La opinión pública llegó al final de esta campaña con un humor de perros, convencida de que había sido la peor campaña de la historia, o una de las peores, asqueada de haberle dedicado tanto tiempo a hablar de sexo o de porros o del culo de Cinthia Fernández bailando frente al Congreso. En las últimas semanas ha habido amargas quejas sobre la falta de calidad del debate –¡dónde están las propuestas!– y sobre la supuesta falta de conexión entre los candidatos y el sufrimiento de la gente, que la está pasando muy mal. Esto se vio en las redes y también en los medios, donde muchos analistas emitieron durísimos veredictos sobre la clase política argentina. ¿Tienen razón los comentaristas? ¿Acabamos de sufrir la peor campaña de nuestra historia?
No y no.
En los párrafos que siguen voy a tratar de justificar estas respuestas, dividiéndolos en dos partes. Primero voy a hablar sobre esta campaña, sobre por qué creo que se equivocan sus críticos y sobre las dificultades para hacer campaña en el ecosistema político y de comunicación de hoy. Y después voy a intentar hacer un diagnóstico sobre la bipolaridad de una parte del periodismo, que por la mañana eufórico le daba manija al garchar de Victoria Tolosa Paz y por la noche se deprimía porque habíamos estado todo el día hablando de garchar.
1. Una campaña como cualquier otra
Tanto en las redes sociales como en los comentarios de los medios, el veredicto es lapidario: la campaña que terminó el jueves es la peor de la historia, o por lo menos una de las peores que se recuerden. Se argumenta superficialidad, venalidad, obsesión por pavadas: excesos de gestos, falta de sustancia. “Frases provocadoras vacías de sustancia”, como dice un newsletter de La Nación que recibí hace un rato.
Más allá de si estos diagnósticos son ciertos o no (y creo que no lo son), lo primero que quiero decir es que a todas las campañas les llega el momento de ser juzgadas como superficiales o marketineras: en cualquier campaña electoral argentina hay una fase en la que los columnistas o los políticos que no son candidatos se quejan por el exceso de peleas y la falta de propuestas. Siempre fue así y seguirá siendo así. Es una ley de la vida política, incluso si mi experiencia como redactor de propuestas de dos campañas presidenciales muestra que después, cuando esas propuestas aparecen, los medios les dedican como mucho media hora o media página y enseguida pasan a la controversia siguiente. Cuando trabajé en campañas me costaba mucho venderles a los periodistas que las cubrían notas sobre las propuestas (o sobre política pública en general). Salvo excepciones, estaban más interesados en un off the record que alimentara una interna que en entender los detalles de un plan energético o una reforma de los planes sociales. No me quejo, insisto, son las reglas del juego. Pero mi impresión es que cuando el periodismo reclama “propuestas” en realidad está verbalizando una insatisfacción más general, que no es necesariamente sobre la supuesta falta de propuestas o de ideas sobre políticas públicas. Quizás, arriesgo, sea una manera bastante gratis de decir algo que parece profundo. De lo que sí estoy seguro es de que en la próxima campaña se volverá a reclamar por falta de propuestas concretas, que a su vez pasarán inadvertidas cuando los partidos las presenten. Y en la siguiente también.
Tampoco comparto esta idea instalada de que sólo se habló de gestos o pavadas.
Una razón por la cual creo que exageran los críticos de esta campaña es que están pasando por encima que, de los cuatro formatos de campaña de nuestro sistema político (PASO y generales para legislativas, PASO y generales para presidenciales), este que terminó el jueves es el formato en el que hay menos cosas en juego: no se eligen ni candidatos a presidente ni la composición definitiva del Congreso. Por eso es injusto compararla, como he visto en estos días, con los grandes éxitos de las campañas del pasado. Hace poco vi en LN+ a un grupo de panelistas recordando el saludo de Raúl Alfonsín en 1983 y lamentando, por sus diferencias, la situación actual. Algo parecido hizo, también con una referencia a Alfonsín, el periodista rosarino Mauricio Maronna, que tuiteó: “Termina la peor campaña de la historia. De leer el preámbulo a estas banalidades”. Estas comparaciones omiten la diferencia entre la importancia real entre ambas campañas y, por otra parte, muestran un sesgo habitual, en el que caemos todos, que es confrontar lo mejor del pasado con lo peor del presente. De las campañas zonzas o papeloneras del pasado nadie se acuerda: en esa pelea siempre pierde el presente.
