Este diccionario no empieza por la letra A y tampoco es un diccionario, así de sencillo. ¿Para qué molestarse? ¿Por qué poner un título que luego sea más o menos respetado en el artículo? ¿Para qué respetar una palabra, o dos, o cientos de ellas? ¿Para qué detenerse a pensar en qué es lo que designan las palabras? Ya no importa todo eso, a casi nadie le importa la precisión del lenguaje y así están las cosas, a qué negarlo. Uno puede quejarse, como en este caso, compilar algunos ejemplos para esta nota, tratar de hacer algún chiste, y listo. Después, qué importa del después, después hay que seguir viviendo mientras las palabras son, para cada vez más gente, algo que crece en irrelevancia.
Nosotros podemos recordar una y otra vez a Michele Apicella, el personaje interpretado por Nanni Moretti en varias de sus películas, y su consigna, a los gritos, “¡las palabras son importantes!”, mientras le pega una cachetada a una periodista que habla de forma indolente con los términos de moda. Y podemos seguir citando al iracundo Apicella, que agregaba, sin reducir la furia: “quien habla mal, piensa mal y vive mal”. Podemos hacer todo eso, quejarnos entre nosotros, reírnos de una y otra aberración, poner algo en Twitter que creemos incisivo frente al enésimo asedio al lenguaje, compartir algo en nuestros grupos de WhatsApp y, sin lograr recuperarnos del todo porque no hay posibilidad de catarsis duradera, recibir el nuevo cachetazo de la imprecisión, del cualunquismo a la hora de escribir un título, un mail, una publicidad.
Uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, Ricardo Reis, decía: “Abomino la mentira, porque es una inexactitud” (“Abomino a mentira, porque é uma inexactidão“). Y, obvia paradoja, en otras traducciones pueden leerse otras versiones, como “odio la mentira, porque es inexacta” y también “odio la mentira porque es una imprecisión”. Más allá de las diversas traducciones, tiendo a pensar que el mundo era mejor cuando estas cosas le importaban a alguien (y también creo que la década del ’20 del siglo XX fue esplendorosa para este país, pero esos son otros temas). El 19 de octubre del año pasado puse esto en Twitter: “Llega un mail de prensa de Prime Video y dice que: «Te facilitamos información sobre el estreno exclusivo de Argentina, 1985 en Prime Video». Dado que la película sigue y seguirá en los cines, no entiendo qué entenderán por exclusivo”. Nicolás Di Candia respondió: “Lo mismo que Telefé entiende por absoluto” y Diego Papic, “Y TN por urgente”.
En ese entonces, hace ya ocho meses, surgió la idea de hacer esta nota, que recién se concreta ahora, entre otros motivos porque sabíamos que el fenómeno de la imprecisión del lenguaje no solamente no iba a desaparecer sino que se iba a acrecentar. La imprecisión suele encontrar sus condiciones de reproducción en un ecosistema de uso de la lengua con tendencia a enfermarse, a dejar entrar todos los virus, a dejarse corromper por el uso y el abuso de fórmulas y expresiones que aparecen y reaparecen con frecuencia molesta, casi paródica. Un uso del lenguaje lleno de fórmulas –y los medios son los principales promotores de estas expresiones– genera las condiciones necesarias de debilidad para el crecimiento de la imprecisión y el cualunquismo. Así las cosas, ni exclusivo es exclusivo, ni absoluto es absoluto, ni urgente indica urgencia alguna; esas y otras palabras se han vaciado de sentido o, peor aún, han adquirido demasiados.
Usos imprecisos
Podríamos decir que “rompemos el silencio” sobre este tema de la imprecisión, ya que “romper el silencio”, además de ser una expresión horrorosa, se usa para cualquier cosa, con hartante frecuencia, y el problema de lo hartante es que puede pasar a ser anestesiante: ya ni nos damos cuenta de cuántas veces se usa la expresión ni qué sentidos pone en juego, hasta podemos llegar a pensar que romper el silencio es romper un disco de Gardel con esa canción o que alguien volvió a hablar después de dormir una siesta. Algunos logran evadir que los alarme cada vez que leen o escuchan que Fulano “rompió el silencio” y otros nos seguimos dando cuenta y sufrimos cada vez que nos exponemos a la rotura.
