ZIPERARTE
Domingo

El laberinto de la política social

Los planes sociales nacieron por una emergencia, pero se quedaron. Es el momento de reformularlos. No sólo los planes: también todo nuestro sistema de empleo y protección social.

Los “planes sociales” están en el centro de la discusión de la campaña electoral. Casi no hay candidato que no enuncie su vocación para transformar “los planes” en “trabajo genuino”. Las organizaciones sociales en las que el Estado nacional terceriza la gestión de los planes son cuestionadas desde el propio oficialismo nacional. Los empresarios de muchas actividades económicas se quejan de que nadie quiere trabajar para ellos, porque se prefiere “vivir de los planes”. Por momentos los planes parecen ser el principal problema económico del país, aunque hasta los libertarios más recalcitrantes saben que los planes no se pueden cortar “de un día para otro”.

En este artículo voy a intentar hacer tres cosas. Primero, contar la historia de los planes sociales y de empleo en la Argentina, qué contextos históricos y económicos llevaron a su implementación y cómo fueron organizados. Segundo, trataré de precisar el objeto de esta discusión en la actualidad: qué son “los planes”, cuánta gente vive de ellos y cómo están relacionados con el ciclo de estancamiento de la economía y de la creación de empleo en el que estamos. Y, tercero, imaginar soluciones o mecanismos virtuosos para tener una política social que supere la lógica de “los planes” y permita tener una economía en crecimiento y con más empleo. Una de las soluciones que propongo es un ingreso básico universal.

1. Fin de fiesta fordista

Desde 1975 la economía argentina recorrió dos ciclos largos de estancamiento económico con caída del empleo (1975-1991 y 2011-2021), un período de crecimiento económico sin generación de empleo (1991-1998), una depresión económica larga con gran destrucción de empleos (1998-2002) y un breve período de recuperación económica con crecimiento de empleo entre 2002 y 2008, explicada por los salarios reales más bajos de la historia. El balance retrospectivo expone que la Argentina arrastra un problema estructural y complejo de desarrollo económico desde hace por lo menos casi medio siglo. La crisis del empleo formal privado en nuestro país se deriva de ese proceso y es el determinante de que existan los planes de empleo como recurso de última instancia para administrar la pauperización económica de los sectores populares.

El empleo no es sólo un problema argentino: siempre fue un problema latinoamericano y ahora es también un problema de los países desarrollados. El modelo de desarrollo económico fordista basado en grandes organizaciones que estructuraban jerarquías ocupacionales relativamente homogéneas, con mercados de trabajo operando en niveles de cuasi empleo pleno durante períodos largos, generaba trayectorias laborales estables y continuas sobre las cuales a lo largo del tiempo se fueron estableciendo sistemas de seguros sociales que permitían proteger los ingresos de las familias trabajadoras. El problema de los países latinoamericanos fue que este modelo nunca se desarrolló en plenitud y convivieron sectores fordistas (modernos) con sectores informales de baja escala y poca productividad. Argentina, sin embargo, favorecida por una demografía y un temprano desarrollo agroindustrial, integrada al mundo primero y convenientemente protegida luego, pudo a lo largo del siglo XX conformar un modelo socio-laboral más parecido al de los países desarrollados que al de los latinoamericanos. Este proceso se agotó a mediados de los ‘70 y desde entonces nunca más se pudo recorrer un camino sustentable.

Actualmente el problema del empleo es también un tema central en los países desarrollados.

Actualmente el problema del empleo es también un tema central en los países desarrollados. El cambio tecnológico y la integración global de la producción reconfiguraron la organización industrial, desarticulando a las grandes organizaciones fordistas en redes de empresas jurídicamente diferenciadas que tienden hacia la contractualización de las relaciones laborales. Este proceso provocó la desindustrialización de la estructura ocupacional, por el reemplazo de los empleos industriales por empleos en los servicios, la emergencia de formas de relación laboral inestables o temporarias y la creciente segmentación del empleo asalariado. El gran sociólogo francés Robert Castel definió esta cuestión como la “crisis de la sociedad salarial”, en la cual se redefine el mapa de los riesgos sociales y los viejos sistemas de protección social pierden eficacia. El modelo de integración social por la vía del empleo asalariado, regulado y protegido no queda completamente anulado, pero su capacidad de construir vínculos sociales sólidos a lo largo de toda la estructura social se debilita y emergen segmentos poblacionales “desafiliados” del conjunto social. La cuestión del empleo es una cuestión global. 

