Marcelo Gallardo perdió 24 de las 38 competencias que disputó como director técnico de River. Un homenaje a aquel conocido enfoque de Michael Jordan sobre su trayectoria como basquetbolista: “Fallé más de 9.000 tiros, perdí casi 300 partidos y 26 veces confiaron en mí para el tiro con el que ganaría el juego, pero también los fallé”. Gallardo dijo recientemente: “La enseñanza de no encontrar el éxito deseado es un aprendizaje mucho más importante que cuando estamos en la vorágine del éxito. Este año yo aprendí mucho de los errores y las equivocaciones”. Jordan repetía: “Fracasé una y otra vez en mi vida. Es por eso que tengo éxito”. Si juntamos dos líderes, siempre encontraremos puntos en común.
Aquella declaración de Gallardo, realizada en una cena benéfica el 3 de octubre, disparó una de nuestras actividades principales: llenar los silencios con conjeturas. Todavía él no se había manifestado públicamente sobre su continuidad laboral. Entonces, su cita a las enseñanzas provocó que muchos creyeran que, en 2023, querría desplegar lo aprendido. A esa altura, sin embargo, tenía la decisión tomada. Probablemente la supiera sólo una persona en el mundo: Juan Berros, mucho más que su agente de toda la vida. Tres días después, se enterarían sus ayudantes más cercanos. El hermetismo es uno de los rasgos que lo definen. Una especie de Indio Solari, que se construye desde el misterio.
Los días siguientes son más conocidos. El miércoles 12, River venció 2-1 a Platense. Después del partido, los dirigentes se enteraron que tendrían que buscar a un nuevo entrenador. Al mediodía del jueves 13, una hora después de contárselo por teléfono a sus hijos, comunicó a la prensa y al país que su gestión de ocho años y medio finalizaba. Cada hincha de River recordará siempre qué estaba haciendo en ese momento.
Cada hincha de River recordará siempre qué estaba haciendo en ese momento.
No tiene carisma por naturaleza ni oratoria de sobra. Pero en este largo período, cada exposición cargó con la responsabilidad de dejar un mensaje. Siempre lo supo. Por eso pensaba cada frase, trataba de no entrar en lugares comunes. Debió pesar eso de ser Gallardo durante este tiempo. No el Gallardo de entrecasa sino el Gallardo de River. Decisiones permanentes, responsabilidad constante, necesidad de estar a tope. Cómo no desgastarse. Cómo no darse cuenta de que en 2022, cuando quiso exprimir a sus jugadores, poco o nada salió. Fue, éste que cierra, el año de transición entre el River de Gallardo y el que será. Históricamente, a algunos técnicos se los mostró dueños de sus equipos con la preposición de posesión: el Estudiantes de Zubeldía, el Racing de Pizzuti, el Boca de Bianchi. Gallardo fue por más. Por el club. El River de Gallardo fue el club, no sólo el equipo.
El fútbol argentino llevaba 63 años sin un período tan extenso de un entrenador en un equipo. En ocho temporadas y media, Gallardo lloró la muerte de su madre, vio crecer a sus hijos, se separó de su esposa, tuvo un cuarto hijo que lo revolucionó. Se transformó, también, en el sostén emocional del club. Hay una muestra muy fiel: en la noche de su último partido en el Monumental, lloraron el manager (Enzo Francescoli, nunca tan visiblemente afectado), el capitán (Enzo Pérez, cuando ni había empezado el partido) y hasta un alcanza pelotas. Gallardo no. Seguramente ya había procesado su salida. Ya había estado cerca de irse a fines de 2021, luego del único título en torneos locales de Primera División. “Se iba por la cabeza, se quedó por el corazón”, lo definió un confidente. Cualquier relación intensa y fructífera tiene, antes del final, un período sobrante. Desde un matrimonio hasta un cargo de entrenador. No es común irse ante el primer contratiempo. El año que sobró en la relación con River le permitió a Gallardo entender que ya no tenía sentido insistir.
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Todos los técnicos ganan y pierden. Los mejores son los que les dejan una huella a los jugadores. Estos en algún momento se fastidiarán con el que exige siempre. A la larga lo valorarán. “Marcó mi vida”, sintetizó Rafael Santos Borré desde Alemania. “Duele no tenerte más”, escribió la esposa de Nicolás de la Cruz.
Apenas llegó a mediados de 2014, necesitaba un creativo. Pensó en Leonardo Pisculichi, lo contactó y le preguntó: “Repasé toda tu carrera, supongo que ya no buscarás lugares fuertes en lo económico. ¿Te interesa la gloria?”. Pisculichi convertiría el gol de la primera eliminación a Boca. Enseguida, pinchó a Matías Kranevitter: “Vas a ir al banco, no parece que tengas ganas de jugar”. Lo activó. Kranevitter resultaría un pilar en el inicio de su era. Llegó un momento en el que Marcelo Barovero, su primer arquero, no quiso continuar en el ámbito de presión que significaba River. Le abrió la puerta rápido. Entre una figura a disgusto y una incógnita con motivación, mejor la prueba. Sin frontalidad, no hay conducción. A Jonathan Maidana, ya caudillo, le explicó que no sería prioridad en su consideración. Hasta que volvió a necesitarlo. Como le había hablado de frente, Maidana estaba nuevamente predispuesto.
