IGNACIO LEDESMA
Domingo

Elecciones (II):
el peronismo todo junto

Unidos, jamás iban a ser vencidos. Pero lo fueron. Imágenes y representaciones, ladridos y posibilismo. ¡Piú avanti!

Martín Tetaz | diputado nacional electo (CABA) | @martintetaz

Cuando me sumé a la política activa, hace prácticamente cinco meses, la expectativa de máxima era poder sacar 50% en la Ciudad de Buenos Aires y la expectativa de ganar la provincia de Buenos Aires era una utopía, incluso hasta pocos días antes de las PASO. Recuerdo el acto de cierre antes de las PASO, conversando con el resto de los candidatos: creo que era el único que estaba entusiasmado con la posibilidad de ganar la provincia. Incluso gente con mucha experiencia en ese distrito me decía que era imposible ganarle al peronismo todo junto. Y le ganamos al peronismo todo junto.

Después también pensé que iban a achicar la diferencia, porque iban a poner toda la carne en el asador y porque objetivamente había votado menos gente en distritos que son favorables para ellos. Por ejemplo, en la tercera sección electoral era esperable que, con una mayor concurrencia, mejoraran la elección. Incluso era esperable que pudieran remontar y ganar, pero no les alcanzó. Y ganamos la provincia de Buenos Aires.

El peronismo hizo la peor elección de su historia: nunca el peronismo unido –cuando sumamos todas las vertientes del peronismo– sacó menos votos que los que sacó ahora y tampoco en la provincia de Buenos Aires. Es la peor elección de la historia del peronismo también en la provincia de Buenos Aires, con lo cual el balance es muy positivo. De mantenerse estos resultados –las elecciones luego se provincializan en algunos casos y se desdoblan–, las diferencias son tan brutales en Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba, que todo hace pensar que podemos recuperar esas provincias. Incluso la diferencia sacada en La Pampa, por ejemplo, nos hace soñar con La Pampa también. Y algunas provincias del sur también podrían estar a tiro de ser ganadas. Entonces, el panorama es realmente alentador.

Cuando Macri llegó a la presidencia tenía 86 diputados. Nosotros estamos discutiendo ahora si quedamos con 116 o con 117. Es una elección extraordinaria.

Hay otro factor fundamental: acabamos de elegir a la mitad de los diputados con los cuales vamos a gobernar a partir de 2023. Cuando Macri llegó a la presidencia en diciembre de 2015 tenía 86 diputados. Nosotros estamos discutiendo ahora si quedamos con 116 o con 117. Y con seguridad, de tener una buena performance dentro de dos años, vamos a estar arriba de los 120 diputados. Es una elección extraordinaria. Inclusive nos deja mejor esta elección en el Congreso que lo que veníamos a defender. Y defendíamos la elección de 2017, que había sido otra elección extraordinaria. Pero quedamos mejor en Diputados y ampliamente por arriba en el Senado.

Hechas las salvedades por la positiva, yo creo que el peronismo va a ser un rival muy difícil dentro de dos años. Primero, creo que si no explota la interna política entre ellos, la economía va a estar incluso un poco mejor el año que viene. Y eso porque se combina la expectativa del cambio a favor nuestro, que paradójicamente favorece al Gobierno, porque mejora la confianza de la economía hacia adelante. Y en segundo lugar, no se necesita mucho para tener un año mejor que 2021. Solamente con que puedan volver a abrir el transporte, la gastronomía y el turismo, sectores muy golpeados por la pandemia, ya mejora el contexto. La verdad es que la economía va a estar mejor el año que viene.

Al mismo tiempo, el peronismo, presuntamente y razonablemente, va a tratar de trabajar para recuperar la provincia de Buenos Aires, con lo cual yo creo que hay una ola de cambio que va a ser imposible de parar hacia 2023 en el total global. Creo que les vamos a ganar a ellos en 2023, creo que vamos a recuperar Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba y, con alguna posibilidad, podemos tener alguna sorpresa, por ejemplo La Pampa. Pero creo que la provincia de Buenos Aires es muy difícil, es una apuesta muy difícil si no tenemos algún proyecto claro, que tenga que ver con estudiar bien quiénes fueron los que no están yendo a votar y cómo ir a buscarlos. Necesitamos un trabajo territorial mucho más grande porque nos vamos a enfrentar contra un monstruo y va a ser muy difícil de ganar la provincia en un contexto en el que mejore, o se perciba que mejore, la situación del país.

Esto es interesante: nunca hubo en toda la historia política argentina, ni en el peronismo tampoco, una elección presidencial con seis candidatos competitivos en un espacio.

Por último, y porque tampoco se me escapan las tensiones hacia adentro de Juntos por el Cambio: si no nos rompimos en 2019, después de haber perdido, mucho menos nos vamos a romper ahora. Y hay aspiraciones legítimas. Esto es interesante: nunca hubo en toda la historia política argentina, ni en el peronismo tampoco, una elección presidencial con seis candidatos competitivos en un espacio. Nosotros tenemos al menos seis candidatos competitivos –sin contar a los gobernadores– que podrían aspirar legítimamente a una presidencial dentro de las PASO y creo que tenemos que aprovechar esa tecnología, que es la que nos permite dirimir los conflictos a nosotros y agrupar. Seguramente habrá cruces, habrá fórmulas cruzadas, porque el radicalismo va a ser un factor decisivo de desempate o, si persiste la intención de que haya más de una candidatura por el lado del PRO, probablemente el radicalismo, si tiene una sola, tenga chances de coronarse.

Entonces se viene un panorama muy interesante para nosotros, con muchas candidaturas. Nunca hubo tanta potencialidad de candidatos competitivos, y ese es un factor a favor: el peronismo va a tener que empezar a construir de cero un candidato que todavía no tiene.

 

Silvia Lospennato | diputada nacional (PBA) | @slospennato

El domingo pasado dejó dos notas resonantes. La primera, que dos de cada tres argentinos eligieron no acompañar la propuesta del oficialismo: perdieron 5 millones de votos en dos años y desnudaron que esa vocación totalizadora cada día se muestra más alejada e impotente frente a la realidad; y la segunda, y mucho más importante, que Juntos por el Cambio derribó el tercer gran mito del poder peronista y concluyó así un proceso de consolidación política en tres tiempos.

