ISABEL AQUINO
Domingo

Mamá, ¿puedo faltar?

Hay cada vez más ausentismo en las escuelas, pero los culpables ya no son sólo el sistema, los docentes o los sindicatos. También lo somos los padres.

Quino recrea con su humor una escena muy familiar en una de sus clásicas tiras de Mafalda: la fiaca matutina ante el madrugón inexorable para ir a clase. ¿Por qué “inexorable”? Porque, como escribió Gustavo Noriega en su newsletter, la asistencia a la escuela no se cuestionaba. Fiaca, protestas, lo que sea, pero se iba. Gustavo llamó a esto “la pérdida de la sacralidad de las aulas”. También Esteban Schmidt se refirió a este asunto en su propio boletín. Con su gracia habitual nos regaló un cuadro memorable: “No se faltaba a la escuela. Nuestro índice de salud a las 6.30 am era vivo o muerto. Si el niño estaba vivo iba a la escuela”.

Mafalda

El tema de la asistencia a clases repercutió en Twitter, ese bioma que tanto amamos. Muchos usuarios se hicieron eco y pasaron a recordar anécdotas que nos causan gracia por lo tremendas: hoy es impensable llevar a un chico a clase con fiebre. Muchos usuarios, yo incluida, fuimos afiebrados más de una vez: 38 grados no era nada para preocuparse a principios de los ’80. Algunos contaron que fueron con paperas, con diversas enfermedades eruptivas, con tormentas terribles, con lluvias que cinco horas después produjeron una inundación memorable, con calores de los de antes y con heladas que nos templaban como para que en el futuro pudiéramos ir vestidos de negro a custodiar el muro en la Guardia de la Noche, como en Game of Thrones. En las circunstancias más variadas cumplíamos con la obligación de la niñez: asistir a clases.

Esa misma semana de junio en la que se dieron estas charlas tuiteras me tocó esperar a mi hija —que participaba del cumpleaños de una compañera de primer grado— en el café anexo a un pelotero. Varias madres y algunos padres se sumaron a mi mesa. La conversación empezó discurriendo sobre las diversas pestes respiratorias que circulan este invierno. Pude meter un bocadillo: me ponía contenta que mi chiquita se hubiera enfermado sólo una vez en lo que iba del año lectivo. Y que como le tocó feriado y paro, o ambas cosas, faltó a la escuela nada más que tres días. Con sorpresa sarmientina vi que a nadie le preocupaba el tema de las faltas. Mientras los escuchaba pensé que lo mejor era soslayar la cuestión y dejar a las personas en paz. Pero una vez más perdí la oportunidad de ser elegante y empecé a preguntar sobre el tema de una manera directa: ¿por qué permiten que los chicos falten?

Los comentarios no dejaban lugar a dudas: a ninguno de esos padres se les ocurría que el ausentismo fuese un problema.

Los comentarios no dejaban lugar a dudas: a ninguno de esos padres se les ocurría que el ausentismo fuese un problema. Aclaremos que se trata de una escuela pública del  barrio de Palermo en la ciudad de Buenos Aires, con un público general con necesidades básicas satisfechas. Volvamos a las respuestas a mi pregunta. Algunos se excusaron en limitaciones personales: “No puedo hacer que se vaya a dormir temprano, así que a la mañana no quiere levantarse”. Ése fue el escenario que más que se repitió: chicos que se acostaban tarde y la impotencia de los adultos para que se levantasen. El antes inexorable madrugón hoy parece optativo.

Conté esto en Twitter agregando más respuestas, como por ejemplo, la de una madre que me explicó que su nena tenía danza los lunes así que prefería que faltase a la escuela para ir bien descansada a la clase. O la de padres que dicen que ellos también quieren tener vida social, y si tienen una cena entre semana y se les hace tarde la criatura también se duerme tarde y claro, una vez más, “al día siguiente no la puedo levantar”.

Estos casos que podrían parecer anécdotas o reflexiones azarosas —sin objetivo, orden o método— desataron a su vez muchas reacciones, tanto en mis redes como en privado en mi WhatsApp. Una mayoría de familiares o personal docente (maestros, profesores, auxiliares y preceptores) me confirmaban, indignados, que lo que yo observaba era así, tal cual. Que los chicos faltan mucho a la escuela, “mucho más que antes”, y que faltan “por cualquier tontería” (la palabra no era exactamente esa). Y procedían a contarme.