El desarrollo capitalista desde la perspectiva de los países centrales es un proceso dinámico motorizado cada vez más por inversiones intensivas en capital en sectores económicos en los cuales el trabajo demandado es cada vez más calificado, menos estandarizado y sus requerimientos son cambiantes y obligan a la formación permanente de talentos. Alrededor de los sectores económicos que traccionan al desarrollo capitalista se constituye la economía de los servicios, en donde se genera la mayor cantidad de los empleos y donde aún se siguen demandando empleos que requieren menos calificación. Sin embargo, el ensamble entre ambos espacios del mercado de trabajo no es evidente ni necesariamente virtuoso. El “derrame” de riqueza entre un mundo del trabajo y el otro no se resuelve en el ámbito de las negociaciones colectivas entre sindicatos y empresas. Hacen falta políticas públicas que reorganicen las regulaciones laborales para evitar que se cristalicen las posiciones de desventaja en el mercado de trabajo y que las personas a lo largo de su trayectoria laboral puedan progresar en las jerarquías ocupacionales desde las posiciones más precarias y peor remuneradas hacia las posiciones más estables y mejor remuneradas.

En los países desarrollados son cada vez más las políticas de incentivos económicos para que las personas se formen de manera continua, al mismo tiempo que se buscan esquemas de regulación más flexibles de la gestión de la fuerza de trabajo. En este sentido, en el capitalismo contemporáneo la inversión ya no es una condición necesaria y suficiente para dinamizar el mercado de trabajo: sigue siendo necesaria, pero ya no suficiente. Requiere de políticas públicas que articulen los diferentes mundos del trabajo y que permitan igualdad de oportunidades en el acceso a los empleos de calidad.

2. Los tutelados

En nuestro país, el debate académico y político sobre esta cuestión se remonta a los ‘90, con la crisis sociolaboral de aquella época cuando, como una manera de contener la protesta social que emergía, se estableció en 1994 el primer programa de empleo: el plan Trabajar. Si bien los problemas del mercado de trabajo en la Argentina habían comenzado a manifestarse durante el primer largo período de estancamiento económico (1975-1991), el emergente de aquel fenómeno no fue tanto la tasa de desocupación abierta sino el empleo “en negro”: empleos asalariados sin registrar en la seguridad social. En cambio, en los ‘90 ocurre un ciclo largo de crecimiento económico (1991-1998) que, sin embargo, profundiza los problemas laborales de la población, acompañando la informalidad heredada con, ahora sí, altos índices de desocupación. En este contexto se derrumbaron los ingresos laborales de los trabajadores informales y se generó un grave cuadro social que contrastaba con la opulencia económica que experimentaban los trabajadores formales y calificados. Por lo tanto, aquellos primeros planes no fueron solamente hijos de la desocupación, sino también de la pauperización de los empleos informales que ya no actuaba como un refugio ante la crisis del empleo formal.   

Las causas de este fenómeno en los ‘90 han sido ampliamente discutidas. El ajuste estructural del complejo industrial estatal, la incorporación de las empresas argentinas a las cadenas globales de valor y el régimen macroeconómico de la convertibilidad fueron un set de políticas que favorecieron el cambio de la estructura productiva y redujeron las oportunidades de los sectores menos calificados de acceder a los empleos formales. En los sectores populares, el modelo de hogar con jefatura de “un solo proveedor” (papá y varón) entró en crisis, impulsando la participación laboral de las mujeres de los hogares menos calificados como un mecanismo para compensar los ingresos familiares.

Este proceso terminó por sobre-ofertar trabajo informal en un contexto en el cual el crecimiento económico no derramaba sobre el conjunto de los sectores económicos. La segmentación del mercado de trabajo fue la consecuencia de la transformación de la estructura productiva, y como respuesta al problema sociolaboral de los sectores populares se establecen los primeros planes de empleo, que para 1997 alcanzarían el récord de la década, con 700.000 planes activos. Por aquel entonces se suponía que tanto el problema laboral –como los planes como respuesta– eran un fenómeno coyuntural que se resolvería cuando la economía reformada tuviera nuevamente capacidad para generar nuevos puestos de trabajo.

Con la crisis de la convertibilidad, los planes llegarían a 2,5 millones de personas y se convertirían en el programa de transferencias monetarias directas más amplio de la historia del país y de la región.