En 2015, contra todos los pronósticos y luego de tres décadas de gobiernos justicialistas, ganó la provincia de Buenos Aires en un triunfo que sin dudas fue clave, no sólo para llegar al balotaje sino para ganarlo (no olvidemos que el principal anclaje del tercero en discordia era la provincia de Buenos Aires y captar ese voto fue decisivo para ganar la presidencia por un estrechísimo margen). En diciembre de 2019, cuando el presidente Mauricio Macri entregó en el Congreso los atributos de mando, se cayó el segundo mito: había que remontarse casi un siglo para que un presidente no peronista lograra concluir su mandato. Y hace apenas siete días, en el 2021, se derribó el tercer gran mito: el peronismo unido ya no es invencible.

En el camino aprendimos que para derribar esos mitos era imprescindible hacer algo diferente a lo que se había ensayado antes.

Hace apenas siete días se derribó el tercer gran mito: el peronismo unido ya no es invencible.

En primer lugar, para enfrentarlos fue necesario crear una gran alianza en la que convivan los partidos que representan a las clases medias y las clases medias trabajadoras (una definición laxa para incluir a las personas que independientemente de su situación socioeconómica tienen o buscan empleo formal o informal, cuentapropista, emprendedores, comerciantes, profesionales, etc.) y a los que aun empobrecidos no se resignan a vivir del Estado como única fuente de ingresos, los que identifican a la educación como un activo disponible para la movilidad social y no están dispuestos a resignarlo. Eso es, entre muchas otras cosas, la identidad social de Juntos por el Cambio.

Aprendimos el valor de preservar la unidad, que se pone a prueba cada día y que en estos años logró formas novedosas de gobernanza, como la mesa nacional entre los partidos y la mesa del interbloque al interior de las cámaras legislativas.

Y, finalmente, aprendimos a usar en nuestro favor las herramientas disponibles para dirimir liderazgos a través de las PASO.

El contundente triunfo por más de ocho puntos a nivel nacional, ganando en seis de las ocho provincias que elegían senadores y en la estratégica y “madre de todas las batallas” provincia de Buenos Aires, demuestra que esta construcción, si bien requiere de un esfuerzo extraordinario de diálogo, búsqueda de acuerdos y formas de dirimir las diferencias internas, es también la mejor herramienta que tiene nuestra sociedad para empezar a desandar décadas de frustración y pérdida de movilidad social para la mayoría de los argentinos.

El esfuerzo de ampliar nuestra alianza, si bien debe ser permanente, no debe nunca poner en riesgo lo que hasta aquí hemos conseguido, y que poco a poco nos consolida como la fuerza política más representativa de nuestro país. Si somos capaces de sostenerla, tal vez podremos, en 2023, seguir rompiendo mitos y ganar en primera vuelta.

Carlos Gervasoni | Profesor de ciencia política (UTDT) | @GervasoniCarlos

La Argentina declina en relación al resto del mundo desde mediados del siglo XX, y con especial intensidad desde 1974. Hasta ese año, nuestro país era todavía relativamente rico e igualitario. Casi medio siglo más tarde es bastante más pobre que Chile, Uruguay o Panamá, y de los muy pocos que no ha logrado doblegar la inflación. Casi sin parangón en el mundo, su tasa de pobreza ha aumentado drásticamente desde los ’70. A pesar de sus obvias potencialidades, de las promesas de la democracia, y de algunos episodios de recuperación, la historia reciente del desarrollo socioeconómico argentino es la de un persistente fracaso.

Buena parte de la explicación yace en una compleja y peculiar economía política nacional. Estilizadamente, en la Argentina convive un sector productivo moderno y dinámico, que agrega valor, exporta y paga impuestos, con otros de paupérrima productividad, que reciben mucho más en subsidios de lo que contribuyen impositivamente, y que no agregan valor ni exportan. Se trata de empresas contratistas del Estado, subsidiadas o monopólicas, de trabajadores que producen poco, nada, o incluso destruyen valor (por ejemplo, los maestros que adoctrinan o los policías que delinquen), y de provincias rentísticas que viven de los abundantes subsidios que reciben vía coparticipación, y que gastan mayormente en empleo público de abismal productividad. Súmense, entre otros, cientos de miles de jubilados de 50 o 55 años y de pensionados por invalidez ilegítimos.

Estilizadamente, en la Argentina convive un sector productivo moderno y dinámico, que agrega valor, exporta y paga impuestos, con otros de paupérrima productividad.

Estos dos sectores difieren de sus pares en otras partes del mundo en dos dimensiones clave. La primera es que, debido a las recurrentes crisis, a la altísima presión impositiva, y a la propensión de nuestro Estado a conceder prebendas y privilegios, el sector productivo se ha achicado, mientras que el improductivo ha crecido desmesuradamente. Hay hoy muchos más votantes que dependen del Estado vía salarios, jubilaciones, pensiones, planes sociales y beneficios clientelares, que votantes que trabajan, producen y son contribuyentes netos al fisco.

La solución a este desequilibrio ha sido la creación y aumento de algunos de los peores impuestos de la Tierra. Destaco aquí las retenciones a las exportaciones (prácticamente inexistentes en el resto del mundo) y el impuesto inflacionario, que acerca abundantes recursos al fisco a costa de privar a los argentinos de una moneda, de complicar su vida económica, y de empeorar la distribución de sus ingresos. Si alguien pensara que estos impuestos antidesarrollo son necesarios para financiar políticas como la Asignación Universal por Hijo, debería recordar que financian en mucho mayor medida los subsidios al consumo de servicios públicos “pro-ricos” (Guzmán dixit), las irritantes jubilaciones de privilegio (como las dos millonarias de Cristina Kirchner), el no pago de Ganancias por parte de los empleados judiciales, y el enriquecimiento de funcionarios, empresarios y sindicalistas corruptos. También financian las mencionadas jubilaciones sub-60 (mayormente de empleados públicos provinciales), las de muchísimos adultos mayores pudientes que entraron en la moratoria previsional, y a un ejército de familiares de políticos conchabados en Nación, provincias y municipios.

La segunda característica de nuestra dualidad es que los votos del sector improductivo están concentrados en las provincias legislativamente sobrerrepresentadas, esto es, en las demográficamente más pequeñas. Las trece menos pobladas tienen sólo el 14% de los votantes pero eligen al 54% de los senadores (e, inconstitucionalmente, al 27% de los diputados), y por tanto pueden bloquear cualquier ley. Estas trece provincias incluyen a todas las más rentísticas del país: las que viven no de la producción, sino mayormente de las transferencias federales. Así, en provincias como Catamarca, Formosa, La Rioja, Santiago del Estero y Santa Cruz hay, insólitamente, muchos más empleados públicos que privados. Las empresas y trabajadores productivos, en cambio, se concentran en sólo cinco o seis provincias (básicamente las pampeanas y Mendoza) que están muy subrepresentadas en el Congreso.