Otra delicia que abunda en estos tiempos es el verbo “cruzar”, que se usa para algo así como responder, o responder con vehemencia, o contraargumentar, o responder con agresión o contestar con pocas pulgas. Ahora demasiadas cosas son “cruzar” para el periodista impreciso y haragán que, tal vez sin darse cuenta y tal vez porque “cruzar” vende, hace de la molicie para el vocabulario su costumbre. Desde hace unos años también está en auge periodístico el término “batalla campal”, y allá vamos a usarlo para, por ejemplo, cada detalle de la interna entre Patricia Bullrich y Horacio Rodríguez Larreta. Hace unos días en La Nación leíamos que “Larreta y Bullrich llevan su batalla campal a las listas de todo el país y en Juntos por el cambio temen por el día después de las PASO”. Luego, claro, ese titular no era sostenido por la nota de Laura Serra. “Batalla campal” se usa y se usa y se vuelve a usar, por supuesto que desvirtuando el significado histórico de “batalla campal”.
Ahora demasiadas cosas son “cruzar” para el periodista impreciso y haragán que, tal vez sin darse cuenta y porque vende, hace de la molicie para el vocabulario su costumbre.
Sí, sabemos que el uso de las palabras y sus sentidos no permanecen fijos de una vez y para siempre y que hoy no hablamos como hace siglos, etcétera. El problema es hacia dónde nos llevan estos cambios, y no parece haber demasiadas señales que nos indiquen que nuestra experiencia con el lenguaje esté mejorando. Y si el uso del lenguaje empeora, los problemas se profundizan: ya lo decía Oscar Wilde, el lenguaje es el padre y no el hijo del pensamiento. Con este uso intensivo del término “batalla campal” pasa como con “cruzar”, se incrementa la imprecisión mediante un uso abarcativo en exceso: unas piñas revoleadas, un intercambio de golpes torpes, una escaramuza, una pelea a piedrazos, toda otra pelea, toda disputa de poder, toda riña, todo conjunto de empujones, toda discusión, toda desavenencia, todo será –ya lo es en muchos medios–, una “batalla campal”. Una edición del correo de lectores de una revista en donde haya dos posiciones sobre el mismo tema… ¡batalla campal! Es muy tentador googlear batalla campal y el nombre de algún medio, y veremos que esta expresión cuya única vocal es la “a” aparece con una frecuencia realmente sorprendente. O no.
Con “batalla campal”, “cruzar” y “romper el silencio” ya tenemos buena parte del arsenal principal del periodista actual. El objetivo parece ser usar terminología acerca de la cual no haya que pensar demasiado en su uso, tener pocas expresiones para cada vez más usos, es decir, para usos cada vez más imprecisos. Si uno anda obsesionado con la utilización repetida de expresiones imprecisas hay todo un mundo por descubrir y sufrir: en los podcasts, el entrevistado muchas veces suele empezar a hablar con la expresión “lo primero que hay que decir es…”, que me genera la sensación de que la persona no está siendo del todo responsable de lo que se está diciendo, porque no quiere decirlo sino que “hay” que decirlo.
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Y uno sufre más si es especialmente sensible a determinadas expresiones o muletillas que, como las fórmulas periodísticas, se han convertido en virus lingüísticos, como por ejemplo el “digamos”, el “esteee”, el “como que”, el “tipo como” y el “tipo como que”. El “como que” incluso está en las declaraciones de un sacerdote sobre el escalofriante caso Strzyzowski: “Como que se le fue la mano, como que hubo una fuerte discusión y que ahí pasó algo que él no sabe qué ni cómo terminó porque dice que él no estaba”. El “como que”, el “tipo como que”, maneras contemporáneas de no llegar a la precisión, de decir más o menos algo y no decirlo del todo, huidas contemporáneas de la asertividad.
