La semana pasada Bolivia ocupó el centro de las noticias regionales por primera vez después de mucho tiempo. De vez en cuando aparecía alguna mención a la escasez de dólares y el corralito aplicado por el presidente Luis Arce, o al conflicto político en el seno del partido de gobierno, el MAS, entre el propio Arce y el ex presidente Evo Morales. Poco más. Eso se terminó hace diez días, cuando un grupo de militares, bajo la dirección del general Juan José Zúñiga, ocuparon, en un hecho muy confuso, la Plaza Murillo de La Paz, con proclamas extrañas que intimaban a Arce a hacer cambios de gabinete y a tomar medidas para evitar el regreso de Morales al poder. A pesar de la precariedad del espectáculo, hubo denuncias de golpe de Estado, después hubo desmentidas y después, del propio Morales, denuncias de que Arce había querido hacerse un autogolpe.
En el medio de la confusión, llovieron condenas y repudios de ocasión ante el supuesto golpe. Un coro de gobiernos, partidos y políticos de la región sobreactuaron una defensa a la “democracia” boliviana, a pesar de que era evidente que la información que llegaba de La Paz era poco clara. Las excepciones fueron el presidente de Argentina, Javier Milei, y el de El Salvador, Nayib Bukele. En definitiva, lo único que ha dejado la asonada del ahora ex general Zúñiga, es una gran cantidad de sospechas. Todo indica que el episodio no fue otra cosa que una lucha de poder entre Arce y Morales, que juegan en un lodazal provocado por ellos mismos. De ambos, el responsable principal es Morales, que lleva al menos una década erosionando las instituciones democráticas de Bolivia con el objetivo de mantenerse o volver al poder.
La última vez que se había hablado de golpe de Estado en Bolivia había sido en 2019, cuando Morales y su Tribunal Electoral fueron acusados de fraude en las elecciones de ese año. Tras las denuncias de la oposición, la OEA envió una comisión para realizar una auditoría y detectó irregularidades que le impidieron validar los resultados. Tras ese informe y las protestas que siguieron esa noche y la mañana siguiente, Morales primero renunció como candidato y, horas más tarde, como presidente. Luego de varias renuncias en la línea de sucesión y dos días sin gobierno, asumió Jeanine Áñez, luego avalada por el Tribunal Constitucional y por los propios asambleístas del MAS, que no renunciaron a sus bancas.
Medio Evo
“¿No vemos acaso en el mundo presidentes elegidos que distan mucho de comportarse como demócratas?”, se preguntaba Pierre Rosanvallon en 2015 en su libro El buen gobierno, al ver el avance de líderes autócratas y modelos iliberales surgidos de elecciones libres y competitivas. La erosión de la democracia por parte de los populismos autoritarios en las últimas décadas ha sido a veces imperceptible, pero constante. Los caminos para destruirla son muchos, pero uno de los principales es la sobre-implementación de procesos electorales, como referéndums o reformas constitucionales, muy usados por los líderes de vocación autócrata que, cuando cuentan con un fuerte respaldo popular en el inicio de sus gobiernos, aprovechan el contexto para llevarse todo por delante. En Cómo mueren las democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt lo definían así: “La paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo es que los asesinos de la democracia utilizan las propias instituciones de la democracia de manera sutil o incluso gradual para liquidarla”.
Quienes escribimos sobre la realidad política de América Latina solemos ocuparnos mucho de países que llevan años o décadas sin elecciones democráticas, como Cuba, Nicaragua o Venezuela, o también sobre el futuro incierto de El Salvador. Pero poco se habla de Bolivia que, sin embargo, y sin temor a equivocarme, creo que es el caso de estudio más contundente de este siglo para dar cuenta de un sistemático proceso de desmantelamiento democrático en la región.
Bolivia es el caso de estudio más contundente de este siglo para dar cuenta de un sistemático proceso de desmantelamiento democrático en la región.
