LEO ACHILLI
Domingo

Nunca me metí en política,
siempre fui gorila

En 'El mito del gorila', Osvaldo Pérez Sammartino dice que la histórica etiqueta contrera sigue viva porque los no peronistas temen confrontarla.

El mito del gorila, de Osvaldo Pérez Sammartino, va a dar bastante que hablar. En lo que sigue voy a tratar de hacer un retrato de la obra y de plantear algunas de las cuestiones que surgen en ella, cuya tesis central creo está muy bien descripta en la página 187: “El mito se impuso a la realidad: los no peronistas prefieren no confrontarlo para no parecer gorilas”. Como dice la muy conocida frase de la película Un tiro en la noche“cuando la leyenda se convierta en hecho, impriman la leyenda”. Este mito o leyenda, tal como muestra el autor, atraviesa la cultura argentina desde Discépolo hasta Borges, pasando por Argentina, 1985, la segunda oleada de juicios de lesa humanidad, el voto femenino, etc. El oscuro e inconfesable propósito del Pérez Sammartino es ir “hacia un republicanismo sin culpas”, como reza reveladoramente el título del último capítulo.

De entrada se pueden apreciar dos cosas sobre el libro: (a) el autor no es peronista (de hecho, si entendí bien, le atribuye en gran medida al peronismo la decadencia argentina desde mediados del siglo XX), y (b) está muy bien escrito por alguien que elige muy cuidadosamente sus palabras, un verdadero borgeano. También es un libro valiente, ya que rema contra la corriente en un país en el que todos somos peronistas.

El mito del gorila quiere explicar el mito del gorila, entonces, y no en el buen sentido de la palabra. Me estoy refiriendo por supuesto a la palabra “mito”. “Gorila”, por su parte, a esta altura para algunos se ha convertido en una palabra incluso elogiosa, algo no muy distinto a lo ocurrido con otros términos que nacieron con carácter descalificador pero que terminaron siendo aceptados por sus destinatarios, como “cristiano”, “anarquista” o incluso “bostero”. De todos modos, este libro es muy necesario ya que el mito del gorila sigue siendo muy poderoso.

De todos modos, este libro es muy necesario ya que el mito del gorila sigue siendo muy poderoso.

De la palabra “mito” se puede decir otro tanto, es decir, también puede tener un sentido no necesariamente peyorativo. Sólo aquellos fieles a la concepción estándar o ingenua (en el mejor de los casos) de la Ilustración creen que los seres humanos debemos guiarnos exclusivamente por nuestra razón, por ejemplo, que sólo debemos actuar conforme a razones con cuyo contenido estemos de acuerdo o que hemos creado nosotros mismos. Esto último, sin embargo, conduce inexorablemente al anarquismo, lo cual –a pesar de su muy reciente renacimiento– no es un proyecto viable una vez que los seres humanos han dejado de ser cazadores y recolectores. En realidad, los seres humanos –incluso los más ilustrados y quizás estos últimos más que los demás– necesitan de mitos en el sentido amplio o descriptivo de la expresión, lo cual abarca la búsqueda de sentido en general y, por lo tanto, la idea misma de cultura, de razones cuyo contenido no elegimos, sino que fundamentalmente recibimos del pasado.

Nótese además que la defensa misma de la Ilustración (o del liberalismo, con perdón de la palabra) presupone que ya existe una cultura ilustrada (o liberal) y esto último no depende de la razón de individuo alguno y, por lo tanto, debería ser considerado un mito si nos atuviéramos al sentido peyorativo de la expresión. En otras palabras, los seres humanos somos buscadores compulsivos de significado y no hay nada que podamos hacer al respecto, al menos mientras nuestro cerebro no experimente cambios profundos.

Mitos necesarios

Lo que sí podemos hacer es usar nuestra razón para entender que somos buscadores compulsivos de significado y tratar de influir en cuál forma de mito vamos a tener. Una de las cuestiones que plantea Pérez Sammartino, al menos indirectamente, es por qué existe “el mito del gorila” y no “el mito del peronista”, o incluso “el mito del liberal”, aunque como viene la mano daría la impresión de que se está conformando un verdadero “mito del liberal” pero no en el sentido en el que el autor le da al término, o en el sentido en el que el autor cree que vale la pena ser liberal.