Por otra parte, tampoco comparto esta idea instalada de que sólo se habló de gestos o pavadas. Martín Tetaz arrancó su campaña con una propuesta para reformar la Carta Orgánica del Banco Central, un tema tabú hasta hace cinco minutos que es la raíz de nuestros problemas macroeconómicos. María Eugenia Vidal se comprometió a proponer la derogación de la Ley de Alquileres y su respuesta sobre la legalización de la marihuana generó varios días de argumentaciones y posicionamientos sobre un tema muy importante. Varios candidatos opositores cerraron la campaña hablando de modernizar la legislación laboral, casi siempre citando la propuesta concreta de ampliar a otros sectores el régimen de los albañiles de la UOCRA, que cada mes hacen un pequeño aporte a un fondo para cuando se quedan sin trabajo. También hubo durante varios días un debate un poco chicanero pero concreto sobre la responsabilidad de la deuda pública. Era un tema del que se hablaba poco y que tuvo bastante rating, curiosamente en el medio de una campaña, con participaciones tanto del oficialismo como de la oposición. Hay más ejemplos, pero creo que con esto alcanza para poner en duda el diagnóstico de que los candidatos sólo hablaron de temas poco importantes.
Igual, lo más importante que quiero decir para ponerle un marco a esta discusión es lo siguiente: se ha vuelto casi imposible hacer campañas y lo que algunos llaman “campañas” es en realidad una conversación mucho más amplia, de la que también participan los medios y los usuarios de redes sociales, bastante fuera del control de los estrategas partidarios. En estas campañas-conversaciones a veces es más popular un meme inventado por un militante anónimo, viralizado por las redes y en grupos de Whatsapp, que un spot de campaña cuidadosamente planificado. En el teléfono del votante individual ocupan el mismo espacio el meme y el spot, a pesar de que el primero costó cero pesos y el segundo varios millones. ¿Cómo hace una campaña para llamar la atención y ordenar estos mensajes? Cada vez tiene menos autoridad, porque los emisores se multiplican al infinito y lo que deciden sobre qué es importante es difícil de planificar o pronosticar. Puesto así, el escenario para las campañas es terrible: vivimos en un ruido blanco de mensajes que se retroalimentan entre las redes y los medios sin que los políticos puedan apenas meter su cuchara. Así pensaba yo hasta hace un par de meses: creía que era imposible hacer una campaña de ningún tipo y que en el fondo las cuestiones estructurales de cada elección (formación de alianzas, elección de candidatos, situación económica) eran lo único que importaba.
Cuando estaba en este estado de perplejidad me llamó una periodista para preguntarme por la influencia que iban a tener las redes sociales en la elección, dado que “las fuerzas políticas invierten cada vez más en posicionarse mejor en las redes”. Mi respuesta fue algo así como que hablar de hacer campaña en redes sociales, aunque siga sonando novedoso, ya es una antigüedad, porque sigue suponiendo un modelo vertical de emisor y receptor. Las campañas digitales están cada vez más descentralizadas, le dije a la periodista: nadie controla nada, nadie confía en ninguna figura de autoridad o institucional. Era mi peor momento de escepticismo.
Sólo logrando aprovechar (y dejándose alimentar por) la energía que viene de abajo, una campaña podrá ser verdaderamente potente.
En las últimas semanas por suerte encontré un atajo a este fatalismo, que es el siguiente: las campañas todavía pueden encontrar la manera de movilizar esa energía caótica en su favor. Para eso se deben cumplir dos condiciones: 1) que el candidato y la campaña tengan muy nítidos su identidad, sus valores y sus objetivos, y 2) que la campaña se transforme en un movimiento social en favor del candidato. Es decir, que la propia gente se sienta la protagonista de la campaña y del cambio que se quiere lograr. En el quilombo actual, la energía de arriba hacia abajo será siempre insuficiente. Sólo logrando aprovechar (y dejándose alimentar por) la energía que viene de abajo, una campaña podrá ser verdaderamente potente.
Dicho esto, sí me permito acá una crítica a las campañas principales de las PASO, a las que vi protagonizadas por políticos y sus mensajes y sus deseos más que por los mensajes y los deseos de sus votantes o militantes. Fue una campaña pensada desde lo vertical –yo te hablo, tú me escuchas– que ignoró o desaprovechó la fuerza latente que estaba ahí. Pero no me pareció mala, me pareció normal. Me gustaron la campaña de López Murphy y los spots del FIT con personajes de series argentinas. En general vi bastante ordenada a la de Juntos por el Cambio (en CABA y PBA, que seguí más de cerca), porque logró acomodarse finalmente alrededor del #Basta y el objetivo de ponerle un freno al Gobierno y al kirchnerismo. Y menos ordenada a la del Frente de Todos, que empezó con una estrategia razonable de querer mirar al futuro (y dejar atrás la peor de la pandemia y la crisis económica), pero fue desobedecida después por sus voceros principales.