A pesar de sus muy diferentes orientaciones, ambas coaliciones tienen enormes dificultades para revertir la persistente decadencia nacional.

Esta economía política se completa con una “superestructura partidaria”, que consiste en dos coaliciones que, a grandes rasgos, representan a la argentina productiva (Juntos por el Cambio, potente en la “franja amarilla” central del país) y a la improductiva (Frente de Todos, más fuerte en el norte azul y el conurbano empobrecido). Y ocurre que a pesar de sus muy diferentes orientaciones, ambas tienen enormes dificultades para revertir la persistente decadencia nacional.

La coalición peronista tiene pocos incentivos para hacerlo. Su resiliencia electoral se basa, en buena medida, en su exitosa protección de los privilegios, distorsiones y subsidios que sostienen a la Argentina improductiva. Es notorio que el peronismo postmenemista carece de una estrategia de desarrollo, más allá de sus gastados eslóganes proteccionistas y estatistas. Desde 2002 se ha limitado a, primero, cebar la economía fiscal y monetariamente, luego a repartir recursos consumiendo stocks (sean de reservas internacionales, fondos de las AFJP, hidrocarburos o vacas) y, últimamente, a imponer parches y corsets que ayuden a llegar a la siguiente elección en decadencia pero sin estallido.

JxC sí cuenta con un modelo técnicamente viable de desarrollo, basado en un capitalismo menos oprimido por regulaciones e impuestos y más integrado al mundo, y que incluye la promoción de algunos sectores como la agroindustria, la aviación comercial o las energías renovables. Ese modelo, sin embargo, resulta políticamente inviable debido no sólo a los obstáculos que encuentra en la opinión pública, el Congreso y los sectores y provincias subsidiados, si no, más aún, a las expectativas (cumplidas en 2019) de un regreso al poder de la otra coalición. Así, la inversión privada real se mantuvo durante 2015-2019 en los muy bajos niveles de los años anteriores. ¿Por qué los inversores argentinos y extranjeros no respondieron a la llegada de un gobierno amigable con el capital? A la histórica propensión argentina a las crisis y al cambio y violación de reglas, se sumó en 2015-2019 la perspectiva del regreso del populismo macroeconómico kirchnerista. De hecho, quien hubiera hundido capital en Argentina en esos años, habría enfrentado desde fines de 2019 más y nuevos impuestos, crecientes restricciones al comercio exterior, y límites al acceso al mercado de divisas.

No invertir en la Argentina resultó una decisión acertada. Sospecho que aun frente a un regreso al poder de la coalición “productiva” en 2023, buena parte de los potenciales inversores se mantendrán reticentes. No faltan países en desarrollo con macroeconomías saludables, reglas estables, incentivos a la inversión, y sin perspectivas de giros populistas en el horizonte (Uruguay por ejemplo, que viene atrayendo a muchos empresarios argentinos).

No hay duda de que para revertir la decadencia argentina hacen falta tasas de inversión (privada y pública) mucho más altas que las de los últimos 20 años y una economía más abierta (contra los estereotipos, la Argentina está entre los países más cerrados del mundo: importa y exporta muy poco en relación a su PBI). Ilustro con el caso de las exportaciones: aumentarlas sostenidamente requiere eliminar las retenciones, liberalizar las importaciones y establecer un tipo de cambio estable y alto. Pero una de las dos coaliciones principales rechaza estas políticas, y la otra tiene dificultades políticas para implementarlas y para garantizar su sostenibilidad temporal.

Los resultados del domingo cambian poco lo aquí presentado: aun en su peor derrota el peronismo sobrerrepresentado conserva el bloque más numeroso en ambas cámaras.

Estos hechos estilizados predicen una larga repetición del período 2011-2019: estancamiento económico, inflación alta, pobreza en aumento, y rotación de coaliciones en el gobierno que, a pesar de sus diferentes improntas, caen electoralmente bajo el peso de su fracaso en reencauzar el proceso de desarrollo argentino.

¿Hay alternativa a esta deprimente repetición, y a otras tres o cuatro décadas de decadencia? Seguramente, porque en política siempre hay espacio para la agencia, la estrategia y la contingencia (y muchos políticos y académicos ya están pensando en la cuestión). Pero el modelo estilizado que presento sugiere perspectivas muy negativas. Los resultados del domingo cambian poco lo aquí presentado: aun en su peor derrota el peronismo sobrerrepresentado conserva el bloque más numeroso en ambas cámaras. En la medida en que siga dominado por un liderazgo y una mentalidad populista, conserva su incapacidad para impulsar el desarrollo cuando gobierna, y su capacidad para impedirlo cuando no.

 

 

Sabrina Ajmechet | diputada nacional electa (CABA) | @ajmechet

Siempre me llamó la atención que la palabra “representar” tenga el doble sentido de reflejar con fidelidad una cosa o una idea, por un lado, y por el otro, el sentido inverso: simular o fingir. La tradición republicana le dio forma a un mundo en el que los políticos representan a los ciudadanos, en el primer sentido, aunque sabemos que la política también tiene un componente de teatralidad. Como historiadora y politóloga he estudiado esa tensión entre los dos significados de representar; hoy que me encuentro, vueltas de la vida, diputada electa por la ciudad de Buenos Aires, esta cuestión me preocupa más que nunca.

El espacio político al que pertenezco, Juntos por el Cambio, pone en práctica la vocación de representar los intereses de los ciudadanos. Atrás quedaron las viejas concepciones verticalistas del siglo XX, donde los políticos mandaban y (en el mejor de los casos) explicaban sus intenciones a la ciudadanía. Con lo que fue mi primera campaña electoral comprendí que nuestra apuesta política consiste, en primer lugar, en escuchar y comprender los problemas y las aspiraciones de los ciudadanos para después convertirlas en políticas concretas. Prácticas como las charlas con vecinos o el timbreo, que provocaron las sonrisas sobradoras de algunos, fueron convirtiendo –con el paso de los años y más allá de errores y aciertos– a JxC en el espacio político más horizontal y moderno de la Argentina.

Prácticas como las charlas con vecinos o el timbreo, que provocaron las sonrisas sobradoras de algunos, fueron convirtiendo a JxC en el espacio político más horizontal y moderno de la Argentina.

Por contraste, ¿qué vemos en el peronismo? El espectáculo que ofreció el miércoles el presidente Alberto Fernández, arengando a sus militantes y seguidores en la Plaza de Mayo, celebrando su derrota en las urnas como si fuera un triunfo.

