MARISA LICATA
Domingo

La verdadera batalla cultural

De qué hablamos cuando hablamos de cultura. Y cómo se pueden empezar a cambiar las cosas.

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Esta nota tuvo una versión anterior que quedó por la mitad. Era una nota enojada y demasiado personal. Después de un tecito y de dormir ocho horas, descubrí que uno de los mayores problemas que tenemos a la hora de discutir y, sobre todo, resolver los enormes problemas que vive la Argentina consiste en que, justamente, no discutimos. Nos enojamos y tomamos el caso individual, personal, como general. Teñimos de bronca y enojo el tema, lo que lleva finalmente a discutir la forma de la discusión y, en última instancia, dejar de lado los problemas en sí mismos, que terminan ahí en el piso, dormidos, sin resolver. Discutir así implica necesariamente hacerle el juego a lo peor: el statu quo. Es la estrategia del tuitero sin argumentos y del chicanero cínico, claro. Pero ¿y el punto?

No hace falta mirar a ninguna parte para darse cuenta de que muchas cosas no funcionan. O no funcionan como deberían. Desde la página web de una empresa del Estado hasta la distribución de mercadería en los comedores escolares. Donde uno rasca, salta un desastre. Es obvio que tal estado de cosas genera frustración y enojo. La pérdida de tiempo, de dinero, de ánimo ante la miseria evidente no pueden dejarnos felices, incluso si en nuestras propias vidas hay —siempre hay— momentos de felicidad, de luz o de alegría. Da la impresión de que no alcanza.

Tampoco el vamoacalmarno, que en general es una manera de azuzar el nervio porque (ejemplo de lo anterior) implica que alguien está sacado y, por lo tanto, ensucia la discusión. En estas últimas semanas —termino el exordio personal— me ha pasado muchísimo por las notas en Seúl y en La Nación acerca del INCAA. Sobre todo de la segunda, básicamente porque la retuiteó Macri. Tengo para mí que la primera es mucho más “dura” en cuanto a críticas y que la segunda es sólo un recuento de datos, pero así están las cosas. Y lo están en todo el campo de lo que llamamos “cultura”, por algo que todos sabemos y nadie quiere decir: que lo que llamamos “cultura” depende casi exclusivamente del Estado. También tengo para mí que, en privado, colegas y cineastas me mostraron apoyo y me dijeron que tenía razón (eran datos contrastables, tenía razón del mismo modo que podía haber dicho “la Tierra es redonda”, aunque ahí quizás me cuestionaría la diputada Lemoine). Esto último podría ser anecdótico si no fuera funcional, también, al statu quo del que tanto vivillo se aprovecha.

Lo que en estos momentos está en discusión es si el Estado debe sostener económicamente al arte.

Cuando hablamos de “cultura” no hablamos de cómo comemos o de cómo nos vestimos. No hablamos de cómo disponemos los espacios en nuestras casas, de cómo saludamos, de cómo usamos el tenedor y el cuchillo, de a qué Dios o en qué templo rezamos, de cómo alterar el ADN de un grano para hacerlo resistente al clima árido, de cómo educamos a quienes deben ser educados. Todo eso, créase o no, es “cultura”. No, cuando hablamos de “cultura” básicamente hablamos de “arte”: hablamos de literatura, teatro, música, danza, plástica, cine. Cosas que son imprescindibles para que seamos humanos pero, en última instancia, si uno tiene hambre, pueden postergarse en pos de un plato de comida. Y cuando preguntamos “¿qué hacemos con la cultura?” en realidad estamos preguntando otra cosa que, prejuicio burgués y un poco galo, solo cuchicheamos: ¿cómo conseguimos dinero para el arte? Lo que en estos momentos está en discusión es si el Estado debe sostener económicamente al arte.

Se ha discutido mucho el tema de si el arte se autofinancia. Sigue discutiéndose. También se utiliza como argumento aquel que señala que el arte produce dividendos. Eso último es cierto sólo en parte: por cada libro, película o pintura que genera ganancias, hay muchísimos más que no. Y por lo general, es lo de aceptación masiva lo que sostiene aquello que no está destinado al gran público, como cualquiera puede apreciar. No me parece en este caso un buen argumento para defender el sostén económico estatal. En cuanto al primero, el dinero del Estado para la actividad artística proviene de impuestos, sean específicos (el 10% de las entradas de cine, por ejemplo) o generales (cuando el Estado debe cubrir, para hacer frente a deudas, los déficit de los organismos encargados de tales asuntos como el INCAA, el INT, el FNA y el INAMU, entre otros).

