LEO ACHILLI
Domingo

Hablemos de fraude

El sistema electoral argentino es seguro, pero nuestra cultura política, sobre todo en algunas provincias, y el festival de dádivas que estamos viendo dejan espacio para el ventajismo político.

En las últimas semanas la palabra “fraude”, o sus eufemismos, volvieron a circular en la Argentina. Primero, con alcance acotado, en las redes sociales; después, con más repercusión, en el programa de Carlos Pagni en La Nación+, donde se abordó el tema con detalle. En los días siguientes se generaron otras noticias relacionadas: la Cámara Nacional Electoral anunció la creación de una Secretaría con competencia penal para seguir más de cerca los delitos electorales; Juntos por el Cambio presentó su Comité de Control Electoral, con el objetivo de “prevenir, controlar y denunciar posibles irregularidades del Frente de Todos”; y un grupo de intelectuales y académicos, muchos de ellos cercanos al oficialismo, publicó una carta titulada “Cuidar las elecciones“, para defender el sistema electoral argentino y alertar contra denuncias de fraude sin fundamento.

No es algo que esté pasando sólo en Argentina: en procesos electorales recientes de América Latina se ha extendido la práctica de la narrativa del fraude, que consiste, principalmente, en poner en entredicho los resultados y cuestionar a la autoridad electoral a los efectos de sacar algún tipo de provecho político. ¿Es legítimo advertir sobre esta situación? ¿Puede haber fraude en las elecciones legislativas del 14 de noviembre? Es una pregunta que hay que responder con la mayor precisión posible.
Lo primero que tenemos que decir es que el sistema electoral de Argentina es seguro, pero que también muestra debilidades o déficits muy marcados, que dan lugar al despliegue de una narrativa sobre fraude electoral. Estas debilidades, además, se han acentuado en el último tiempo. El partido de gobierno, por ejemplo, expone de modo indisimulado un apego a una cultura política basada en el ventajismo electoral. El uso de recursos públicos volcados a la campaña es sin duda el rasgo distintivo de estas elecciones. El objetivo a cumplir parece ser la “estrategia San Luis”, en referencia a las dádivas, prebendas y promesas de bolsillos llenos que le permitió al oficialismo local revertir 19 puntos porcentuales y dar vuelta la elección de 2017 entre las PASO y las generales. Aquella compra de votos premoderna recuerda la frase de los conservadores argentinos de fines del siglo XIX, que resistían la democratización del voto con el argumento de que no había voto más libre que el que se podía comprar o vender. Lo cierto es que la oposición (no sólo la de San Luis) denuncia estas prácticas y considera que de ese modo le roban las elecciones. Como consecuencia, aumenta la desconfianza y, con ella, la conflictividad política. En definitiva, los hechos indican una regla inversamente proporcional: cuanto más numeroso es el padrón, menos impacto en los resultados tiene la dádiva destinada a la compra de votos. El ejemplo de San Luis confirma el caso contrario: padrón chico, infierno grande.

El ejemplo de San Luis confirma el caso contrario: padrón chico, infierno grande.

Retomando la pregunta inicial sobre la posibilidad de fraude, es importante aclarar algunos conceptos. Para que haya fraude electoral estructural debe haber una institución estatal que lleve adelante, y de modo centralizado, una tentativa de manipulación dolosa de los resultados. Esto puede ocurrir en regímenes políticos híbridos o democráticos de baja intensidad. En América Latina hay dos casos recientes que merecen ser destacados, uno de ellos detectado luego de las elecciones, gracias a un trabajo de investigación sobre las mesas de votación; el otro, en cambio, descubierto en el momento, cuando una misión de observación electoral internacional anunció que no podía validar los resultados oficiales. El primer caso fue en Nicaragua, en 2008: el politólogo José Antonio Peraza (hoy preso político del régimen de Daniel Ortega) detectó en las elecciones municipales de ese año una manipulación de las actas. Por ejemplo, en el municipio de Managua, sobre 2.107 mesas la oposición tenía copia de 2.039 y, con esos resultados, se aseguraba el triunfo. Sin embargo, el régimen manipuló las 68 restantes para ganar la  alcaldía de la capital. Para realizar esta acción el Gobierno había intervenido de hecho al Consejo Supremo Electoral, una autoridad que de modo centralizado tenía el control del proceso electoral.

El segundo caso es el de Bolivia, en 2019. El Análisis de Integridad Electoral de la OEA detectó, entre muchos otros hallazgos,  la presencia de servidores ocultos no controlados por el Tribunal Supremo Electoral (TSE), lo que permitió ingresar actas al sistema, manipular la elección y borrar la evidencia. El presidente Evo Morales controlaba directamente a la presidente del TSE, que era, como sabemos, un subproducto de un proceso de concentración de poder iniciado en 2005 y que para esa fecha ya estaba consolidado, al punto de desconocer, por parte del oficialismo, el resultado de un plebiscito impulsado por el propio Morales en 2016.  