La primera idea de la representación como un mecanismo que traslada los intereses de los ciudadanos a la toma de decisiones políticas es muy diferente a la otra idea de la representación, en la que una imagen o idea sustituye a la realidad a pura imposición de la afirmación y de la negación. En esta última, la representación se aleja de la realidad, de los hechos, de los datos y de las experiencias: toma la forma de la ficción. Esta representación coloca a Alberto Fernández encima de un escenario, no sólo no reconociendo su derrota sino, incluso, celebrando una victoria. Una victoria que los números no reflejan, por lo que la convierte en una lectura de los resultados electorales que solo se puede sostener en la fe de la voluntad.

Edmund Morgan escribió sobre los elementos ficcionales que tiene la democracia, como lo es incluso la creación de un sujeto político singular denominado “pueblo”. No nos vamos a pelear contra estos elementos intrínsecos de la política, pero sí resulta necesario diferenciar aquellas ficciones que nos permiten construir la democracia como sistema político de las ficciones que son llanamente mentiras, dichos que no se sustentan con hechos, construcciones que no guardan relación con la realidad material, relatos sin datos.

“Fuiste el Ministro de la Producción del gobierno que destruyó 23.000 pymes”, le gritó Tolosa Paz a Frigerio. A Rogelio Frigerio, que fue Ministro del Interior. Mientras Frigerio repetía “yo no fui ministro de la Producción”, Tolosa Paz seguía su representación narrativa, asegurando de su interlocutor que ocupó un cargo que nunca tuvo.

El “¡Piú avanti!” de Almafuerte no es en la garganta gastada del Presidente un llamado resiliente; es un fenómeno mucho más grave: es la negación de la realidad.

Entonces, mientras que la concepción republicana de la representación nos habla de un cuerpo de ciudadanos que se gobierna a sí mismo a través de la elección de sus representantes, la representación como falsa realidad convierte a Alberto en mal poeta y lo lleva a asegurar que “el triunfo no es vencer, sino nunca darse por vencido”. El “¡Piú avanti!” de Almafuerte no es en la garganta gastada del Presidente un llamado resiliente; es un fenómeno mucho más grave: es la negación de la realidad. Así como no se gana perdiendo y no se pierde ganando, de la misma forma, cuando sacás el 33% de los votos nacionales frente a la oposición que sacó el 42% y sólo ganás en nueve de los 24 distritos electorales, es una falta de respeto a los ciudadanos que acaban de expresarse a través del voto celebrar un triunfo.

En las dos definiciones de representación residen las diferencias entre una democracia populista y una democracia republicana. Mientras que en la primera se construye un relato con la intención de mostrar que los acontecimientos responden a aquella invención, en la democracia que casi 10 millones de argentinos eligieron se respetan los hechos y se entiende a la realidad como lo que los ciudadanos eligen y hacen que suceda.

 

Alejandro Bongiovanni | Director de Fundación Libertad | @alejobongio

José Luis Espert logra ser el liberal más votado del país y gana escaños en el Congreso desde la inexpugnable provincia de Buenos Aires, luego de dos décadas de transitar canales, atriles y redes sociales con el pregón de las reformas económicas, fiscales y laborales. El gran fenómeno Javier Milei, un emergente político tan nuevo como popular, aterriza con rutilante éxito en la arena electoral. Ricardo López Murphy, uno de los más brillantes y experimentados ejemplares de la raza que podríamos denominar estadistas se posiciona como necesario punto de referencia para el frente opositor luego de competir en la interna de la ciudad de Buenos Aires.

Con sus diferencias, los tres serán diputados a partir del 10 de diciembre y lo habrán logrado sosteniendo un estandarte hasta ahora cancelado: el del liberalismo económico. Elogiar el sistema de libre mercado; mencionar la supremacía de los intercambios libres y voluntarios por encima de los arreglos coercitivos, la importancia de la propiedad privada, la necesidad de la empresarialidad, los beneficios del comercio y la sacralidad del sistema de precios; tanto como alertar sobre la toxicidad del déficit fiscal y el peligro de la voracidad fiscal condenaban hasta hace poco al infierno del indeseable “neoliberalismo”, denostado por periodistas, intelectuales y políticos.

Hoy la mitología económica de la izquierda se ha descascarado gracias a la faena que los economistas liberales han realizado a través de medios de comunicación, redes, libros, charlas y clases en todo el país. La cancelación ha sido cancelada en el momento justo en que ya no hay más margen para más recetas intervencionistas o aumentos de impuestos. El sentido común pide a gritos virar hacia el liberalismo económico.

El sentido común pide a gritos virar hacia el liberalismo económico.

Recordemos que, en 2001, Ricardo López Murphy quiso hacer un ajuste que equivalía al 4% del presupuesto de la Nación. La política y los medios lo eyectaron por el aire y finalmente el país tuvo que soportar un mega ajuste por las malas del 78% durante la gestión Duhalde. Lo que López Murphy proponía ajustar en 2001 era: 1) becas y subsidios que otorgaban a discreción los diputados y senadores nacionales, 2) abolir –salvo invalidez– las pensiones graciables que otorgaban los legisladores, 3) traspasar al Tesoro el aporte de diversos “entes cooperadores”, 4) cancelar partidas destinadas a operaciones políticas de la SIDE, 5) derogar programas superfluos en el Ministerio de Economía y del Ministerio de Salud, 7) suprimir transferencias de fondos políticos al rectorado de la UBA, 8) hacer incompatible el cobro simultáneo de sueldos y jubilaciones en el Estado, 9) anular subsidios y transferencias a los privatizados Registros Automotor, 10) pagar en 12 cuotas el retroactivo de las altas jubilaciones, 11) terminar con las cajas políticas de ANSES y PAMI, 12) ceder al Tesoro las utilidades de la Administración General de Puertos, 13) racionalizar la estructura burocrática del Ministerio de Educación, 14) rebajar envíos discrecionales y políticos de ATN a provincias, 15) extinguir el subsidio al gas patagónico, y 16) eliminar jubilaciones de quienes falsificaron antecedentes, no hicieron aportes o no tenían la edad requerida.

La Alianza no pudo digerir políticamente el achicarle la partida presupuestaria al rector de la UBA, el radical Oscar Shuberoff, ni muchos menos bajar los gastos operativos de PAMI y ANSES, donde había cientos de militantes nombrados. Se organizó entonces un despliegue de bancos en medio de la calle –simulando que se trataba de defender la educación– y con la presión de estos cortes de calles se logró despedir a López Murphy. En aquella época el liberalismo económico era mala palabra. Hoy esto ya no es así.

