en Argentina, controlar la inflación, mejorar la competitividad y financiar los gastos sociales y públicos de manera responsable.

El equilibrio fiscal no es un concepto político o ideológico en sí mismo, sino una cuestión económica y financiera. El equilibrio fiscal es un concepto económico que debe ser abordado de manera responsable y equilibrada por todos los partidos políticos, independientemente de su ideología política.

Nada sorprendente. El equilibrio fiscal no es de derecha ni de izquierda, y es importante para “controlar la inflación y mejorar la competitividad”, dos de los problemas que hacen que la crisis sea nuestra forma de vida: desde la recuperación de la democracia en 1983 la inflación ha sido en promedio del 75% anual (excluyendo a la híper) y el PBI per cápita aumentó a un débil ritmo del 0,9% anual. En los últimos 80 años sólo tuvimos 13 años con inflación menor al 5%; sólo crecimos por cinco años consecutivos en tres oportunidades. Entre 2011 y 2022, mientras el mundo creció en promedio 2,6% anual y los países latinoamericanos 1,5% (Chile 2,9%; Paraguay, 3%; Bolivia, 3,6%; Colombia, 3,7%), la Argentina lo hizo un magro 0,8% (lo que, en términos per cápita, implica un decrecimiento del 0,3% anual).

Todos estos números de crisis, que casi no hace falta contar porque los argentinos los tenemos bien claros, tienen su raíz en el desequilibrio fiscal: sólo en seis de los últimos 60 años tuvimos superávit fiscal consolidado (nación más provincias y municipios).

Los números del gasto

Este gasto consolidado actualmente roza los 40 puntos del PIB y tuvo un pico de 43% en 2015 (que se redujo a 36% hacia 2019 y volvió a subir en este Gobierno). Esto es casi 10 puntos superior al promedio de América Latina y 15 puntos más alto que el promedio entre 1993 y 2005 (24% del PIB). La suba se explica por un aumento del gasto de los tres niveles de gobierno: el gobierno nacional duplicó su tamaño (de 11 a 20% del PIB) y las provincias y municipios aumentaron su gasto en 6 puntos porcentuales (de 13% a 18%).

El aumento del gasto público en Argentina desde 1998 a 2015 (+18 puntos del PIB) estuvo concentrado en tres grandes conceptos: salarios (5,3 puntos porcentuales, principalmente en provincias), seguridad social (4,4 puntos, moratorias mediante) y subsidios económicos (3,8 puntos). Estos tres componentes explicaron más del 75% del total del aumento. Esta situación llevó la presión tributaria consolidada al alza (de 24% en 2004 a 31% en 2015), pero el desequilibrio no fue financiable vía impuestos, por lo que aumentaron la inflación y la deuda pública.

Ahora bien, ¿existe algo así como un nivel óptimo de gasto público? Le pregunté otra vez a ChatGPT y he aquí lo que me respondió:

No hay un nivel óptimo de gasto público que sea adecuado para todos los países.

Un gasto público excesivo o ineficiente puede generar problemas fiscales y económicos, como el aumento de la deuda pública y la inflación.

Por lo tanto, es importante encontrar un equilibrio adecuado entre el gasto público y los ingresos fiscales, y asegurarse de que el gasto público se utilice de manera efectiva y eficiente para alcanzar objetivos sociales y económicos sostenibles.

Efectivamente, no hay un nivel óptimo, sino que depende de algunas variables. En primer lugar, del equilibrio entre el gasto público y los ingresos fiscales. Es decir, el nivel de impuestos tiene que ser tal que no ahogue al sector privado. Debemos elegir qué nivel de gasto estamos dispuestos como sociedad a financiar vía impuestos. Por eso, por ejemplo, los países nórdicos tienen niveles de gasto público en torno al 50% del PIB, porque lo financian vía impuestos y su nivel de desarrollo lo permite. Pero esto no se puede extrapolar a cualquier país del mundo. Como referencia, en América Latina y el Caribe la presión tributaria es del 23% del PIB y en los países de la OCDE del 34%. En Argentina la presión tributaria es de casi el 30%, más cercana a la OCDE pero sin los mismos bienes y servicios públicos. A esto se suma una alta informalidad que implica que la carga efectiva de los que sí pagan sea mayor incluso a los países de la OCDE. Es decir, no podemos decir que los ingresos fiscales son bajos: el desbalance viene por el lado del gasto.

Estaremos más dispuestos a pagar impuestos si cada peso gastado se aprovecha de manera eficiente.

Luego debe considerarse que el gasto se debe usar de manera efectiva y eficiente. Estaremos más dispuestos a pagar impuestos si cada peso gastado se aprovecha de manera eficiente (spoiler: en la Argentina la calidad del gasto público no es buena). También, que el gasto no genere problemas fiscales y económicos, como el aumento de la deuda y la inflación. O sea, que la macro “se lo banque” sin presionar el nivel de inflación y endeudamiento y sin que distorsione la competitividad. Si hay dos cosas recurrentes en nuestra historia económica, ésas son la inflación y la deuda, lo cual sugiere entonces que el nivel de gasto público en la Argentina no es óptimo. Tendemos a maquillar estos problemas, buscar culpables externos, creernos que somos culturalmente distintos, etc. En síntesis, nos centramos en las consecuencias para distraernos y no pensar en la causa de estos problemas.