Salvación federal

El carácter federal de la Argentina, su poder distribuido, hace que no haya un único centro de poder electoral. Cada uno de los 24 distritos tiene un juez electoral, una secretaría electoral y, en época de elecciones, una junta electoral a la que se suman otras autoridades judiciales federales y provinciales. Sólo cuando hay elecciones presidenciales hay una misma boleta en las más de 100.000 mesas electorales del país; en el resto de las elecciones las boletas representan, por sobre todas las cosas, la realidad distrital. Es decir, son en la práctica 24 elecciones diferentes. 

A nivel nacional, además de la Cámara Nacional Electoral, el tribunal que ostenta la autoridad superior de aplicación de la legislación político-electoral, existe la Dirección Nacional Electoral (DINE), dependiente del Ministerio del Interior. Las atribuciones de la DINE son limitadas, pero una de ellas es estar a cargo del escrutinio provisorio. En circunstancias normales, su dependencia del Poder Ejecutivo no debería ser problemática. Sin embargo, cuando un partido de gobierno no tiene clara la diferencia entre su rol institucional y su rol partidario, la situación puede complicarse. Lo mismo ocurre con el papel que desempeña una empresa pública como Correo Argentino. El primer punto se puede resolver con darle a la DINE carácter autárquico y autónomo; el segundo, modificando el Código Nacional Electoral.

En el caso argentino la oposición se muestra muy competitiva y esto es muy bueno para la vitalidad del sistema electoral.

Tampoco soslayar el papel que desempeñan las empresas que brindan soluciones tecnológicas a los procesos electorales y que ante este escenario de controles cruzados y poder distribuido no quieren que su reputación se vea manchada. En la actualidad la empresa española Indra es la encargada de digitalizar y totalizar las actas provenientes de las mesas de votación en estas elecciones.

Por último, es necesario mencionar a los partidos políticos. En el caso argentino, la oposición se muestra muy competitiva y esto es muy bueno para la vitalidad del sistema electoral, dado que refuerza sus condiciones objetivas de control de todas las instancias del proceso, sobre todo en lo que respecta al control de mesa. 

No hay condiciones, por tanto, para un fraude electoral estructural en las elecciones nacionales. Pero, atención con dos cosas: la primera tiene que ver con lo que Alain Rouquié definió como “las situaciones autoritarias” que buscan eliminar la competitividad en distritos locales. Las redes clientelares son muy densas en algunos distritos de nuestro país y ponen en entredicho la competencia electoral. El Mapa de Integridad Electoral de la República Argentina, publicado el mes pasado por Transparencia Electoral, expone este problema y detecta nueve provincias con déficit democrático: Catamarca, Misiones, Tucumán, La Rioja, San Juan, San Luis, Santiago del Estero, Formosa y Santa Cruz. El 16,7% de los electores del país viven en distritos de baja integridad electoral.

En definitiva, este festival de dádivas, esta compra de votos a cielo abierto que se observa es un epifenómeno de esta cultura autoritaria que describimos.

Como conclusión tentativa podemos decir que, si bien no hay condiciones para un fraude electoral estructural a nivel nacional, advertimos que en muchas de estas provincias señaladas hay situaciones autoritarias que se han expandido, al punto de devorarse la competitividad electoral. Los sistemas electorales de estos distritos son una trampa para el libre ejercicio de los derechos políticos, las autoridades electorales provinciales están intervenidas de hecho por Ejecutivos provinciales que suprimieron la alternancia e hicieron de sus Legislaturas espacios monocolores. Habrá que preguntarse cuánto influye esta cultura política autoritaria en las elecciones nacionales. Por lo pronto, si analizamos el desempeño de algunas instituciones como por ejemplo el Senado de la Nación advertimos que el peso de los senadores de esas 9 provincias con baja integridad electoral es tan determinante como negativo. 

En definitiva, este festival de dádivas, esta compra de votos a cielo abierto que se observa, es un epifenómeno de la cultura autoritaria que describimos, de esas situaciones autoritarias que mencionamos. Es verdad que su impacto se ha debilitado a partir de la irrupción de las redes sociales y los smartphones. Hoy los ciudadanos están más conectados, más informados y con más capacidad para viralizar una denuncia. Esto es saludable, porque las redes clientelares siempre se aprovecharon de la fragmentación, la dispersión y la necesidad que genera el aislamiento en los individuos. Aun así, estas redes persisten. 

Argentina se encuentra entonces en una tensión: entre la seguridad que ostenta su sistema electoral nacional y la presión constante que genera sobre este una cultura autoritaria decidida a debilitar o destruir la competitividad electoral y con ella la alternancia.

 

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Leandro Querido

Politólogo (UBA). Magister en Derecho Electoral (Universidad Castilla-La Mancha). Director Ejecutivo de Transparencia Electoral.

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