En todo caso, los mitos son muy necesarios para la acción colectiva, ya que nos permiten actuar u omitir sin tener que estar pensando todo el día en ellos. Quizás esta cita de Tocqueville explique mi punto: Las formas permiten a los hombres cansarse pasajeramente de la libertad sin perderla. Ese es el principal mérito que tienen para mí”. Las formas jurídicas, las instituciones, la representación, el derecho, etc., son un mito en el sentido de que son una cultura, algo que no depende de ninguno de los individuos en particular, algo que suponemos al actuar, al pensar, etc. Y es por eso que no podemos darnos el lujo de vivir sin ellas. Sin embargo, en Argentina la desmitificación del liberalismo ha tenido muchísimo éxito, tal como lo muestra el mito contrario del gorila, y para colmo de males el intento de volver a mitificar el liberalismo va exactamente en la dirección contraria. 

Pérez Sammartino, impenitente, cree en el poder de la razón y por eso supone que “la simple exposición de los hechos refuta esos mitos”, es decir que cree que un libro puede convencer hasta aquellos que han caído presa del mito del gorila. Si la psicología cognitiva tiene razón –lo cual es un condicional retórico– la tarea que se propone el libro es, me atrevo a decir, la causa de Catón. Algo me dice que el autor va a estar totalmente de acuerdo, si no es que a esta altura apelaría a su admirado Borges: “A un caballero sólo le interesan las causas perdidas”. Es lo que el Laprida de Borges llamaba “mi destino sudamericano”, también citado en El mito del gorila. Las buenas noticias son que el negocio de las universidades es el de las causas perdidas.

Para no dejarnos llevar por la desesperanza, se cuenta –posiblemente de modo apócrifo– que un empresario, cansado de la locuacidad de Thomas Carlyle durante una cena, le espetó: “¡Ideas, Sr. Carlyle, ideas, nada sino ideas!”, a lo cual Carlyle respondió: Hubo una vez un hombre llamado Rousseau quien escribió un libro que contenía solamente ideas. La segunda edición se encuadernó con la piel de los que se reían de la primera”.

Diaritos provinciales

Volviendo a los gorilas, en el libro consta que hasta “los propios peronistas se lanzan entre ellos el mote de gorilas cuando están enfrentados”. El autor cree que esto se debe a que “la expresión ha perdido todo significado”, lo cual no descarto completamente. Pero habría que recordar que esto es muy común dentro de lo que podríamos llamar el fenómeno de la “revolución permanente”, por no decir de la “revolución”. Durante una revolución no queda otra alternativa que violar los derechos humanos de los enemigos. En eso consiste una revolución. El diputado Visca, que diera nombre a la comisión parlamentaria investigadora sobre la clausura de los diarios opositores y la libertad de prensa durante el primer peronismo, con mucha razón sostuvo: La mayoría eran diaritos provinciales sin significación, y una revolución como la nuestra no podía detenerse en minucias”.

Me parece muy reveladora, en este sentido, la frase que cita el libro del discurso de Perón del 15 de julio de 1955, luego del intento de golpe de sectores de la Marina: “Yo dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de todos los argentinos, amigos o adversarios. Mi situación ha cambiado absolutamente, y al ser así, yo debo disolver todas las limitaciones que se han hecho en el país sobre los procederes y procedimientos de nuestros adversarios, impuestas por la necesidad de cumplir los objetivos, para dejarlos actuar libremente dentro de la ley, con todas las garantías, derechos y libertades”.

Pérez Sammartino tiene muchísima razón cuando explica: “Si Perón recién pasaba a ser el presidente de todos los argentinos, por su propia confesión, no lo había sido durante los nueve años anteriores”. Perón decidió entonces, en julio de 1955, que la revolución había terminado e iba a dar paso al Estado de derecho. Sin embargo, si entiendo bien, el 31 de agosto, como explica el libro, “Perón dio por concluida esa breve etapa”. Perón explica por qué: “Les hemos ofrecido la paz y no la han querido. Ahora hemos de ofrecerles la lucha. Pero que sepan que esta lucha que iniciamos no ha de terminar… ¡hasta que los hayamos aniquilado y aplastado! La consigna para todo peronista… es contestar a una acción violenta ¡con otra más violenta! ¡Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”. De ahí que se pueda decir que el Estado de derecho durante el primer peronismo duró unos 45 días, a lo sumo dos meses (entre el 11 de julio y fines de agosto de 1955).

De ahí que se pueda decir que el Estado de derecho durante el primer peronismo duró unos 45 días, a lo sumo dos meses.