No con mis impuestos

Lo que nos lleva a una primera conclusión: discutir qué se hace con el arte no es ni debe ser algo “que se resuelve para adentro”. Se trata de un asunto en el que está involucrado cualquiera que paga impuestos. Puede no importarle, claro, pero no puede disponerse sólo entre cenáculos de iniciados. Como corolario, también se suele decir que “no es momento” para hablar de esto porque el Gobierno actual “odia la cultura”. Dejemos de lado el exabrupto que, además, es falso. No le importa menos que a los gobiernos anteriores, pero es una discusión que también prefiero dejar afuera de esta nota. Justamente: éste es el momento preciso para hablar porque, después de mucho tiempo, la ciudadanía está preguntando qué se hace con el dinero que cada día pone en las arcas estatales. Qué se subsidia, qué se paga, a quiénes, por qué.

Es el momento en el que se grita que cómo puede ser que con la nuestra se hagan “películas que no ve nadie cuando los chicos se mueren de hambre”, y entonces las fotos de famosos embanderados en el discurso nacional y popular de vacaciones en Miami resultan una provocación, cuando no un insulto, por mucho derecho que cualquiera tiene de pasar las vacaciones donde quiera. Lo que genera más violencia en la reacción contra “la cultura”, algo además multiplicado por el hecho de que muchas de sus cabezas más visibles hicieron propaganda por un único y el mismo partido (el Partido-Estado que es el peronismo en cualquiera de sus variantes), atando el arte a los azares de tal partido-estado-discurso. Es raro que esos famosos no se den cuenta de que gran parte de su negocio es haber sido muy visibles, y que tal visibilidad genera, en épocas de reflujo y pobreza, tales insultos. Pero también es una discusión lateral que no va al fondo de la cuestión.

El verdadero fondo es defender el arte, justamente, en un país en el que muy pocos privados apuestan por él.

El verdadero fondo es defender el arte, justamente, en un país en el que muy pocos privados apuestan por él (y cuando lo hacen, suelen optar por lo consagrado y de resultados económicos seguros, a modo de inversión a cortísimo plazo). Los discursos basados en el nacionalismo, la emocionalidad, la nostalgia, el antiimperialismo, o la moral revolucionaria (todos argumentos puntualmente reaccionarios, le pese a quien le pesare) no sirven. El público general que no conoce ni tiene por qué conocer los entretelones de aquello que se llama “cultura” ni de cómo funciona o se sostiene simplemente necesita otros argumentos que se acomoden a la situación espantosa que vivimos todos los días y que se refleja en todos y cada uno de los indicadores económicos, educativos y sociales. A un tipo de Rosario que tiene miedo de salir a la calle porque los narcos decidieron asesinar al azar no podés pedirle que reflexione sobre el cierre del Fondo Nacional de las Artes. Sí, es una exageración, pero la reductio ab absurdum sirve para que la idea se vea más clara.

¿Qué hacemos entonces con el arte sostenido por el Estado en la Argentina? El sistema que tenemos ahora, que incluye subsidios, créditos, becas y similares tiene varios problemas. El primero: que fomenta la discrecionalidad. Somos pocos y nos conocemos mucho, digamos. Y cuando el Estado cree que el arte puede ser utilizado como propaganda —es decir, cuando prima la dimensión didáctica de una obra por encima de su dimensión estética, formal o metafísica; cuando prima el utilitarismo hijo, paradójicamente, del capitalismo más rancio—, tiende a privilegiar unos contenidos (no continentes) por encima de otros. Ésa es una discusión central: cómo evitar la discrecionalidad. Es cierto que  los comités de selección y los jurados se forman sólo por cierto tiempo o con un objeto específico, pero si estos comités o jurados son elegidos no de manera libre sino con consultas, por ejemplo, a corporaciones especialmente interesadas en que los resultados sean unos y no otros, seguimos con el problema, sólo que trasladado a otro lado. Concursos y comités transparentes son indispensables. Nada de que “no, pero mirá, a éste lo traen del Sindicato Único de Vendedores de Pochoclo, y si te paran el pochoclo, sonaste”. Y por supuesto, el pequeño asunto de que se otorguen ayudas a amigos, parientes o prestanombres para obras fantasma que nunca se realizan. Ha sucedido, puede suceder en cualquier momento. Ahí hay un punto a resolver.