En qué gastamos

Más allá de su nivel, el gasto público argentino tiene una serie de características que habitualmente se dejan de lado en el debate de barricada de “es mucho o es poco”:

1. Es procíclico: al revés de lo que dicen los manuales de economía e ir “contra el ciclo económico”, amortiguando las recesiones ampliando el gasto (por ejemplo, ante una pandemia) y gastando menos en los buenos tiempos (ahorrando para períodos difíciles), el gasto argentino acompaña al ciclo. Aumenta en los tiempos de crecimiento y buena recaudación y entonces no alcanza en los momentos recesivos, no hay ahorros para imprevistos. Esto suma mucha volatilidad e inestabilidad a la economía. De un total de 131 países analizados, Argentina es el segundo país con el gasto más procíclico detrás de Ruanda. No podemos gastar en las buenas, porque no queda nada para las malas. Esto se hizo evidente por ejemplo durante la pandemia, cuando la Argentina no tuvo acceso al crédito que tuvieron otros países latinoamericanos para hacerle frente a la crisis, razón por la cual su acompañamiento al sector privado y los ingresos familiares fue acotado en comparación con otros países (de acuerdo a datos del FMI, en Argentina fue de 5,3% del PIB, en Chile 12,7%, en Perú 9,6% y en Brasil 9,2%).

2. Es ineficiente: la Argentina se encuentra en el peor cuadrante: baja efectividad (malos resultados) y baja eficiencia (altos costos para alcanzar esos malos resultados). Esto se determina evaluando, por ejemplo, el gasto en educación y la distancia entre los resultados en el rubro y el potencial teórico en base a ese nivel de gasto. Según el mismo trabajo del Banco Interamericano de Desarrollo citado en el link anterior, la Argentina es el país de la región con mayor ineficiencia del gasto público, superando los 7 puntos del PBI versus un promedio regional del 4,4%. La ineficiencia en el gasto lleva a que el sector privado formal contrate servicios de manera particular (educación, salud, etc.), desincentivando el pago de impuestos para cubrir esos servicios no utilizados y generando así un círculo vicioso.

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3. Tiende a superponerse: hay al menos 5 puntos del PIB de gasto que ejecutan la Nación y las provincias en las mismas funciones. Ordenar y priorizar ese gasto es importante para reducir su nivel, pero además para mejorar la calidad de los bienes públicos. Y esto se da en un país con un gobierno nacional pobre y arcas provinciales ricas. Al tercer trimestre de 2022 el superávit de las provincias alcanzó el 1% del PIB (el mayor desde 2004). En cambio, a nivel nacional pos-pandemia se consolidó un déficit primario más permanente que transitorio del orden del 3%. Claramente es necesario repensar la relación entre la nación y las provincias, además de sus responsabilidades y funciones.

4. Tiene un bajo componente de inversión: la Argentina se encuentra entre los países de la región con menor inversión en infraestructura en la última década. El aumento del gasto público desde el fin de la convertibilidad al pico de 2015 fue en su mayoría gasto corriente (14 puntos del PIB extra), mientras que el gasto en capital aumentó apenas 2 puntos, perdiendo participación en el total.

En síntesis, en la Argentina el gasto público es procíclico, ineficiente y poco centrado en la inversión. Esto hay que corregirlo: aun si pudiéramos financiarlo genuinamente (no vía inflación), suma inestabilidad a la economía, desincentiva la actividad privada, desalienta el pago de impuestos, etc.

Errores comunes

“Ordenar las cuentas” no es un objetivo frío y contable de los economistas. No es un fin en sí mismo, sino un medio para poder estabilizar la economía argentina, para dar previsibilidad, para dejar de complicarles la vida a los millones de argentinos que no pueden vivir con 100% de inflación y con recesión cada dos años. Además, “gastar bien” es un imperativo para quienes administran recursos públicos, que no son de un gobierno ni de los funcionarios, sino de todos los argentinos. Y hay gastos que, aunque no solucionen el problema fiscal, no se pueden permitir en un país con 40% de pobreza (por ejemplo, subsidiar pasajes al exterior y que Aerolíneas Argentinas requiera aportes del estado por 73.000 millones de pesos, una cifra equivalente a casi un 20% del gasto en la AUH).