Su perpetrador ha sido y sigue siendo Evo Morales, el dirigente cocalero que fue presidente en varias ocasiones y que en la actualidad lleva una encarnizada lucha por esmerilar al presidente de Bolivia y hombre de su propio partido político, después de haber perseguido y destruido, cuando era presidente, a la oposición. Tenemos todos los condimentos para una docuserie de Netflix: un dirigente de origen pobre (ahora multimillonario) que accede al poder con la sospecha de ser financiado por los carteles de la droga, con vínculos muy opacos con el board autoritario de la región (los octogenarios que dominan Cuba hace más de 60 años) y que con los años se fue transformando en un delegado de un board autoritario mayor, bajo el liderazgo de China, Rusia e Irán. Para sostener su poder llevó adelante elecciones de todo tipo, levantó la singular bandera de que “la reelección es un derecho humano”, convocó a referéndums cuyos resultados desconoció luego de perder, perpetró en 2019 el fraude electoral más escandaloso y documentado que se recuerde en la historia reciente de América Latina, tiene prácticamente secuestrada a Áñez, quien en un escenario de vacío de poder fue nombrada presidente interina por la Asamblea, incluso con votos del MAS, y entre una larga lista de atropellos, se apoderó del poder judicial a través de unas polémicas elecciones que tuvieron el 78% de rechazo entre voto nulo, blanco y abstención.
Esto último –la designación de las autoridades judiciales del país por intermedio de elecciones– es muy importante. Dicen Levitsky y Ziblatt que “muchas medidas [para desmantelar la democracia] son legales en el sentido de que las aprueban las legislaturas o los tribunales. Y se venden a la población como medidas para mejorar la democracia”. Esto ocurrió en Bolivia. Evo Morales ganó en 2005 con el 53% de los votos, poco después anunció una nueva elección, en este caso una constituyente, para ir a una “democracia de verdad, refundacional, un Estado Plurinacional”, que se aprobó un par de años después con un referéndum. En 2009 obtuvo su reelección, con el 64%. Después de esta seguidilla de triunfos, Evo Morales y su partido, el MAS, aprovecharon el momento y, tomando el ejemplo de un boxeador que tiene groggy a su rival, dio golpe tras golpe electoral que no le dieron respiro a la débil institucionalidad boliviana, que cayó en la lona.
Aun así, la ciudadanía rechazó las candidaturas: el 42% de los votos fueron nulos y ningún candidato obtuvo más del 5%, lo que le quitó aun más legitimidad al proceso.
En la nueva Constitución no había “nobles propósitos”, por el contrario, se encontraba el objetivo oficialista de hacerse del Poder Judicial. Ahora los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia y otros altos cargos judiciales serían elegidos cada seis años mediante sufragio universal. La primera elección de jueces se hizo en 2011, en el apogeo de la popularidad de Morales, la segunda en 2017 y la tercera, prevista para el año pasado, se suspendió por la interna salvaje en el oficialismo. Transparencia Electoral presentó hace poco un informe sobre todo este proceso donde se confirmando la regla de los autoritarismos competitivos según la cual cuando estoy bien hago todas las elecciones posibles pero, cuando puedo perderlas, las suspendo. La misma receta de Nicolás Maduro. El informe confirma que en las elecciones de 2011 y 2017 la justicia se ha “partidizado”, que el 76% de las candidaturas estaban ligadas al MAS y que la maquinaria partidaria y estatal se puso a disposición de los candidatos y abundan los documentos de acarreo de votantes. Aun así, la ciudadanía rechazó las candidaturas: el 42% de los votos fueron nulos y ningún candidato obtuvo más del 5%, lo que le quitó aun más legitimidad al proceso. El informe concluye de esta manera:
El resultado ha sido la conformación de un órgano judicial cuestionado por la pésima calidad de su desempeño durante toda la gestión, ensombrecida además por un claro retroceso en la independencia judicial y la utilización política del sistema de administración de justicia. Y como corolario las pocas personas que mostraron la decisión de actuar desmarcándose del control político en el Tribunal Constitucional fueron apartadas del cargo bajo procesos sustanciados por la Cámara de Senadores, vulnerando el derecho al debido proceso, y en el Tribunal Agroambiental se produjeron hechos de violencia física y acoso laboral contra magistradas que cuestionaron determinados actos, sin ninguna consecuencia para los agresores”.
El año próximo Bolivia tendrá elecciones generales en un contexto de violencia política extrema, con una crisis de liderazgo en el partido de gobierno y con las cárceles ocupadas por presos políticos de esa Justicia hecha a medida, como Áñez y Luis Fernando Camacho, gobernador de Santa Cruz de la Sierra, detenido en diciembre de 2022. Si la comunidad democrática internacional no pone en radar la delicada situación, podría tratarse de la última elección semi-competitiva en Bolivia.
Es por ello que además de repudiar supuestos golpes de estados resulta importante que los gobiernos, los partidos y las organizaciones de nuestra región también denuncien con la misma firmeza lo que ha pasado en lo que respecta al desmantelamiento democrático que padeció Bolivia.
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