ELOÍSA BALLIVIAN

Es un correo de lectores más

No traficamos órganos, sino comentarios de nuestros lectores: tenemos sobre ciertos dichos de Javier Milei, sobre el 'fin del progresismo' y sobre algunos demonios.

En su obra más intimista y metafísica —Meditaciones sobre la vida— Robert Nozick dice: “Cuando era más joven me parecía importante tener una opinión sobre todo: eutanasia, legislación sobra salarios mínimos, el ganador del próximo campeonato de la Liga Americana, la culpabilidad o inocencia de Sacco y Vanzetti, la existencia de una verdad sintética necesaria, y así sucesivamente”.

Parecería que el diputado nacional Javier Milei cumpliría con esa pasión juvenil del gran filósofo político norteamericano: sus vapuleadas declaraciones en torno a la compraventa de órganos humanos importarían un ejemplo de cómo ser un “opinante” —término que pido prestado a Nozick en su traducción de la edición española de la obra citada— en medio de candidaturas y precandidaturas agónicas excesivamente anticipadas. En declaraciones radiales, el diputado dijo: “Es un mercado más. Vos podrías pensarlo como un mercado. El problema es por qué todo lo tiene que estar regulando el Estado”, para agregar luego: “Si el liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, y en defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad, mi primera libertad es mi cuerpo. ¿Por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo?”.

Independientemente de la prohibición legal que impide “… toda contraprestación u otro beneficio por la donación de órganos, tejidos o células o intermediación con fines de lucro …” (artículo 40 de la ley 27.447 ), toda vez que tal veda, como cualquier otra impuesta por una ley, es factible de ser eliminada o aligerada en su rigidez, sostendremos en estas líneas que por razones de índole éticas o morales y también económicas (finalmente, it’s the economy, stupid) la existencia de un mercado de órganos humanos sujeto a las reglas de la oferta y la demanda por afuera de toda regulación estatal es, al menos, una cuestión debatible.

El tema no es banal; en una nota al pie en su trabajo Explotación y bioética. Ética individual y regulación jurídica, Eduardo Rivera López señala que a pesar de la prohibición existente en casi todo el mundo, la venta de riñones para trasplante es una realidad en países como Pakistán, India, China, Egipto, Turquía y Filipinas. Solamente en Pakistán se reportan alrededor de 2.000 trasplantes de riñón por año a pacientes provenientes de Europa o América del Norte con esta metodología. Aunque parezca increíble, ya en 1795, es decir a fines del siglo XVIII, Immanuel Kant formuló como imperativo el siguiente: “Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio” (Fundamentación de la metafísica de las costumbres).

Ni el hombre, ni ninguna parte de su cuerpo, son cosas que puedan ser usados como simples medios para el logro de fines; si se le asignare ese carácter, se debería, paralelamente, de alguna manera reconocer implícitamente la validez de uno de los fundamentos de la teoría marxista, el de la alienación del trabajador por el sistema capitalista y su transformación en simple mercancía. En la lectura que de Kant hace el teólogo cristiano Hans Küng en Proyecto de una ética mundial, el hombre deberá ser siempre objetivo, única finalidad y criterio decisivo, contrario sensu del trabajo, la ciencia o la técnica, que siempre son medios para el logro del fin humanista. Y por si la cuestión no hubiere quedado demasiada clara, en La metafísica de las costumbres, publicada dos años mas tarde, Kant sostiene que el primer deber que el hombre tiene para sí mismo es el de la autoconservación de su naturaleza animal; es por ello que rechaza lo que llama suicidio parcial y que describe como “deshacerse de una parte integrante como órgano (mutilarse), por ejemplo dar o vender un diente para implantarlo en la mandíbula de otro”.

En el otro extremo del ring, en defensa de su argumento en favor de tal mercado, el diputado Milei afirmó que “si vos no le comprás el órgano que necesita vender por hambre, entonces se termina muriendo de hambre, así que ni siquiera tiene vida”. El escenario planteado es el de sociedades con grandes índices de pobreza, con deficiencias de justicia distributiva de trasfondo y en las que existirían sujetos que aceptarían ser mutilados a cambio de una remuneración. Se trataría de un mercado imperfecto al cual accederían sólo los integrantes de los sectores más desfavorecidos económicamente (donantes), mientras que los recipiendarios serían los integrantes de sectores que contarían con suficientes recursos, habilitados por ello para comprar el órgano necesitado. Quedarían excluidos de ese mercado quienes necesitaren ser sometidos a trasplantes, pero que no contasen con los recursos necesarios para participar en el mismo; éstos, los menos afortunados, deberían ser atendidos por el Estado en un sistema parecido al actual, es decir, basado en la donación gratuita.