Esto es lo que llevó a que durante la gestión de María Eugenia Vidal en la Provincia de Buenos Aires pusiéramos en práctica un programa de mejora del gasto que generó ahorros por unos 100.000 millones de pesos actualizados a valores de hoy, mediante el cual se revisaban todos los gastos, desde el precio de los bidones de agua hasta la nafta de los patrulleros y el gasto en licencias docentes. Con este programa se pasó, por ejemplo, a hacer compras centralizadas para conseguir el mejor precio, tal como lo hace cualquiera de nosotros cuando va a un mayorista. Fue un trabajo de hormiga para lograr gastar bien cada peso. Así se logró mejorar el resultado primario (de un déficit de 0,6% del PBG a un superávit de 0,5%), aumentar 40% la obra pública y bajar la presión tributaria (de 5,7% del PBG a 4,8%).

Es así que, entendiendo que tenemos un problema de déficit fiscal crónico, el debate sobre el gasto público no puede ser superficial. Aún entre los que están de acuerdo con que el gasto público argentino es excesivo, ineficiente y procíclico, hay algunos errores comunes. Uno de ellos es el de “elija a su propio culpable”: la casta, las empresas públicas, los planes sociales. Como bien lo señaló Nicolás Gadano en este artículo, nadie va a encontrar en una planilla una partida que implique 2 puntos del PIB y diga “Fiestas, viáticos y reuniones sin importancia”. Los culpables que se citan con ligereza en el debate público no se pueden ni comparar con los más de 15 puntos que aumentó el gasto en los últimos 20 años. Para tener una idea, eliminar todo el gasto del Congreso Nacional generaría un ahorro de apenas 0,1 puntos del PIB.

Otro error común es pensar que el ajuste lo tiene que hacer el otro.

Otro error común es pensar que el ajuste lo tiene que hacer el otro. Aunque parece emerger una demanda social de ordenar las cuentas fiscales, si el recorte se hace pensando que hay un villano que se lo lleva todo y no se reconoce que el gasto público ha llegado a semejante nivel porque la puja en torno al Estado involucra a todos (empresas, subsidios, provincias, sindicatos, regímenes de excepción, etc.) ese recorte será difícil de hacer. No podemos priorizar la educación, la primera infancia (donde la pobreza es mayor al 50%), subsidiar la energía con sesgo pro-rico y que el gasto previsional sea un 55% destinado a regímenes de excepción (claramente no sólo es la jubilación del presidente lo que hace la diferencia, sino también los regímenes especiales con jubilados de 50 años, aunque sea antipático decirlo).

También, se suele creer que ciertas cosas no cuestan nada. Existen gastos que damos por descontados, siempre estuvieron ahí, es “lo mínimo” que esperamos del Estado (en sus tres niveles de gobierno), por eso no incorporamos la noción de que sólo su mantenimiento insume recursos (luminaria de las calles, asfalto, nafta de los patrulleros, etc.), o gastos de servicios públicos que, aunque muchos piensen que no los usan, los usamos todos, como el caso de la vacunación contra el COVID.

Basta de demagogia

Aun aceptando que ya quedó claro que el gasto público financiado con inflación y deuda no es sostenible, que tenemos un nivel de gasto excesivo para nuestra economía y que hay que revisar su calidad, el verdadero debate que todos evitan es el de la priorización. Porque en un mundo utópico sin restricción presupuestaria en el que algunos viven, todo parece igualmente prioritario, pero en el mundo real no lo es. Y en el mundo de la simplificación, con dejar de pagar sueldos de diputados y senadores bastaría, pero eso también es falso.

La realidad es que el ajuste ya se está haciendo. De manera desordenada y regresiva, el ajuste se hace vía inflación. El salario real no para de caer con la inflación en 100% anual, nadie puede invertir con este nivel de incertidumbre. Pero la demagogia de izquierda no quiere asumir los costos de la priorización (les da a todos los sectores lo que piden, pero les saca a todos con la inflación, castigando más a los más vulnerables) y la demagogia de derecha no es amiga de la verdad: simplifica en villanos de cómic o en soluciones mágicas —dolarización, eliminación del BCRA, como si eso resolviera el tema fiscal— en lugar de decir que en esta Argentina todos somos parte de una excepción y que ordenar el caos nos va a afectar en el corto plazo indefectiblemente a todos.

Podemos seguir sin atacar las causas, maquillando las consecuencias y buscando culpables de ficción. Podemos seguir creyendo, como los niños, que los billetes salen mágicamente del cajero automático. Podemos seguir desviando la discusión con un acalorado debate que señale buenos contra malos (evitando nombrar que el peor villano de esta historia argentina es la incertidumbre de una inflación que no da tregua y que nos hace caminar para atrás). O podemos empezar a hablar como adultos del gran elefante en la sala. Porque como diría Alejandro Dolina: “Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo, pero también el más seguro. Es el camino de la verdad… Y si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos que lo más conveniente es ser de veras una gran nación. Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no fingimos”.

 

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Milagros Gismondi

Economista, Mg en Políticas Públicas (UTDT), MSc Evaluación de Impacto (UEA-UK). Ex jefa de gabinete de Ministerio de Hacienda de PBA (2017-19) y Nación (2019).

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