Segundo: ¿qué se subsidia? Como dijo el gran Anton Ego, ejemplo del perfecto crítico cultural, lo nuevo necesita amigos. No creo que no se pueda subsidiar a un nombre grande de algún arte que tenga algo relevante para proponer y que, sin ayuda del Estado, no podría llevarlo a cabo. Sí que la prioridad debe ser lo nuevo, lo joven, lo que no tiene aún ninguna posibilidad de acceder a los mecanismos de producción más aceitados. Algo así hizo Manuel Antin en los años ’80 con el Instituto Nacional de Cinematografía: apoyó, sobre todo, operas primas. Es cierto que no todas funcionaron bien, pero implicó un primer impulso para cambiar un cine que, a mediados de los ’90, empezaría a generar otra cosa completamente distinta de lo que había. Si me preguntan a quién subsidiaría, iría por ese lado.

Como dijo el gran Anton Ego, ejemplo del perfecto crítico cultural, lo nuevo necesita amigos.

Pero esto requiere un cambio cultural: si vos estudiaste cine, el Estado no tiene por qué garantizarte que vayas a trabajar de director de cine. Tuve esta discusión en (¡uf!) 2005, en un programa de Radio Nacional que duró poco con un realizador importante. “Yo soy cineasta, tengo que poder trabajar de cineasta”. Sustitúyase “cineasta” con “artista plástico”, “actor”, “acróbata”, “músico”, “origamista”. Sustitúyase con “médico”, “abogado”, “ingeniero”, “arquitecto”, “físico”, “arqueólogo”, “periodista”. No: el Estado no tiene por qué garantizar que vayas a trabajar de aquello en lo que te formaste. No es su obligación. Tenés derecho de ser cineasta/abogado/origamista, y eso significa que nadie te puede impedir ser alguna de esas cosas, o todas, u otra. No que el Estado tenga que darte un trabajo rentado en la actividad que estudiaste.

Este punto es absolutamente central en la discusión cultural de la Argentina de hoy. Y aquí sí uso “cultural” en el sentido más amplio posible, porque esto se puede trasladar absolutamente a cualquier cosa. El Estado tiene la obligación de proveer salud, educación, justicia y seguridad gratuitos y de calidad, y garantizar que todos los ciudadanos puedan acceder a esto. Lo demás es el campo donde, libremente, elegimos y nos arriegamos por lo que queremos; invertimos nuestros deseos, tiempos y capitales. Y como en toda apuesta, puede salir bien o mal. El punto es si sale mal por culpa del Estado; y aquí tenemos otra discusión apasionante y lateral, el de —por ejemplo— el tipo que se puso un negocio con esfuerzo y la cuarentena criminal lo dejó destruido. Pero es irnos por las ramas.

Volviendo: apoyemos a los que están empezando. ¿Y qué pasa con los consagrados? Bueno, quizás ahí el asunto sea coproducir. Un poco lo dicen Gastón Duprat y Mariano Cohn en la entrevista que les hizo La Nación el 9 de marzo. ¿Por qué no devolver los subsidios si ganaste plata? Supongamos ya no un cineasta, sino un productor teatral que obtiene una ayuda del Instituto Nacional del Teatro o de Proteatro (el equivalente de la Ciudad de Buenos Aires). En general esos dineros no cubren la producción de una obra, siquiera de un unipersonal. Supongamos, igual, que la obra en cuestión es un batacazo, que revienta salas en el circuito off, que luego pasa a la calle Corrientes con entradas de tres a cinco veces más caras que en el off (¡ah, la oferta y la demanda! ¿No vieron la cartelera del Metropolitan, por ejemplo?). ¿Qué tal si decimos “subsidio reembolsable” y los mil dólares (no es más que eso) que te dimos para tu obra los devolvés y te habilitamos así para una nueva ayuda cuando tengas otro proyecto? Hagamos esto: si perdés, no nos debés nada. Si ganás mucho, devolvés. Si no devolvés, no te volvemos a dar. Aquí la clave es el contralor: que no figure a pérdida algo que da ganancias (Mel Brooks hizo una obra maestra con esa idea, se llama Los Productores, pueden verla).