Con la crisis de la convertibilidad, los planes llegarían a 2,5 millones de personas y se convertirían en el programa de transferencias monetarias directas más amplio de la historia del país y de la región. El plan Jefas y Jefes de Hogar, lanzado en 2002, subsumió los planes existentes y se ofreció a toda las personas a cargo de familias sin trabajo formal y disponibles para realizar algún tipo de contraprestación laboral. El esquema preveía que fueran los municipios y las “organizaciones de la sociedad civil” las encargadas de organizar las contraprestaciones laborales de los beneficiarios. En el marco de las movilizaciones piqueteras y de la crisis laboral más grande de nuestra historia, cientos de miles de esos planes fueron gestionados a través de las organizaciones piqueteras, que se constituyeron en un nuevo actor principal en la gestión y control de la política social.

Desde un comienzo los planes de empleo plantearon varios dilemas y algunas sorpresas a los hacedores de políticas públicas. Por un lado, la figura teórica del jefe de hogar desocupado para quien se había formulado la medida había sido un varón. Sin embargo, las personas que se registraban para percibir los planes eran mujeres, mayormente de edad mediana, madres de menores en edad escolar. En segundo lugar, la gestión y organización de las contraprestaciones laborales planteó desde el comienzo todo tipo de dilemas y paradojas sobre en qué medida las tareas laborales exigidas implicaban alguna forma de trabajo ya regulada y si por lo tanto suponían una precarización. También se planteaba el dilema sobre quién o quiénes controlaban las contraprestaciones y qué tipo de bienes o servicios se producían por medio de ellas: quiénes eran los “patrones” de los beneficiarios de los planes y cuánto “valor” se generaba con esta suerte de trabajo “forzoso” al cual se sometía a los beneficiarios de los planes. Dicho de otro modo, la contraprestación laboral obligatoria implicaba una forma moderna de “tutela”, que contradice el espíritu de la “libertad de trabajo” de la modernidad liberal, porque empodera a quienes controlan la asignación de los planes y sojuzgan a quienes los perciben a partir de decisiones políticas y administrativas sobre las cuales los beneficiarios son sujetos pasivos sin derecho alguno.

Desde el punto de vista práctico, el cumplimiento de las contraprestaciones laborales también provocó múltiples problemas. Si las tareas eran en el ámbito del Estado, chocaban con las tareas de los empleados públicos y con sus estatutos de trabajo. La participación de las mujeres en el trabajo forzado suponía conflictos con las tareas de cuidado instituidas por el patriarcado como régimen de organización social. Por otro lado, siendo que la población beneficiaria se caracterizaba por su baja calificación educativa y laboral, el tipo de tareas laborales que se le podían exigir eran las tareas que se desarrollan como empleos informales, el segmento peor remunerado del mercado de trabajo. En esta dimensión, los planes se convirtieron en una alternativa a los empleos más informales, por lo que el diseño de los planes, en cuanto al monto que pagan y el tiempo que demandan, supone también fricciones con el desarrollo de la informalidad laboral como estrategia de supervivencia. En los hechos, si los planes fuesen universales y generosos desplazarían al empleo informal, pero como no son ni una cosa ni otra, implican una alternativa que sólo está disponible para algunos, cuya preferencia por el plan a la informalidad depende de cuánto se valore la estabilidad que da el plan ante la inestabilidad de la informalidad y del acceso que se tenga a los que los reparten.

3. El camino universal

Todas estas cuestiones estuvieron planteadas desde el comienzo y nunca pudieron ser resueltas. La racionalidad en la asignación de los planes se resolvió por la lógica de los “cupos” otorgados a organizaciones sociales o intendentes. El cumplimiento efectivo de las contraprestaciones laborales se terminó moldeando según quién gestionara los planes: tareas de bacheo y de construcción en los municipios, trabajos comunitarios diversos, alguna producción autogestionada por las organizaciones sociales de baja calificación, todo de baja productividad y sin un “comprador” genuino de esas tareas en la otra punta.

Sin embargo, en los hogares de los sectores populares marginalizados, los planes rápidamente remodelaron la división familiar del trabajo: los varones se mantuvieron deambulando en el segmento informal del mercado de trabajo mientras las mujeres se volcaban masivamente a los planes, mucho más seguros y estables que los malos trabajos a los que podían aspirar en el sector informal de la economía. 