Fue la persona que más decidió sobre el humor de cientos de miles. De millones.
Fue la persona que más decidió sobre el humor de cientos de miles. De millones. La que absorbía todas las decisiones. Porque el resto le respetaba, le temía o así, sin intervenir como tendrán que hacerlo ahora, estaba más cómodo. El fútbol alimenta egos como pocos otros rubros en este país. Marcelo, el Muñeco, el pibe de Merlo, querido como jugador e idolatrado como entrenador, se corrió de un lugar donde tenía todo el poder. En ningún otro espacio será tan poderoso. Una muestra de correrse de ese ego. Segunda: se alejó perdedor, luego de que se repitiera que así no se marcharía. De paso, ¿cómo recuperará la vida normal quien no la tuvo ni quiso tenerla en casi una década?
Lo guió la desconfianza. Su pedido de guardia alta no era otra que eso. Donde había una organización, él veía una posible conspiración. A veces elaboraba un concepto. Otras, soltaba frases lógicas, sin artificios, pero que se transformaban en tatuajes. “Que la gente crea porque tiene con qué creer”. Y sí. Una obviedad pasa por el tubo del éxito y sale transformada en una revelación.
Cada triunfo, cada gol y cada buena jugada sin buen final despertaban el mismo grito: “Muñeco, Muñeco”. Una valoración al creador, una definición del equipo. Era apodo, se hizo adjetivo.
Más que un DT
El entrenador que más había confiado en sus futbolistas se transformó en el que más los reemplazó. Mirado así, el final maduraba. Se dio cuenta de que, esta vez sí, no había más. Lo había dicho en el césped del estadio del Real Madrid, después de ganarle la histórica final a Boca: “Después de esto, no hay nada más”. Después le ganó de nuevo. Aunque luego perdió. Había empezado a correr el riesgo de la vulgaridad.
El domingo 16 de octubre, River no despidió a un técnico campeón de dos Libertadores. O sí, porque sin esos laureles probablemente no hubiese permanecido tanto tiempo. Y sin tantos años en el cargo, no hubiese profundizado tanto su conducción. El punto es que en realidad despidió a mucho más que un entrenador ganador. Si ese hubiese sido el foco, si el bajón anímico se hubiese debido a la salida del que supo triunfar, habría sido suficiente recordar que este año fue el peor de su gestión. Que quedó afuera tempranamente de cuanto torneo participó. Que nadie gana siempre.
Las copas estaban desplegadas en el campo de juego. Todas juntas, como si fuese lo mismo la Libertadores 2018 que la Suruga Bank, un partido entre el campeón de la Sudamericana frente a un equipo japonés. El rey y el peón en la misma bolsa. Las copas, en definitiva, como la forma más palpable de recordar lo que hizo. El palmarés que también recuerda Wikipedia. Pero el público lloraba por algo más. Lo importante estaba en otro lado: abstracto, no se podía representar. Se trataba de la mezcla entre el liderazgo, la credibilidad, el gen competitivo, la ambición y el cuidado de las formas. Lo esencial es invisible, hasta que los ojos lloran.
El banco de suplentes, desde ese momento vacío, remitía a la cabecera de la larga mesa familiar.
El banco de suplentes, desde ese momento vacío, remitía a la cabecera de la larga mesa familiar. Ahí está. El duelo significó la pérdida paterna. Se habían acostumbrado todos —hinchas, jugadores, directivos— a ver primero cómo actuaba Marcelo Daniel Gallardo. Los había hecho coperos, les había sacado el estigma. Sin embargo, la relación iba más allá. Le agradecían por Madrid porque era más fácil. Pero había más. Los había criado, con la sensación de que todo tendría que pasar por él.
Al nuevo no tendrán que compararlo. O hacerlo con el primer Gallardo, el que sentado en la sala de conferencias, el 6 de junio de 2014, con el primero de los varios peinados que lució, se animaba a soltar que habría “un lindo camino por recorrer”. Francescoli había ido a buscar sólamente un técnico. El tiempo se hizo historia. 435 semanas después, River despidió al padre. Al que estimulaba y reprendía. Al que no se permitía un día flojo. Al que exigía desde la autoexigencia. Al que sabía qué hacer en caso de una mala noticia, no porque las hubiera vivido todas sino por el don de tener siempre una respuesta, una conducta, una nueva meta.
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