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Gabriel Castelli, que abandonó una carrera exitosa como banquero para dedicar las últimas dos décadas de su vida al trabajo social y, como funcionario de Cambiemos, fue la fuerza principal detrás del programa que inició la drástica reducción de embarazos adolescentes en la Argentina, murió el lunes pasado en el sanatorio CEMIC. Tenía 63 años.
La causa de su muerte fue un cáncer diagnosticado hace menos de cuatro meses.
Amable, querido por todo el mundo, dueño de un vozarrón y una risa inconfundibles, Castelli fue una de las figuras más influyentes de la política social de este siglo en el país. Su experiencia en empresas como el banco HSBC, Loma Negra y Farmacity, que combinaba con un compromiso social que le había nacido, según contaba, después de misionar a mediados de los ‘70 en Monte Quemado, Santiago del Estero, le daba una perspectiva muy particular, que le permitía navegar con comodidad la intersección entre el sector corporativo, la política, el mundo de la Iglesia y el de la acción social. “Tenía la infrecuente cualidad de saber de economía, manejar el Excel, y al mismo tiempo tener conciencia social”, dice uno de sus amigos.
A pesar de ser una presencia constante en estos debates y conversaciones, y de haber sido presidente de Cáritas Argentina entre 2006 y 2012 y viceministro de Desarrollo Social entre 2015 y 2019, Castelli era poco conocido fuera de estos ámbitos, en parte por decisión propia pero también porque la Argentina vive obsesionada con una misma docena de figuras y le cuesta reconocer a quienes están por debajo de esa línea. Hasta ayer, su muerte no había sido informada en ninguno de los medios de comunicación principales del país. Para reparar esa falta, y porque lo conocí y siempre pensé que era el tipo de persona indispensable para arreglar un país, escribo este obituario.
Para reparar esa falta, y porque lo conocí y siempre pensé que era el tipo de persona indispensable para arreglar un país, escribo este obituario.
“Gabriel tenía una ética y una integridad como pocas veces vi, en la política o en los negocios”, dice Mario Quintana, ex vicejefe de Gabinete de Mauricio Macri y amigo de Castelli desde hacía 25 años. “Una persona muy admirable, que hacía el bien sin esperar reconocimiento, que ponía lo que tenía que poner para que las cosas salieran pero sin preocuparse por salir en la foto”.
En un país donde muchos políticos y dirigentes sociales entienden poco de economía y muchos empresarios y ejecutivos ignoran la marginalidad en la que vive una parte de sus compatriotas, Castelli actuaba muchas veces como nexo entre ambas burbujas, embajador de unos en el mundo de los otros. Esa era una de sus virtudes principales, que potenciaba con una personalidad entradora y una calidad humana que generaba que todos quisieran jugarle a favor. El martes, en la misa anterior al entierro en el cementerio Jardín de Paz, su hija Rosario se dirigió a los cientos de personas presentes y les preguntó: “¿Cuántos de ustedes creían que eran el mejor amigo o la mejor amiga de Gabriel? Seguramente muchos”. Varios asintieron, porque era así. Aunque lo conocí bastante pero no diría que fuimos amigos, siempre me sorprendía el interés genuino que tenía por mis cosas, mis proyectos, mi familia. A uno le caía bien Gabriel porque sentía que antes uno ya le había caído bien a él.
En lo político, creo que ayudó a llevar a la política no peronista una mirada no estigmatizada de la política social, con un enfoque basado en la eficacia y en que los recursos lleguen a quienes verdaderamente lo necesitan. Entendía que no había desarrollo social posible sin crecimiento económico, pero también era duro e insistente con las empresas, a las que constantemente les reclamaba un mayor compromiso en la transformación del país. Creía que la cooperación de todos los sectores era indispensable para bajar la pobreza y lograr una verdadera igualdad de oportunidades. Su legado es que esa mirada hoy se parece bastante al sentido común, incluso en el actual ministerio del área, al que estuvo ayudando en voz baja hasta sus últimos días: una política social enfocada en sus beneficiarios, con la menor cantidad de intermediarios posible, y cuyo objetivo principal no debe ser paliar emergencias sino transformar para siempre trayectorias de vida.
Una carrera trunca
Gabriel Enrique Castelli nació en 1961 en Caballito, hijo de un contador que trabajó hasta pasados los 80 años en el estudio de abogados de Guillermo Lipera. Hizo la primaria y la secundaria en el Colegio Marianista, sobre la Avenida Rivadavia, donde empezó a participar de actividades pastorales. Estudió administración en la Universidad Católica Argentina y a los 27 años ya era el gerente financiero de la filial local de la Banca Nazionale del Lavoro. Pocos años después se convirtió en el director financiero (o “tesorero”, en la jerga del microcentro) del Grupo HSBC, que había comprado BNL y el Banco Roberts.