La recuperación económica que comienza a mediados de 2002 y que se va extender hasta 2011 trae algo de alivio a la situación socio-laboral de la población. El derrumbe del salario real medido en dólares motorizó la posibilidad de sustituir importaciones y generó millones de empleos de baja calificación. Por otro lado, el gobierno nacional creó el antecedente a la Asignación Universal por Hijo, el denominado Plan Familias, por medio del cual se le otorgaba un beneficio equivalente a todas las mujeres con menores a cargo que se encontraban dentro del plan Jefes y Jefas de Hogar, sin que tengan que cumplir ningún tipo de contraprestación laboral (a cambio se van a solicitar los certificados de escolaridad y vacunación de los hijos). El mayor dinamismo del empleo y el Plan Familias terminaron licuando el plan Jefes y Jefas y dejaron un conjunto mucho más limitado, de menos de 500.000 beneficiarios, que fueron repartidos en planes de capacitación y formación para el trabajo sin una contraprestación laboral específica. En este contexto, durante algún tiempo se volvió a la creencia noventista de que el problema de los planes se resolvía “por la economía”.

Durante algún tiempo se volvió a la creencia noventista de que el problema de los planes se resolvía “por la economía”.

A partir de 2008 la creación de empleos nuevos se ralentizó y desde 2011 la economía argentina ingresó en un nuevo ciclo largo de estancamiento económico, en el que aún nos encontramos. A partir de esta situación, en 2009 la política de planes de empleo volvió a recuperar centralidad con la creación de un nuevo programa, denominado “Programa de Ingreso Social con Trabajo”, más conocido como Argentina Trabaja. El programa introdujo una innovación sustantiva sobre cómo organizar las contraprestaciones laborales: ya no iban a estar más basadas en la asignación individual de tareas laborales sino en la conformación de “cooperativas de beneficiarios”, a quienes se les asignaba una nueva categoría de la seguridad social, el monotributo social, y cuya razón productiva se establecía a partir de necesidades sociales o materiales identificadas por los municipios o los movimientos sociales. Desde esta perspectiva es que cobró impulso la noción de “economía popular”, una especie de economía informal y de subsistencia, la que a partir de la asistencia estatal se propone algún tipo de articulación con la economía formal que le otorgue sustentabilidad y autonomía económica en el mediano plazo.

Este cambio fue un reconocimiento explícito de las dificultades para insertar a los beneficiarios de los planes en el empleo asalariado formal o en alguna forma de autoempleo independiente. Las cooperativas de la economía popular no tienen una forma jurídica específica, los miembros que las integran deben estar registrados como monotributistas sociales, pero no hay demasiada claridad sobre cómo son las relaciones entre ellos y el proceso productivo. En muchos casos, “las cooperativas” existen sólo en un expediente administrativo y son usadas para financiar organizaciones políticas.

En muchos casos, “las cooperativas” existen sólo en un expediente administrativo y son usadas para financiar organizaciones políticas.

En algunos otros casos, se encubren relaciones laborales asalariadas informales con micropatrones desconocidos. En cualquier caso, los planes sociales que financian y a partir de los cuales se estructura la economía popular, cristalizan un segmento de la economía informal tutelado por organizaciones sociales que se proponen consolidar esta forma de producción y ya no se piensan a sí mismas como una solución transitoria hasta que el empleo asalariado privado recupere dinamismo. En el mejor de los casos, se podría aspirar a que las “cooperativas asistidas” se transformen en cooperativas de trabajo autónomas o en microempresas formales. No queda claro, sin embargo, que ésta sea la prioridad de quienes se asumen como sus representantes.

Este modelo fue continuado por la gestión de Mauricio Macri, que amplió el universo de los planes con la creación del Salario Social Complementario, con el objetivo de separar los planes de empleo (rebautizados como Hacemos Futuro, cuyo objeto era formar y capacitar a los beneficiarios) de aquellas personas que, en el marco de este nuevo programa, se encuadraban específicamente en cooperativas de la economía popular. A comienzos de la gestión del presidente Fernández, con Daniel Arroyo a cargo del Ministerio de Desarrollo Social, se unificaron todos los programas y planes de empleo en un único esquema de gestión institucional en el ámbito del Ministerio: el programa Potenciar Trabajo.