Pero, como en 2001, el principal problema argentino sigue siendo el gasto público. Argentina mantiene un nivel de gasto fabuloso e insostenible, que no alcanza a financiarse ni con impuestos, deuda y emisión sumados. Como un monstruo que se devora a sí mismo, el Estado argentino no para de crecer dejando un tendal de destrucción: multinacionales que se van, pymes que se achican o directamente se funden, comercios que desaparecen, trabajos que se pierden. Y cada vez más gente sumada al listado del mendrugo estatal que son los planes sociales.

Si las urnas trajeron alguna novedad es la emergencia de voces claras y concretas a favor del liberalismo económico sin cortapisas.

La sociedad está cansada y rota, luego de años de transitar con una inflación aplastante, impuestos de países de primer mundo y servicios públicos de tercer mundo, y una dirigencia que no parece entender del todo las restricciones económicas que sufre el hombre de a pie. Si las urnas trajeron alguna novedad –más allá del claro triunfo del Juntos por el Cambio que la neolengua orwelliana de Alberto Fernández no pudo ocultar– es la emergencia de voces claras y concretas a favor del liberalismo económico sin cortapisas. Menos inflación, menos impuestos, menos gasto político.

Si la coalición opositora quiere derrotar al kirchnerismo en las presidenciales de 2023 debería tomar nota de estas demandas insatisfechas. Más importante aún, si además de ganar quiere gobernar bien, acaso deba convencerse de la necesidad de hacer reformas de fondo, sacudirse los prejuicios y el miedo a la condena de la izquierda (que la tendrá igual) y abrazar el liberalismo económico.

 

Julio Montero | filósofo y politólogo

Con la victoria de Juntos por el Cambio en las elecciones intermedias se abre un compás muy interesante. No es la primera vez que el peronismo pierde, pero tal vez sea la primera vez que el ciclo populista se completa: gobernaron 14 de los últimos 18 años y las consecuencias catastróficas de sus recetas ya no se pueden disimular. Por eso las elecciones de 2023 pueden marcar un antes y un después. El peronismo tal como lo conocimos podría ser un proyecto agotado. Tal vez estemos a las puertas de un nueva era de la política argentina.

Sin embargo, es bueno recordar que los grandes sucesos no se producen solos. El populismo no es sólo un fenómeno electoral. Es una manera de entender el mundo; una compleja trama axiológica que gobierna el sentido común de buena parte de la ciudadanía y brinda un marco de referencia para interpretar los hechos. Muchos de los que se dicen no peronistas también comparten esa weltanschauung y reproducen activamente sus tópicos y su mitología. Mientras ese marco siga activo el camino del cambio será un vía crucis para cualquiera que intente transitarlo. Mauricio Macri lo sabe muy bien.

El populismo no es sólo un fenómeno electoral. Es una manera de entender el mundo; una compleja trama axiológica que gobierna el sentido común de buena parte de la ciudadanía.

Lamentablemente, los procesos de regeneración del imaginario social son opacos y no hay recetas que nos ayuden a consumarlos. Estamos ante un campo de vacancia para la propia teoría política. Pero algo es seguro: los pueblos no descartan sus creencias si no encuentran un sistema de reemplazo bien articulado que resulte atractivo. Thomas Kuhn lo decía respecto de la ciencia, pero el principio también se aplica a la cultura pública. No todo se reduce a hechos. La comunidad científica sólo abandonó el paradigma ptolemaico cuando Copérnico ofreció una alternativa superadora.

La gran pregunta es si la oposición está dispuesta a asumir esta tarea. Si nos guiamos por la campaña electoral, habría que decir que no. Hubo muchas caras y muchas voces hablándoles a distintos grupos en simultáneo y con cierta interferencia. Martín Tetaz tuvo una performance brillante, marcada por la vocación transgresora tanto en los contenidos como en las formas. Pero la estrategia global fue la misma de siempre: evitar los diagnósticos, apostar por la indefinición ideológica y tener como único programa la derrota del oficialismo. Más allá de eso, no sabemos adónde vamos ni por qué estamos Juntos. Y, por lo visto, tampoco lo queremos saber.

Esta construcción coral y ambivalente fue exitosa pero no tanto. La merma de votos en la ciudad de Buenos Aires es una luz de alarma que no habría que pesar por alto, no sólo porque la contienda será pareja sino, sobre todo, porque la Ciudad es el bastión del progreso y la modernidad. JxC se lanza a la conquista del albertismo residual creyendo que el electorado propio se mantendrá firme. Pero la jugada es de alto riesgo para un espacio que renunció a tener identidad. El crecimiento de Javier Milei es una luz de alarma que no habría que pasar por alto. Rudimentario, dogmático y grotesco, Milei ofrece un contrarrelato y no se avergüenza de sus ideas ni de sus votantes. Equivocado o no, hace política. La nueva Vidal, más distante y lookeada de Barrio Norte, no pudo conectar con un electorado al que nunca le quiso hablar. Su noble obsesión siguen siendo los descamisados.

Pero la estrategia global fue la misma de siempre: evitar los diagnósticos, apostar por la indefinición ideológica y tener como único programa la derrota del oficialismo.

La necesidad de innovar y movilizar las convicciones con una narrativa de futuro no es sólo un asunto de estrategia electoral. Argentina está a las puertas de una crisis social de dimensiones impredecibles y esas crisis siempre requieren carisma y creatividad. Con la mitad del país sumida en la pobreza, el Estado quebrado y una clase media exhausta y en vías de extinción, gobernar será cruzar el desierto. Las corporaciones apostarán por el caos y la violencia, como siempre. En semejante contexto se necesitará más que buenos modales y focus groups. Nadie sobrelleva penurias en nombre de la buena gestión y el equilibrio fiscal. No se trata de aplicar el manual del populismo, por supuesto. Más bien, el desafío es producir una épica positiva que le dé sentido al esfuerzo y reconfigure poco a poco el lenguaje de la política. Hay que rehabilitar la ética del progreso personal, salir del pobrismo y redefinir la justicia como igualdad de oportunidades supeditada a la responsabilidad individual. Un colosal ejercicio de ingeniería simbólica que sustente el cambio real. En los próximos dos años sabremos si la oposición está a la altura de la circunstancias.