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Faltan porque llueve, decían. Faltan porque se durmieron. Porque se van de vacaciones en temporada baja. Porque tienen turno en la depiladora. Porque jugó al fútbol y se cansó. Porque los que se durmieron fueron los padres. Porque los jueves la mamá hace home office y prefiere que el nene se quede con ella. Porque le dolía acá. Porque pensaban que era feriado. Porque la nena no quiere. Porque aprende mejor en casa.

Hubo también una minoría que, sin desmentir a los anteriores, defendió un supuesto “derecho a faltar”. Porque los padres no pueden elegir sus propias vacaciones y se van de viaje cuando pueden, porque no pierden mucho si faltan, porque nunca entendieron por qué ir a la escuela era obligatorio, porque obligaron muchas veces a madrugar a su hijo para encontrarse con la ausencia del docente, porque, en definitiva, lo que más se repitió, “da lo mismo ir o no a la escuela. Total, para lo que aprenden…”.

Empecé a hacerme muchas preguntas. Mis interacciones personales y en redes me decían que los chicos faltan “más que antes” y por cualquier motivo, no el único tradicionalmente justificado, la enfermedad. ¿Sería así en realidad?

La prepotencia de los datos

Al buscar información sobre esta cuestión se pueden rastrear documentos de los años ’90 hasta el presente que mencionan la preocupación por los niveles de ausentismo. Cuando el ministro de Educación nacional era Alberto Sileoni (2009-2015), la Dirección Nacional de Políticas Socioeducativas publicó un documento de trabajo para las escuelas titulado “Proyecto de prevención del abandono escolar”. Es breve, sin fechas (ni siquiera de publicación) y sin datos; y pareciera estar dirigido al equipo directivo de una escuela secundaria. No hay en su desarrollo un solo número, un gráfico, una tabla. Con esa salvedad, digamos que el objetivo del documento es construir estrategias para prevenir el ausentismo y el abandono escolar. Su contenido refiere a la importancia de registrar la asistencia y cómo debe hacerse en la documentación escolar. Y luego se diseminan algunas recomendaciones vagas sobre la posibilidad de que, en la medida de las posibilidades de la institución, se instalen “estrategias de acompañamiento”.

No parece ser el documento más útil, pero está diciendo algo: existía preocupación de las autoridades por el ausentismo escolar. Y esto ya era así mucho antes de la pandemia.

Voy más atrás. Un documento del ministerio de 2004 (Daniel Filmus era el ministro de Educación) da cuenta –en este caso sí, con datos ordenados de una manera prolija— de cuestiones vinculadas a las trayectorias escolares en instituciones de educación básica. El informe, elaborado por un convenio con UNICEF, compara la situación de entonces con la de la década del ’90. Si bien el informe celebra que la cobertura del sistema haya avanzado enormemente con respecto a los diez años precedentes en los distintos niveles de la educación, es clara la preocupación por un diagnóstico insoslayable: “Cuanto más precarias son las condiciones de vida y más bajos los niveles educativos de padres y madres, las trayectorias escolares se ven más afectadas”. ¿Cómo? Primero, ausentismo, luego abandono. Este diagnóstico empeoraba –recordemos, en 2004– en el secundario. El análisis en este nivel obliga a considerar la variable de la posibilidad del trabajo en cualquiera de sus formas. Y pensar también en la posibilidad, aunque sea eventual, de que las obligaciones de cuidado del hogar le resten prioridad a la asistencia a la escuela. Una vez más, esto afecta principalmente a los sectores más precarizados.

Cuanto más precarias son las condiciones de vida y más bajos los niveles educativos de padres y madres, las trayectorias escolares se ven más afectadas.

El documento menciona algo interesante: “Un aspecto muy importante que se refleja en el ausentismo es la distribución de alimentos en la escuela, a través de desayunos, almuerzos o meriendas. Cuando cualquiera de estas ofertas declina, crece el ausentismo; en sentido contrario, cuando la escuela los garantiza decrece sustantivamente”. A esto se suma la carencia de zapatillas. Considerando la cercanía de la crisis de 2001, he ahí una explicación posible ante las inasistencias. En las conclusiones el informe reconoce las limitaciones existentes: “(…) cada institución aborda estos problemas en función de estilos particulares relacionado con características y estilos personales de directivos, en primer lugar, y de los docentes, en segundo lugar”.