Ahora bien, intuitivamente parecería que, ante la posibilidad de la existencia de un mercado de compra y venta de órganos, las donaciones tenderían a desaparecer: si los órganos se transforman en bienes que puedan ser monetizados, la gratuidad en su provisión tenderá a su baja o extinción; en ese escenario, y en los casos de los menos afortunados económicamente, el Estado debería subsidiar o participar en la compra de órganos destinados a ellos e intervenir también con regulaciones que protejan a los donantes de las transacciones de explotación.

No parecería una solución valiosa que, por las inequidades de fondo de sociedades empobrecidas, los menos favorecidos, con necesidades económicas imperiosas, resolvieren parcialmente sus problemas sometiéndose a mutilaciones, y transformando a su propio cuerpo en un medio para no terminar “muriendo de hambre” (diputado Javier Milei dixit).

De todas formas, en beneficio de esa propuesta, y tal como lo advierte claramente Rivera López en el trabajo citado, si la transacción es la mejor alternativa para el donante menos afortunado, en la medida en que el Estado es, al menos políticamente, responsable de la injusticia de trasfondo en la que vive, es plausible preguntarse si ese mismo Estado tiene autoridad moral para prohibir hipócritamente realizar conductas que no dañan directamente a otros y que fueren beneficiosas para los que asumen el riesgo de un trasplante a favor de un tercero, en el marco de una transacción comercial que no pueda calificarse como explotadora. En definitiva, ésta, como todas las cuestiones que hacen a la esencia del hombre, en las que la verdad absoluta se esconde entre los meandros del lenguaje, de la religión y de la razón, merecen ser discutidas de buena fe y en forma holística.

—Eduardo Tallarico

 

Sobre “El fin del progresismo”, de Hernán Iglesias Illa

Leí con mucho interés el artículo de este domingo pasado de Hernán Iglesias Illa.

Me atrevo, con todo respeto y modestia, a disentir con él, no por su sentimiento progresista, que comparto. Tengo 64 años, mi actividad siempre se relacionó con el mundo de lo privado, pero siempre me interesó la política. Soy afiliado radical y fui un fervoroso alfonsinista de la primera hora.

Aunque sea una simplificación, estoy convencido de que muchos progresistas del pasado, al quedarse sin partido (el ostracismo socialista argentino y la debacle radical del 2001), se tomaron el “primer tren” que hablara con discurso (o relato) progre, siendo su líder actual (ya fallecido) a las claras peronista, sostenedor de Menem y Cavallo, y un caudillo despótico enriquecido.

Hay cuestiones muy difíciles de encuadrar desde lo ideológico y creo que se vinculan mas con situaciones personales relacionadas con la frustración de un pasado que no fue y la incapacidad de reformular nobles ideas, adaptadas al presente y al nuevo futuro que se desea construir. Todo esto último junto a una nula creencia desde siempre en la democracia liberal republicana. Nadie que se llame “progresista” puede seguir apoyando al régimen cubano o al venezolano a esta altura del mundo.

Es verdad que en todo el planeta se están viviendo momentos difíciles para la moderación (primer requisito para ser progresista), pero en Peronia esto está claro desde hace décadas.

Me encanta el semanario y felicito a todos sus articulistas, a quienes leo con atención. ¡Mi total apoyo!

—Gustavo Jungblut

 

 

Sobre “El fin del progresismo”, de Hernán Iglesias Illa, y “La teoría del demonio y medio”, de Juan Villegas

Tengo dos comentarios. Uno a la nota de Hernán sobre el progresismo: creo que es demasiado suave con los autodenominados progresistas, que en realidad militan el atraso usando una fraseología rimbombante pero falsa. Recuerdo un notable y breve libro sobre el tema que creo realiza un enfoque más realista y crítico: La traición progresista, de Alejo Schapire.

El otro es a la nota sobre los derechos humanos, “La teoría del demonio y medio”. Yo viví esos terribles años militando en el viejo PST. Si bien no pueden compararse la magnitud de los crímenes, porque de un lado estaba la dictadura dueña del poder represivo del Estado y del otro grupos armados de algunos miles de combatientes, me parece que no se marca suficientemente que el objetivo de la guerrilla era la toma del poder y “construir el socialismo”, lo que significaba eliminar físicamente a todo opositor, que algunos calculaban en millones. Con esto quiero decir que el grado de locura asesina no era muy distinto en ninguno de los bandos, lo que más los distinguía era el poder de fuego.

—Miguel Francisco Orell

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