 

 

María Soledad Gago | politóloga | @mariasolitude

Ni al Frente de Todos le tocó perder ganando ni a Juntos por el Cambio, ganar perdiendo. La derrota del oficialismo fue rotunda y no hay lugar a demasiadas interpretaciones si uno mira los datos más resonantes. Perdieron por nueve puntos porcentuales a nivel nacional. En las elecciones a diputados nacionales ganaron en tan solo nueve provincias, mientras que Juntos por el Cambio se llevó 13. Perdieron en seis de los ocho distritos que elegían senadores nacionales, pasando de 41 a 35 bancas y perdiendo el quórum propio después de 38 años.

Pese a la evidencia de los números, el FdT festejó el domingo a la noche. Revertir el resultado en Tierra del Fuego y Chaco y achicar la brecha en la provincia más populosa del país le dio un poco de respiro. Tiene sentido también la convocatoria a las calles por parte del Presidente si uno se pone en sus zapatos: pasaron de terapia intensiva a sala común. Considerando la crisis política interna en la que se vio envuelto el oficialismo luego de las PASO, hoy pueden decir que están fuera de peligro. O por lo menos lo están en el corto plazo.

Tiene sentido también la convocatoria a las calles por parte del Presidente si uno se pone en sus zapatos: pasaron de terapia intensiva a sala común.

Hace apenas dos años, Cristina Fernández era la gran estratega política del país; logró recuperar la presidencia llevando como candidato a un hombre políticamente olvidado como era Alberto Fernández. Sin embargo, el armado político electoral que le sirvió al Frente de Todos para ganar tardó muy poco en demostrar que era poco viable al momento de gobernar y de administrar sin fisuras una crisis como la que hoy tiene Argentina.

De este lado de la grieta se disputan dos lecturas sobre los resultados obtenidos por JxC. La primera es probablemente la más dura en relación con la performance de la coalición, ya que supone que haber ganado la provincia de Buenos Aires por apenas 1,3% de los votos y no haber alcanzado el 50% en la Ciudad constituyó una clara derrota para la oposición. La segunda, mucho más optimista, entiende que los resultados tanto en la provincia como en la Ciudad y el desempeño electoral en todo el país son más que alentadores para potenciar la coalición de cara a 2023.

JxC está indudablemente en uno de los mejores momentos desde que se institucionalizó como coalición. Viene de sacar el 42% de los votos, ganar la provincia de Buenos Aires y dejar al peronismo sin quórum propio en el senado. Más allá de las fricciones internas, que sin dudas existen, logró mantener la unidad desde la derrota presidencial en 2019 y dirimir sus disputas internas a través de las PASO, instrumento que claramente lo benefició en los resultados electorales de septiembre.

El mapa provincial argentino se tiñó de amarillo, pero también de rojo. Se tiño de todos los colores.

El mapa provincial argentino se tiñó de amarillo, pero también de rojo. Se tiño de todos los colores. Para aquellos sectores que suelen subestimar el rol del radicalismo en la coalición y otorgarle el titulo de actor menor, sólo basta con observar qué pasó en cada uno de los distritos. De las seis provincias en donde se impuso JxC para la elección de senadores nacionales, en cuatro de ellas las listas fueron encabezadas por radicales. De las trece provincias en las que ganó JxC para la categoría de diputados nacionales, el radicalismo encabezó las listas en siete de ellas. Ya nadie puede poner en duda que la UCR no sólo no es un actor minoritario dentro de la coalición, sino que es indispensable para garantizar la victoria de JxC a lo largo y a lo ancho del país. Es con todos y es juntos no es sólo un lema de campaña, es la realidad de una coalición que no podría sobrevivir de otro modo.

El triunfo de JxC y la derrota electoral del oficialismo se pueden explicar por diferentes motivos, que van desde la pésima gestión del Gobierno en temas sensibles para la sociedad argentina hasta los aciertos en el armado electoral de la oposición, que no sólo supo interpretar las demandas de la ciudadanía, sino también comunicar con éxito los ejes más importantes de la campaña. Por otro lado, la incorporación de nuevas caras como las de Carolina Losada en Santa Fe, Facundo Manes en la Provincia y Martin Tetaz en la Ciudad hicieron de JxC un espacio político con una oferta electoral más novedosa y con capacidad de generar expectativas en un país golpeado por una crisis económica y social de la cual nos va a costar muchísimo salir.

A dos años de haber perdido las elecciones presidenciales, y en contra de aquellos pronósticos más pesimistas, Juntos por el Cambio está muchísimo más fortalecido que en 2015 y 2019.

Pero además, el balance es claramente positivo si consideramos que JxC, a diferencia del FdT, cuenta con una oferta de candidatos sumamente competitivos de cara al 2023, hecho que debería empezar a preocuparle a un oficialismo que no tiene otra carta para mostrar más que la de la Vicepresidenta de la Nación.

A dos años de haber perdido las elecciones presidenciales, y en contra de aquellos pronósticos más pesimistas sobre una inevitable crisis y fractura interna, JxC está muchísimo más fortalecido que en 2015 y 2019. Fue exitoso a la hora de resolver sus disputas internas, de mantener la unidad para ganar las elecciones, de potenciar los liderazgos ya existentes y de generar nuevas candidaturas. Corre, además, con la ventaja de la incertidumbre, dejando abiertas las puertas para la carrera presidencial de 2023 en la cual ninguno tiene un lugar asegurado.

JxC no tiene dueño, no tiene un jefe indiscutible, tampoco tiene un único líder. Hoy está muchísimo más cerca de ser una verdadera coalición política que ayer. Hay competencia, hay democracia interna, hay pluralidad de ideas, hay varios liderazgos y un solo objetivo en común, que es el de ganarle al peronismo en las próximas elecciones.

 

 

Jorge Ossona | historiador

El arduo ejercicio de vivir –o de sobrevivir– en la Argentina induce a concebir como novedoso aquello que no lo es. Victoria Tolosa Paz, por caso, ha dicho que “ganamos perdiendo mientras que otros perdieron ganando”. Desde un punto de vista estrictamente racional, una aberración, pues su coalición recibió una paliza no sólo electoral sino simbólica. Pero desde la perspectiva tanto de sus expectativas como de las del exitismo desmedido opositor remite a otras coyunturas análogas desde 1983. Repasémoslas.

En las legislativas de 1985, en pleno auge del Plan Austral, el radicalismo obtuvo un triunfo del 42%. Diez puntos menos que en la asombrosa elección inaugural de 1983. Como contrapartida, ganó en las grandes ciudades de las provincias peronistas. Sin embargo, la incipiente “renovación peronista” bajo la denominación de FREJUDEPA, liderada en la provincia de Buenos Aires por Antonio Cafiero, se alzó con un 26% frente al 8% del menguante Herminio Iglesias. Muchos calcularon, con razón, que el guarismo ocultaba la probable victoria de un peronismo unificado en 1987. No se equivocaron. Fue para los radicales una victoria apagada, mientras que la “renovación” festejaba su nacimiento electoral.