Haciendo un relevamiento rápido, entonces, dos documentos del Ministerio de Educación de la Nación muestran que existe preocupación por la temática desde hace muchos años. Preocupación y no mucho más. No obstante, las que deben asegurar la educación son las provincias. En nuestro país el Ministerio de Educación nacional es una repartición sin escuelas. Así que empecé a buscar información de las provincias. No voy a aburrirlos por demás: dos estudios, uno de Mendoza y otro de la Ciudad de Buenos Aires consideran una vez más este asunto. Lamentablemente para mí, no hay estudios que realicen comparaciones entre cuánto se faltaba “antes”, cualquier año que prefieran, y el presente. Así que la búsqueda de evidencia se vio truncada, para dolor de mi corazoncito empirista.

Algo pasa

En agosto de 2022 el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires decidió modificar las condiciones que debe cumplir un estudiante para ser considerado como alumno regular. Desde entonces, los alumnos deben asistir un 85% de los días de clase por bimestre. Como  familia usuaria del sistema público, recibimos una notificación institucional en la que se comunicaba la modificación y se exhortaba a justificar las faltas de los chicos, sea por presentación de certificados o por comunicación de los padres según correspondiere. Pregunté a varios directivos el por qué de esta medida y la respuesta fue unánime: hace muchos años que se viene notando un aumento en las inasistencias.

Tengo claro que esas afirmaciones no constituyen un estudio o una encuesta seria, son sólo eso: las aseveraciones de algunos directivos de jardines y escuelas primarias a los que pude interrogar al respecto. Pero también tengo claro que algo pasa, y por eso estas reflexiones.

Si los padres de primer grado de una escuela primaria porteña considerada “de las buenas” se matan por una vacante para luego llevar a su hijo a clase en días random, ¿eso no está hablando de que la percepción es que si un alumno no va al colegio no pierde mucho? ¿Esto será así en otras escuelas? ¿Y en otros distritos? ¿Será un fenómeno de clase media? ¿Será un fenómeno de los pocos que pueden acceder a irse de vacaciones en cualquier momento del año? ¿Hay registro de este supuesto incremento de las inasistencias? ¿Cómo afectó la pandemia la asistencia a clase? ¿Los pobres faltan menos? ¿Hay diferencia entre escuelas públicas y privadas? ¿Y por nivel? ¿Se registra un aumento de las llegadas tarde? Y si las respuestas van en la misma dirección, ¿esto es por una condena al detrimento en la calidad de la educación? Lo único que puede concluirse de estas preguntas es que es indispensable la realización de estudios sistemáticos.

Lo único que puede concluirse de estas preguntas es que es indispensable la realización de estudios sistemáticos.

A partir de los intercambios tuiteros la conclusión preliminar sería que hay que reforzar el sentido de continuidad pedagógica: si el aprendizaje es un proceso, entonces no es lo mismo ir a clase tres días a la semana que cinco. Hay que recordar que existe una correlación demostrada entre mayor asistencia y mejor desempeño escolar. Mendoza, una vez más, realiza un censo de fluidez lectora que correlaciona mayor asistencia a clase con mayor comprensión de texto.

Para terminar, es imposible soslayar el problema de las ausencias de los docentes. Así como la continuidad pedagógica se ve interrumpida por la asistencia asistemática de los alumnos, ésta se ve también afectada por las huelgas, única forma de protesta a la que recurren los gremios docentes en la actualidad (excepto, claro, el de Baradel, que no le hizo ni un solo paro al gobierno de Kicillof). Y esto se relaciona con el atraso en el salario docente, los problemas de la formación y de la capacitación del personal y la pérdida de interés en la docencia como una profesión atractiva. Agreguemos la falta de personal para cubrir cargos, cuestión de cuya urgencia nadie se hace cargo. Sería necesario, en definitiva, pensar por qué “la pérdida de la sacralidad de las aulas” no pareciera ser una característica sólo de las familias, sino también de toda la comunidad educativa.

 

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Laura Romero

Estudió Historia. Es docente universitaria y trabaja en gestión de la educación superior. En Twitter es @Laurix73.

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