Tenía por delante, si la hubiera querido, una carrera brillante en el mundo de la banca comercial. Quienes trabajaron con él en esa época lo recuerdan como un ejecutivo muy eficaz, excelente planificador, pero no especialmente entusiasmado con la rosca de la mesa de dinero y la adrenalina del trading. Su trabajo y su joven familia –se había casado con Adriana a los 23 y habían tenido tres hijos, Rosario, Agustín y Tomás, muy seguidos– lo habían alejado un poco de lo social, que compensaba sosteniendo un hogar para niños vulnerables en Rincón de Milberg, Tigre.
Con la crisis de 2001-2002, poco después de cumplir 40 años, se dio cuenta de que quería abandonar el mundo corporativo y dedicarse a tiempo completo a, como decía él, “trabajar por los más pobres”. Durante los peores momentos de la crisis, con varios bancos al borde de la quiebra, había participado de conversaciones con dirigentes de todo tipo (políticos, jueces, sindicalistas) para ayudar a encaminar la situación. Fue uno de los fundadores del “Grupo de los Lunes”, un grupo de personas del sector privado interesadas por lo público que empezaron a juntarse para sumar ideas y entre las que estaban Gustavo Lopetegui, Gabriel Martino, Martín Böhmer y Quintana, entre otros.
Cuando la situación financiera se estabilizó, a mediados de 2003, finalmente dio el salto y renunció a HSBC. “Nunca tuvo la ambición de ser millonario”, dice Martino, que reemplazó a Castelli como director financiero del grupo HSBC. “Todas las cosas las hacía con un tremendo compromiso”. Se fue a trabajar al fondo Pegasus, de Michael Chu y Quintana, a quien había conocido años antes en un proyecto para modernizar y transparentar la gestión de la Iglesia Católica argentina. Se hizo cargo de las inversiones de impacto social y fue director del Banco Sol, en Bolivia, especializado en microcréditos.
Desde Cáritas participó del diseño del programa que luego se convirtió en la AUH, y eso le permitió darse cuenta de que la verdadera transformación social sólo se puede hacer desde el Estado.
Pero su sueño era ser director de Cáritas Argentinas, la organización de caridad de la Iglesia Católica, algo que finalmente pudo cumplir en 2006 y renovar tres años después por otro mandato. Desde Cáritas participó del diseño del programa que luego se convirtió en la Asignación Universal por Hijo, y eso le permitió darse cuenta de que la verdadera transformación social sólo se puede hacer desde el Estado, porque es el que tiene la inmensa mayoría de los recursos. En 2012 pasó a dirigir la Comisión Justicia y Paz, una organización de laicos dependiente de la Conferencia Episcopal, y en 2015 se acercó a la Fundación Pensar, que estaba armando los planes de gobierno de una hipotética presidencia de Mauricio Macri.
Trabajó los cuatro años del gobierno de Cambiemos en el Ministerio de Desarrollo Social que encabezaba Carolina Stanley, primero como secretario de coordinación (a veces se le decía “viceministro”) y después como secretario de Niñez, Adolescencia y Familia, desde donde creó e impulsó uno de los programas sociales más exitosos de los últimos tiempos: el plan ENIA (Embarazo No Intencional Adolescente), que coordinó esfuerzos de varios ministerios y una docena de provincias para reducir los embarazos de mujeres menores de 20 años. Con una mezcla de capacitaciones, trabajo social y reparto de anticonceptivos (con la innovación de los parches subcutáneos, de larga duración), el programa tuvo un éxito instantáneo y en sus primeros dos años redujo más de un 20% la cantidad de hijos de madres adolescentes, sobre todo en provincias como Chaco y Santiago del Estero. El éxito de ENIA reflejaba bien las virtudes de Gabriel, como ejecutar con eficacia, coordinar grupos diversos de personas y ganarse la confianza de gente muy distinta, desde funcionarios peronistas y dirigentes sociales al propio presidente Macri, que siempre mantuvo a salvo los recursos del programa aun en medio de un fuerte ajuste en el resto del presupuesto.
En los últimos años volvió a trabajar como director independiente de ICBC y Farmacity, y siguió ligado a lo social. Participó de los planes de gobierno de la candidatura de Horacio Rodríguez Larreta, en 2023, se incorporó al consejo de administración de CIPPEC y también estuvo ayudando, con bajísimo perfil, al actual Ministerio de Desarrollo Social, sin esperar nada a cambio, como hacía casi todo lo que hacía. Parecía estar en un excelente momento de su vida (lo vi por última vez en agosto del año pasado), disfrutando de la pesca con mosca y el golf, dos pasiones recientes, físicamente impecable, con mucho más para dar.
En octubre, en un viaje por Europa con Adriana, le empezó a doler la espalda y cuando volvió fue a ver un traumatólogo, creyendo que era algo muscular. No lo era. Recibió un diagnóstico del cáncer avanzado que le quitaría la vida 100 días después. En sus últimos días les decía a sus amigos: “La vida conmigo fue tan generosa, no me debe nada. Estoy listo para irme”.
A quienes lo conocieron, sin embargo, les habría gustado disfrutarlo un tiempo más. “Se fue mucho antes de su tiempo”, dice Sebastián Welisiejko, amigo y compañero de Castelli en el gabinete de Stanley. “Nos perdimos un viejo espectacular”.
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