Infancias y vejeces
“Javier, comprá con tus tarjetas de crédito BBVA y pagá en cuotas con Ahora 12. ¡Podés pagar en 3, 6, 12, 18 y 24 cuotas!” Me pregunto qué será el 12 del Ahora 12. Todo cambia y se simplifica: 12 quizás también signifique decir 3, 6, 18 y 24, y también cuotas en general. Así las cosas, el verbo “hacer”, que ya hace bastantes cosas, desde un par de décadas también hace ciudades: “Fuimos dos semanas a Europa, hicimos Roma, París, Berlín”. Roma, ya lo sabemos, no se hizo en un día, pero estos turistas que hacen lugares lo pueden lograr en tres o cuatro. No sé qué habrá pasado con el término “visitar” para designar eso de las visitas a ciudades.
Mientras escribo esto llega un mail. Dice: “Infancias Cine Pop-Up en familia!”. El signo de exclamación que sólo cierra duele, Pop-Up también. Y lo de “infancias”, bueno, después de leerlo durante estos años en diversos lugares me decido a buscar los motivos del plural, y leo que es para dar cuenta de las diversas maneras de vivir la niñez. Ajá, parece que antes de eso no se sabía semejante cosa. Menos mal que ahora sí, así no suponemos que la infancia de Alfred Hitchcock fue igual a la de José María Gatica. Respiro aliviado entonces. Calculo que hay una sola manera de vivir la vejez, por eso todavía no usan “las vejeces”. El Día de las vejeces suena muy lindo, y me propongo alguna vez, en una reunión, romper el silencio con esa propuesta; espero que no provoque una batalla campal.
¿Será esto de las “infancias” y las “vejeces” el intento contemporáneo por “ser precisos” mientras se destruye toda idea de abstracción y de sentido estético de las palabras?
Y al escribir esto me asalta una duda: lo que yo estoy escribiendo como chiste, “vejeces”, una palabra de una sonoridad espantosa… ¿no estará siendo usada ya mismo? Maldito Google, que en milésimas de segundo me manda a papers de varias universidades y también del Conicet en los que ya se usa “vejeces” porque, claro, según me adelantan en el sitio de la Universidad de La Plata, “entendiendo que hablamos de vejeces y no de vejez y que existen diferentes formas de envejecer. En este sentido creemos importante señalar…”. Me quedo más tranquilo, a envejecer de forma bien original, haciendo la mía, que antes de esto de “las vejeces” no se podía. ¿Será esto de las “infancias” y las “vejeces” algo así como el intento contemporáneo por “ser precisos” mientras se destruye toda idea de abstracción y de sentido estético frente a las palabras?
A estas alturas del artículo, me doy cuenta de que quizás tardé ocho meses en ponerme a escribirlo para no ahondar en estos asuntos y experimentar estas penas, para no recordar ese cartel con un muy castizo “pan artesano” y ya no, como se decía por estos pagos, “pan artesanal”. Pero aquí estoy, y me doy cuenta de algo: tal vez este desastre se haya originado en los diminutivos. Cuando alguien decía que iba a comer de postre “un flancito”, podíamos llegar a discutir si el flan merecía o no el diminutivo y si la palabra “flancito” era o no un horror. Más adelante, las cosas se pusieron más complicadas, cuando el diminutivo empezó a usarse en unidades de medida de peso: “Voy a llevar un kilito de frutillas” y la invencible “voy a tomar un cuartito de helado”.
El abismo, la definición misma de la tensión en el sentido, el diminutivo que choca contra la realidad inapelable, uno de los grandes triunfos del reino de la imprecisión, aunque los defensores de los diminutivos seguramente sostengan que “kilito de frutillas” es una expresión entrañable y parte de la riqueza o riquecita de nuestra lengua. Yo veo que nos han regalado unidades de peso dudosas. ¿El cuartito será de 200 gramos? Y, por supuesto, también unidades de tiempo averiadas. Por ejemplo, al editor de Seúl le puedo decir: “Calculale que en unas dos horitas entrego la nota”. Y después de las “dos horitas” prometerle que estará lista “en unos diez minutitos”, y seguro que así para él será un tiempo de espera más corto que 600 segundos.
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