En las elecciones de constituyentes de 1994, el menemismo volvió a ganar y el radicalismo –su socio reformista– perdió por paliza.

En las elecciones de constituyentes de 1994, el menemismo volvió a ganar y el radicalismo –su socio reformista– perdió por paliza. Pero la victoria menemista se vio enturbiada por la buena perfomance del Frente Grande, una fracción que había nacido en 1989 como réplica a su giro liberal: el Grupo de los 8 diputados disidentes. Se intuyó que el desempeño del Frente podría ampliarse merced al apoyo de otras líneas resistentes al verticalismo menemista. Un año más tarde, la consigna se cumplió al sumársele PAIS del exgobernador mendocino José Octavio Bordón. Tras una reñida interna, se conformó el FREPASO, cuyo binomio, Bordón-Álvarez, obtuvo en las presidenciales del año siguiente el 29% frente al 50% de Menem-Ruckauf y al 18% del gobernador radical rionegrino Horacio Massachessi. Era la simiente de lo que dos años más tarde daría nacimiento a la Alianza UCR-FREPASO, cuyo triunfo en las legislativas de 1997, cuando la economía estaba volviendo a crecer, marcó el principio del fin del ciclo menemista.

La fórmula De la Rúa-Álvarez se impuso en las generales de 1999 a la peronista Duhalde-Ortega por 48%, superándola en un 10%. Salvo el encuestador Julio Aurelio –quien también había advertido dos años antes el triunfo de Graciela Fernández Meijide sobre Chiche Duhalde– nadie daba por vencedor en la provincia al vicepresidente y candidato a gobernador Carlos Ruckauf. Al cierre del comicio se festejaba la victoria de la locutora Pinky Satragno en La Matanza. Un Duhalde desencajado responsabilizaba de la paliza a Menem. Dos horas más tarde, lucía satisfecho. En su bastión, Ruckauf se terminó imponiendo con comodidad a Fernández Meijide. Duhalde recibió la noticia esta vez aliviado; no así el presidente electo De la Rúa, en cuyo rostro se adivinaba la preocupación por el resultado bonaerense.

Luego del tsunami de diciembre de 2001, en las elecciones de 2003 el sublema Menem-Romero obtuvo algo más del 25% frente al 22% del poco conocido gobernador santacruceño Néstor Kirchner, acompañado por Daniel Scioli. Ambos celebraron, aunque en la segunda vuelta era previsible la derrota del expresidente frente al patagónico. El Partido Justicialista, reducido a una Liga de Gobernadores que conocían sus costumbres en el lejano sur, le imploraron a Menem que “se bajara”, para evitar el tormento de sus represalias. Kirchner fue privado, así, de una gloriosa elección con un caudal semejante al de Arturo Illia en 1963. Otra victoria amarga.

El núcleo antikirchnerista se puso a la cabeza de sus dirigentes, motivando una movilización entusiasmada con la posibilidad de “darla vuelta”, que sorprendió a un atormentado Mauricio Macri.

La PASO de 2019 dejó perplejos tanto a los partidarios de Cambiemos como a los del Frente de Todos. El panperonismo obtuvo el 47% frente al 32% del oficialismo. Sin embargo, el núcleo antikirchnerista se puso a la cabeza de sus dirigentes motivando una movilización entusiasmada con la posibilidad de “darla vuelta” que sorprendió a un atormentado Mauricio Macri, quien ni siquiera pudo hablar desde el balcón de la Casa Rosada por falta de micrófonos. La gesta se repitió varias veces, recuperando votos “castigo” ante ciertos signos anticipatorios de lo que sería el vicepresidencialismo. En las generales, Juntos por el Cambio recupero ocho puntos llegando al 41% mientras que su oposición apenas ascendió a 48%. El macrismo y sus aliados recibieron el resultado con notable satisfacción frente a los rostros adustos de Cristina Kirchner y del propio Alberto Fernández.

Estos vaivenes deberían llamarnos a reconocer la consolidación de la democracia. Finalmente, uno de los signos de su robustez reside en la incógnita sobre sus resultados y la confirmación de que los votos automáticos han quedado reducidos a dos tercios: el peronista y el no peronista. En el medio circulan liberales, trotskistas, conservadores, independientes y escépticos. Son los que finalmente deciden. En todo caso, un común denominador aglutina a la PASO de 2019 y a la elección del domingo: en la primera se concentró el antiperonismo, perdiendo la mayoría del apoyo de los independientes; y en la segunda, el núcleo peronista irreductible. En ambas, el resultado de la PASO suscitó en la fuerza ganadora un exitismo exagerado.

Una porción significativa de las masas marginales de los grandes conurbanos expresaron su descontento absteniéndose de ir a votar. Al cabo, los cuarteados aparatos municipales peronistas del Gran Buenos Aires se movieron lentos y tardíos antes de la PASO. Como ocurrió con la ciudadanía antiperonista luego de las primarias de 2019, estos se encendieron después, poniendo entre paréntesis al menos por dos meses sus fisuras con La Cámpora y las organizaciones piqueteras. Recuperaron aproximadamente 400.000 votos en el GBA y “dieron vuelta” Chaco y Tierra del Fuego.

Hasta aquí, la descripción secuencial de un curso normal y hasta saludable desde 1983. Pero no deja de ser la espuma de aguas profundas en las que se ocultan los resabios de una cultura política viciosa y de sesgos acechantemente autoritarios. Analicemos sólo dos. En primer lugar, la finalidad última de la administración de la pobreza: la producción del sufragio por ciudadanos apremiados por la amenaza de perder una porción de sus menguados ingresos. Ello nos remite a la extorsión, el miedo y el proxenetismo político. La lluvia de recursos, de todos modos, rindió lo justo como para “salvar la ropa”.

En ese segmento, que abarca a casi un 10% de la población, el voto es un dispositivo despreciable hasta que aparece el “Papá Noel” del aparato.