2. Garche porro culo
Tres episodios más que ningún otro potenciaron en estas semanas la sensación de que la campaña se estaba perdiendo en papelones y no en debates sustantivos. El primero fue la frase de Tolosa Paz sobre el sexo justicialista (“En el peronismo siempre se garchó”); el segundo, dos días después, fue la respuesta de María Eugenia Vidal a la pregunta sobre si estaba a favor de la legalización de la marihuana (“una cosa es fumarte un porro en Palermo…”); y el tercero, el martes pasado, fue el video de cierre de campaña de Cinthia Fernández en tanga y portaligas frente al Congreso.
Sobre estos episodios se dijeron dos cosas que me parecen incorrectas o por lo menos que merecen una reflexión. Una de las cosas que se dijo es que el protagonismo de estos episodios demuestra el bajo nivel intelectual y cívico de la campaña. Y que los políticos no hablan de los temas que le interesan a la gente. Para mí, en cambio, estos episodios dicen menos sobre las campañas que sobre el mundo en el que vivimos. Las declaraciones de Tolosa Paz y Vidal se transformaron en episodios centrales no por una decisión de sus estrategas, sino porque entre todos decidimos que así fuera. Ambas frases fueron pronunciadas en medio de largas entrevistas en medios menores (Tolosa Paz con Rechimuzzi, Vidal en Filo.News) y sólo iniciaron su trayecto hacia la viralización por recortes que hicieron otros, no sus comandos de campaña. Si durante días estuvimos obsesionados o peleándonos sobre si en el peronismo se garcha (o si el peronismo te garcha) o si la respuesta de Vidal era un papelón (o si, por el contrario, revelaba la tilinguería de militar la marihuana sin conocer la situación en el conurbano), fue por decisión nuestra, de todos los que comentamos, retuiteamos, reenviamos y faveamos esas publicaciones, incluidos, especialmente, los medios online, las radios y los canales de televisión, cuyo megáfono es más potente que el de un usuario individual. Hablamos de garche y porro porque muchos de nosotros tuvimos ganas, no porque malvados duranbarbas anónimos nos obligaron a hacerlo.
Al revés que Tolosa Paz y Vidal, que no eligieron dedicar su penúltima semana de campaña al sexo y al porro, Cinthia Fernández sí apostó por viralizarse a sí misma. Y bien por ella que lo logró.
Lo mismo pasa con Cinthia Fernández, candidata políticamente irrelevante, que si tuvo rating online en estos días no fue por su importancia electoral sino por su condición de celebridad televisiva-botinera y su video provocador, pero difícilmente las estrategias de campaña de Cinthia Fernández puedan decir algo profundo sobre el estado de la discusión política argentina. Al revés que Tolosa Paz y Vidal, que no eligieron dedicar su penúltima semana de campaña al sexo y al porro, Cinthia Fernández sí apostó por viralizarse a sí misma. Y bien por ella que lo logró. Otra vez, si de alguien dice algo el éxito del video tanguero-en-tanga, es de nosotros, no de Cinthia.
Lo segundo que se dijo sobre el combo Tolosa Paz-Vidal es que sus frases habían sido un recurso berreta para seducir a los jóvenes. “Entre el garche de Tolosa y el porro de Vidal, por qué los políticos se desesperan por conquistar el voto joven”, decía un título típico. No sólo era un recurso berreta, se enjuiciaba, también había fracasado: “[Tolosa Paz y Vidal] tropezaron con una fallida estrategia de caza al voto joven”, escribió otro columnista. En televisión vi varios panelistas en la misma onda severa: ay, estos políticos despistados y oportunistas, que se dan cuenta recién ahora de que los jóvenes no les dan bola. Discrepo con los colegas, en parte con los mismos argumentos del párrafo anterior: estoy convencido de que ni Tolosa Paz ni Vidal querían instalar esos temas cuando dijeron lo que dijeron. Además, cualquier campaña que se precie sabe que decir “teta” o “porro” no tiene ninguna relación con el voto joven. Diría más: cualquier campaña que se precie sabe que el voto de los menores de 25 es una entelequia, que depende de tendencias sociales más profundas y que no tiene sentido dedicar demasiada energía a conquistarlo.
Me despido repitiendo lo que creo más importante de lo que intenté decir antes, pero más corto y sin digresiones. Por un lado, no me pareció una campaña ni buena ni mala (la de octubre-noviembre será mejor, porque hay más cosas en juego), pero sí me pareció una campaña donde se vio claramente que la comunicación de los partidos y los candidatos es apenas un frágil esquife (Astérix en Bretaña) que navega indefenso en el mar bravío de la conversación pública de masas. Por otro, que los medios de comunicación, gracias a su nueva velocidad de respuesta, sobre todo la de los medios digitales, son tan responsables como cualquiera de los temas sobre los que hablamos durante una campaña electoral: ya son parte del mar.
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