Educar para el arte

Otra cuestión: articular con educación. La articulación con educación es clave: llevemos a los chicos mucho más a ver películas, a ver teatro, a escuchar música, a ver cuadros. Me consta que sucede, pero no lo suficiente. Quizás la solución para que las películas variadas (argentinas y de otros países además de los tanques de Hollywood) tengan público consista en que nos guste ir al cine y descubrir cosas nuevas. Quizás la clave para que el público busque ir al teatro sea la misma. Y no sólo para que después hagan un trabajo de una carilla a desgano. Quizás la clave para que los chicos lean esté en relacionarlo con lo demás que consumen por sí mismos. Y quizás el apoyo a las artes sea, ni más ni menos, la formación y creación de públicos, aumentarlos, que quieran ir a ver un museo, a sentarse en un cine o en un teatro, a escuchar un concierto de Debussy o de Miranda (o los dos, ¡claro que los dos!). El hábito creado hace que cada vez sea menos necesario subsidiar la creación y que esos recursos se utilicen en aumentar ese público por medio de la variedad de acceso y de oferta.

Eso sí, ¿qué se hace con lo visto “porque fui con el cole”? Se conversa. Y no se elige a tal o cual artefacto porque informa sobre X tema. No: se habla de cine o se habla de teatro o de música o de pintura. Se habla de por qué nos conmueve o nos deja indiferentes algo. Eso es educar en el arte. Lo otro es usar el arte para —volvamos al maldito término— hacer propaganda. El problema  es la formación docente: hoy es enorme, vemos todos los días casos de gente poco o mal formada dando clases. La pregunta consiste en cómo van a conversar sobre una película o un cuadro si no pueden explicar bien una regla de tres simple. Es necesario preparar a los docentes entonces. Lo que choca con sindicatos y salarios miserables. Quizás pensar en esto sea también un incentivo para comenzar a reparar ese punto capital.

Como en la mayoría de los casos respecto de las cosas que andan mal, el principio de solución es que la ley sea pareja para todos y el control, inflexible.

Creo que hay que replantear seriamente el subsidio a la demanda en estos tiempos, pero también como algo transitorio. Creo que combinar el apoyo al arte con la educación es indispensable (mucho más en un tiempo donde los chicos no comprenden un texto y suman dos números de dos cifras con una calculadora). Creo, por último, que quizás no sea necesario hacer recortes en el dinero que el Estado asigna a sostener el arte, sino en utilizarlo en lo que realmente va a dar dividendos en forma de personas con mentes más ricas y más abiertas, en creaciones más originales, en discusiones más ricas y variadas. Por supuesto que hay que fomentar la participación de los privados en el mecenazgo, en la producción, etcétera, siempre y cuando no lo usen para maquillar ganancias financieras en forma de donaciones que no son tan grandes como dicen los libros contables. Como en la mayoría de los casos respecto de las cosas que andan mal, el principio de solución es que la ley sea pareja para todos y el control, inflexible. Uno de los peores males de la Argentina es lo que podemos llamar “ma’sismo”. “¿No devolvió el crédito que le dimos para montar el atelier? Má’sí, dejá, bastante quilombo hay ya con X”. Por norma, la pequeña corruptela surge de un pensamiento análogo, bien ma’sista.

En fin, sé que esta nota salió larguísima, que por momentos parece enojada, y que en otros me pasé de “personal”. Pero creo que si uno no empieza a desarmar el entramado discursivo que hay detrás de estos problemas (y aquí hablo de la so-called “cultura”, pero mucho de esto se puede aplicar a otras áreas), a ponerlo en claro y a encontrar respuestas a los argumentos crispados que buscan voltear incluso aquello que legítimamente se mantiene en pie, estamos medio perdidos. Las cosas claras conservan la amistad (aunque en estos tiempos, último apunte personal, no esté demasiado convencido de ello).

 

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Leonardo D'Esposito

Crítico de cine, periodista, docente. Edita en BAE Negocios, escribe en Noticias y Brando y publicó cuatro libros, entre ellos "50 películas para ser feliz".

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