4. Cómo reformular el sistema

A lo largo de todos estos años, la cantidad de beneficiarios ha sido fluctuante: desde el medio millón aproximado que había en 2010 al millón de personas que hay actualmente. Desde 2011 la cantidad de beneficiarios ha sido siempre creciente. Estos planes de empleo se complementan con un sistema creciente de políticas sociales denominadas “no contributivas” (porque no son seguros sociales financiados con aportes retenidos a los asalariados declarados), que transfieren ingresos monetarios a los hogares económicamente más vulnerables, en los cuales no hay personas ocupadas en empleos formales. Dentro de este conjunto de programas se encuentran las asignaciones familiares no contributivas (AUH), establecida en 2010; las jubilaciones originadas en las moratorias varias que hay desde 2006; la pensión universal para adultos mayores (PUAM), aprobada por ley en 2016; las pensiones por discapacidad que, si bien existen desde hace mucho, se extendieron exponencialmente desde 2003; el plan “Progresar”, que opera como una beca de estudios para jóvenes enrolados en procesos educativos acreditados; y, recientemente, el programa alimentario “Tarjeta Alimentar”.

Esta red de planes y transferencias constituye un sistema de protección de los ingresos de los hogares más pobres que, si no estuviera disponible, dispararía los índices de pobreza y, sobre todo, la indigencia. El presupuesto comprometido entre todos estos programas equivale aproximadamente a 5 puntos del PBI, entre los cuales los planes con contraprestación laboral representan aproximadamente un tercio de ese total. Es mucha plata, pero no es toda la plata del gasto público (45% del PBI) ni es toda la plata del gasto social. El sistema de jubilaciones y pensiones exige el 10% del PBI y los subsidios a la energía y el transporte pronto serán similares a lo que se gasta en la política social no contributiva y los planes. Sin embargo, la pobreza por ingresos no ha dejado de crecer a lo largo de estos años, ni tampoco han mejorado las condiciones de empleabilidad de los sectores menos calificados de la fuerza de trabajo.

Tampoco es obvio que una economía en crecimiento generará por sí sola empleos formales suficientes para integrar al trabajo genuino a quienes hoy son beneficiarios de los planes de empleo.

Es evidente que este sistema debe ser reformulado, en el contexto de una economía que vuelva a crecer y dentro de una reforma mucho más amplia del régimen de trabajo en nuestro país. Si la economía no crece, no hay manera de que se genere “empleo genuino”, pero tampoco es obvio que una economía en crecimiento generará por sí sola empleos formales suficientes para integrar al trabajo genuino a quienes hoy son beneficiarios de los planes de empleo. Para crecer, la economía necesita inversiones, las cuales a su vez están determinadas por un conjunto de condiciones que hacen a su rentabilidad y su estabilidad en el tiempo. Entre esas condiciones, la cuestión del régimen del trabajo asalariado es crucial, sobre todo para los sectores económicos intensivos en mano de obra de baja calificación, cuya integración al proceso de crecimiento económico tampoco es obvia ni está dada de antemano.

Un proceso de crecimiento económico inclusivo en términos de empleo exige una fuerza de trabajo calificada, igualdad de oportunidades en el acceso al empleo y relaciones laborales flexibles que se adapten al dinamismo que impone el capitalismo globalizado. Nuestro país necesita mejorar la calidad de su sistema educativo formal y no formal, incentivar a los jóvenes a que completen los estudios secundarios y articular los programas de formación con las necesidades productivas. A su vez, las empresas se tienen que involucrar en la inversión de capital humano, ofreciendo más posibilidades de capacitación y desarrollo a su personal.

El sistema de protección social también debe ser reformulado. La entrada y la salida del empleo no puede suponer la pérdida de todos los derechos a la seguridad social ni se puede dejar al arbitrio de las partes la compensación indemnizatoria al despido. Las indemnizaciones fueron diseñadas para compensar a los trabajadores cuando la gran empresa fordista reestructuraba su organización industrial. Nunca fue un buen sistema para las empresas pequeñas y medianas, porque implica riesgos patrimoniales insostenibles para los empleadores en los momentos de malaria económica. Hace rato que se deberían haber reemplazado por un seguro de desempleo público, amplio y generoso, que sostenga los ingresos del trabajador despedido durante un período de tiempo razonable.

Además, se necesita simplificar las cargas laborales que pagan las empresas y los trabajadores.