¿Qué define, en suma, al “aparato peronista” hoy por hoy? Una “militancia” de mercenarios poco apegados a los principios de la “buena política”. Conocen “la calle”; y más allá del bien y del mal, saben ajustar la horma al zapato. El “efecto platita” surtió efecto en la última semana electoral. De la depresión pandémica y pospandémica se transitó a una euforia consumista pletórica de colchones nuevos, termotanques, pavas eléctricas, tablets y otros insumos. Tanto como que el consumo fácil induce a la ansiedad cuando está alimentada por sustancias euforizantes que despliegan una violencia de asaltos y asesinatos con sus saldos a veces trágicos.

La cuestión remite a un problema más profundo: la miseria; y sobre todo, la indigencia. En ese segmento, que abarca a casi un 10% de la población, el voto es un dispositivo despreciable hasta que aparece el “Papá Noel” del aparato con sus electrodomésticos y zonas liberadas para engordar la oferta cuando se agotan los stocks de la regalería. A ello debe sumársele la afinada logística para “ir a buscar” a los ciudadanos de comprobada inasistencia en la PASO sobre los que se desplegó un afinando estudio de detección, visitas, disposición a las demandas y sutiles amenazas.

Pero la elección arroja otro saldo preocupante: la reacción de los perdedores de la contienda. Al exitismo, comprensible de haber esperado un resultado mucho peor capaz de hacer crujir aún más los cimientos del endeble panperonismo, se le adosó la negación de sus contrincantes. Ni siquiera las felicitaciones de rigor siempre pedagógicas respecto de una ciudadanía requerida de gestos civilizados. Hemos ahí la confirmación de “la grieta”. La resurrección con sordina de un viejo fantasma aparentemente sepultado luego de la orgía de violencia de los ’70: el “enemigo”. Y lo que es peor, la capacidad de contagio de su toxicidad respecto de una oposición que debió haber celebrado exultante.

En resumen, una resonante victoria cuantitativa y un lamentable empate cualitativo: la “montaña rusa” de resultados impredecibles con sus respectivas alternancias; y el “tren fantasma” del electoralismo delictivo y del resentimiento renacido como eco de las perores pesadillas del siglo pasado.

 

 

Pablo Avelluto | Ex ministro de Cultura | @pabloavelluto

Dejemos de lado la psicosis que parece haberse adueñado del oficialismo desde que se enteró que habían vuelto a perder las elecciones. No hay nada para decir sobre esto que no se haya dicho ya. Prefiero pensar en el rol y las responsabilidades de Juntos por el Cambio frente al largo camino que queda por recorrer hasta el último trimestre de 2023, dentro de una eternidad.

Tenemos pendiente una gran conversación acerca de cuál será nuestra oferta política a nuestros compatriotas dentro de dos años. No ser kirchneristas o, mejor dicho, ser antikirchneristas, es un adhesivo insuficiente a la hora de proponer una alternativa. Es un punto de partida, no un destino.

La coalición construida en 2015 ha ido creciendo con nuevos integrantes y, lo que es más importante, ha recibido un apoyo cada vez mayor en las urnas. Podrán sumarse otras agrupaciones políticas, por supuesto. Pero mucho más importante es reunir un conjunto de ideas y un plan que explique qué vamos a hacer si somos elegidos para un nuevo período de gobierno.

2023 no será 2015. El espectro de la discusión ideológica ha crecido mucho desde entonces.

2023 no será 2015. El espectro de la discusión ideológica ha crecido mucho desde entonces. El fracaso estrepitoso del modelo populista amplió los márgenes del debate. Los tabúes de entonces encierran las oportunidades del presente y del futuro próximo: la cuestión fiscal, las políticas sociales, el rol del Estado, la calidad, el costo y el acceso a los servicios públicos y la visión sobre la seguridad ciudadana, entre otros temas, han entrado en la agenda con una vitalidad que no tenía desde finales de la década del ’80 del siglo pasado. ¿Esto implica pensar que la historia se repite? Sería un gran error pensarlo de esa manera. Más bien significa que es tiempo de renovación de las ideas, no una vuelta atrás. No hay vueltas atrás en la historia.

Las elecciones mostraron el comienzo del final de un rígido corsé ideológico. El sistema de ideas que nos trajo hasta aquí ha demostrado de manera contundente que no nos puede sacar de este lugar. Fueron décadas de relato. El kirchnerismo encarnó uno de estos relatos dominantes durante largos años. Pero no fue el único. Hubo otros.

El posibilismo fue uno de ellos. En otras palabras, la reducción de los proyectos de transformación en función de las posibilidades políticas para llevarlos adelante. No podemos, no se puede, no nos dan los votos, la gente no quiere esto. Los límites fueron reales en muchos casos. Pero en otros fueron autoimpuestos.

La idea del Gran Acuerdo parece apuntar más a la preservación de las ideas de sectores políticos en vías de extinción que al cambio de verdad.

Un relato cercano al posibilismo es el acuerdismo. La idea está dando vueltas desde hace un largo rato. “Sólo si nos juntamos en torno a una mesa todos y nos ponemos de acuerdo en cuatro o cinco cosas vamos a poder sacar el país adelante”. La fantasía del acuerdismo es un gran Pacto de la Moncloa que ignora que la Argentina contemporánea no es España después de la muerte de Franco y que el mundo de hoy no es el de hace 40 años. La idea del Gran Acuerdo parece apuntar más a la preservación de las ideas de sectores políticos en vías de extinción que al cambio de verdad.

Un tercer relato es el fundamentalismo antisistema. Heredera de la vieja tradición anarquista, aquí la narrativa consiste en dinamitar el sistema, desde adentro o desde afuera. Forzar la maquinaria del hartazgo hasta generar la explosión final purificadora de las almas. No importa lo que suceda después. Derrumbemos el Banco Central, dirán unos. O derrumbemos el capitalismo, dirán otros. ¿Y después? Nada, después, qué importa del después, como dice el tango.

La oportunidad para ideas nuevas, transgresoras e irreverentes es única. Tanto, como la oportunidad de construir una mayoría parlamentaria que permita convertirlas en realidades. El debate es hoy más libre que nunca. Así como un gran número de argentinos ha comenzado a liberarse del tutelaje opresivo del kirchnerismo, otro grupo, mayoritario, puede y debe liberarse de los límites del posibilismo, el acuerdismo y el fundamentalismo mesiánico.

El principal desafío para 2023 no está en quién será finalmente el candidato que proponga la oposición para la presidencia. Ya hemos aprendido todos que el mejor sistema de selección es el que hacen los propios ciudadanos con su voto. El desafío está en otro lugar. Se trata de ser libres para pensar desde cero y con audacia, sin prejuicios y sin tabúes, las reformas necesarias para salir del desierto. El mensaje de los ciudadanos en las urnas fue claro: así no va más.

 

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