Además, se necesita simplificar las cargas laborales que pagan las empresas y los trabajadores. La nómina salarial no puede ser la única fuente de financiamiento de la protección social. En los hechos no lo es, ya que siempre hay algún componente de subsidios (sobre todo en el sistema previsional), pero sigue siendo determinante para el acceso a los beneficios de la seguridad social. En el mismo sentido, hay que subsidiar a los salarios más bajos para reducir la brecha salarial entre los segmentos de formales e informales de la estructura ocupacional. Mecanismos como el impuesto negativo a la renta, que muchos países desarrollados implementan, debería ser la contraparte del impuesto a los ingresos, el cual debe ser mucho más extendido y progresivo que el que existe actualmente. Un modelo de protección social compatible con relaciones de trabajo más flexibles supone mucho más de impuestos directos sobre la renta y los ingresos que sobre la nómina salarial de las empresas y mucho más de derechos sociales universales que laborales.  

Las condiciones de empleabilidad también suponen liberar tiempo para la formación y el trabajo a las mujeres que realizan las tareas de cuidado. La paradoja de esta situación es que la desfamiliarización del cuidado supone su mercantilización y/o su estatización. En cualquier caso, supone generar empleos en la industria del cuidado, los cuales del mismo modo que el resto de los empleos en los servicios personales, no se van a poder encuadrar de manera formal en el régimen laboral vigente. Un programa de reformas de esta escala supone en simultáneo discutir el régimen del trabajo, el sistema tributario y el modelo de protección social para salir de la segmentación actual.

Existen varias maneras de pensar una estrategia reformista de estas características. Desde mi perspectiva personal, la mejor forma es considerar seriamente la propuesta de ingreso básico universal, integrado a partir de un sistema tributario que incluya a todas las personas mayores de edad. La universalización de un mínimo no imponible a partir del cual algunos serán “beneficiarios” netos y otros serán “contribuyentes” netos, según sus ingresos y el “ciclo de la vida” en que se encuentren. Al fin y al cabo, el principal mecanismo distributivo de la política social formal es desde nosotros cuando somos activos laboralmente hacia nosotros cuando se nos retira de la fuerza de trabajo. Una política social para todos supone integrar a este mecanismo también a los informales.

De continuar la situación actual –planes de empleo tutelados por las organizaciones sociales–, se va en camino de profundizar la segregación social.

De continuar la situación actual –planes de empleo tutelados por las organizaciones sociales–, se va en camino de profundizar la segregación social. La idea que subyace en este modelo es la de universalizar un “salario”, con las implicancias que tiene fabricar artificialmente una relación salarial y productiva desde el Estado, pero tercerizando su gestión en organizaciones sociales, subsidiando a la economía informal y a sus patrones y subordinando a los trabajadores informales a las tutelas laborales que regentean los referentes de las organizaciones. La tesis del “empleo garantizado” o de “salario universal” no es muy distinta a lo que ya fracasó en los modelos colectivistas construidos por el stalinismo en el siglo XX o las corporaciones de trabajo del medioevo en las que se inspiran los pensamientos eclesiásticos sobre el trabajo, nostálgicos de la organización social premoderna.

El capitalismo sobrevive gracias a su espíritu schumpeteriano. Sin embargo, el dinamismo que implica la “destrucción creativa” es cruel con los trabajadores que sin seguridades económicas son impotentes para controlar sus destinos. Karl Polanyi (1944) explicó bien esta situación con la metáfora del “molino diabólico” que atraía a los trabajadores hacia su centro y luego los revoleaba hacia la intemperie social. También entendió Tomas H. Marshall (1950) que sin las bases materiales sólidas no hay derechos civiles y políticos que le den viabilidad social a las democracias liberales. La ciudadanía social es la base de las democracias liberales modernas. Del mismo modo que en la era fordista del capitalismo el seguro social contributivo permitió administrar las tensiones entre capitalismo y democracia, el ingreso básico universal tiene que ser la referencia para poder diseñar una estrategia reformista adecuada a los tiempos actuales. Capitalismo schumpeteriano, democracia de masas y progresividad fiscal son los pilares que permiten articular una sociedad abierta en la que cada uno encuentre su destino hacia el progreso. El ingreso básico universal es el único mecanismo que permite articular este programa.

 

 

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Daniel Nieto

Economista (UBA). Subsecretario de Desarrollo Inclusivo en el Ministerio de Desarrollo Económico y Producción (GCBA). Ex presidente de la FUA. Especialista en Políticas Sociales (London School of Economics).

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