Ahora bien, una vez que el proyecto revolucionario en cuestión choca contra los límites que impone la realidad –salvo en Argentina, donde la realidad no existe y si existe no tiene límites; o como dice Woody Allen respecto de Dios: si existe espero que tenga una buena excusa–, decía que una vez que el proyecto revolucionario choca contra los límites que impone la realidad, entonces, dado que adaptarse a la realidad no es una opción –si lo fuera no serían revolucionarios–, la única explicación que encuentran los que están llevando a cabo esta revolución es el comportamiento desleal de los traidores que se alían con las fuerzas del mal o del maligno en contra de la revolución. Es por eso que los propios revolucionarios empiezan a dudar de si los demás son verdaderos miembros del movimiento o del grupo; por ejemplo, los protestantes se acusaban mutuamente de ser “papistas”, los comunistas de ser “contrarrevolucionarios”, los progresistas de ser “fascistas” y los peronistas de ser “gorilas”. No me sorprendería que incluso los conservadores se acusaran de ser mutuamente revolucionarios, probablemente en el caso de que estuvieran llevando a cabo una revolución conservadora.

Octógonos

En esta época en la cual los derechos de los consumidores han alcanzado su cenit, la tapa del libro debería contener varios octógonos nutricionales, del tipo: “Este libro tiene un alto contenido de demoliberalismo saturado”. El autor cree que democracia y liberalismo van juntos; yo diría que esto es así si todo sale bien, si tenemos suerte, pero lo podemos dejar para otra oportunidad. También debería figurar un octógono que advirtiera sobre la defensa descarada del Estado de derecho que se puede advertir en casi todas sus páginas, para no hablar de las repetidas críticas que figuran en la obra tanto contra la izquierda como contra la derecha. Si me lo permiten, quisiera usar la palabra con L una vez más, y espero que sea la última, porque me he propuesto usarla solamente lo indispensable. Este es un libro con alto contenido de liberalismo en casi todas sus páginas. En la metodología bastante artera del libro también debería figurar en un octógono. Por ejemplo: “Para refutar esa leyenda [sobre la discusión sobre la ley del voto femenino] basta leer los debates reales, no los ficcionados, que tuvieron lugar en el Congreso”. El libro quiere refutar las leyendas con hechos.

No sin razón, Pérez Sammartino plantea la discusión en términos de una oposición entre el liberalismo (si me permiten otra vez la expresión) y el fascismo, a la vez que sostiene que este último puede moverse tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, lo cual explica por qué puede haber gorilas de izquierda y de derecha, respectivamente. A primera vista, esto puede resultar sorprendente o chocante, ya que en primer lugar el término “fascismo” se ha convertido en un término peyorativo, a tal punto que el personaje de Sacha Baron Cohen en El dictador se ve obligado a agregar “y no en el buen sentido” cuando le espeta a un policía: “Usted es un fascista”. Mucha gente olvida que durante un lapso significativo de tiempo mucha gente se autocomprendía como “fascista” y habría que agregar: “Y a mucha honra”.

Mucha gente olvida que durante un lapso significativo de tiempo mucha gente se autocomprendía como ‘fascista’ y habría que agregar: ‘Y a mucha honra’.

Lo mismo se aplica a términos como “autoritario”. Decir que un gobierno es “autoritario” no parece una descripción neutral y mucho menos un elogio. Pero hay que recordar que hubo una época en la cual “autoritario” era simplemente el adjetivo que calificaba a aquello que se asociaba con la autoridad y significaba esencialmente “anti-liberal”. Los penalistas deben recordar el célebre título del ensayo de 1932 escrito por Georg Dahm y Friedrich Schaffstein: ¿Derecho penal liberal o derecho penal autoritario?, quienes formulaban la pregunta de modo retórico inclinándose hacia el extremo autoritario de la discusión.

En segundo lugar, estamos acostumbrados a asociar al fascismo obviamente con el espectro derecho de la electromagnética política. Sin embargo, cabe recordar que el fascismo es un fenómeno típicamente moderno, por no decir progresista. El futurismo –y su consiguiente presunción en que mañana vamos a estar mejor que ayer y que hoy– es uno de los rasgos característicos del movimiento. La idea misma de movimiento es distintivamente moderna y futurista: nos dirigimos hacia el futuro creyendo que allí o entonces estaremos mejor. A esto agregaría que el futurismo no es un rasgo exclusivamente fascista. El titán favorito de Adolf Hitler era Prometeo, el símbolo de la emancipación humana y la confianza en el futuro.

Pérez Sammartino da en la tecla cuando dice que la oscilación ideológica no es un problema para el peronismo, ya que su identidad no se caracteriza por el contenido de su ideología sino por la desconfianza en la mediación institucional, en el Estado de derecho, etc., y por su confianza plena en la infalibilidad de su líder. A la legalidad fluctuante le suele oponer la legitimidad indiscutible de un líder. Obviamente, una vez que el líder tiene dificultades legales adhiere sin miramientos a la legalidad, al Estado de derecho, hasta que una vez sobreseído o absuelto retoma su desconfianza habitual.

Como revela la inolvidable frase del Gatica de Leonardo Favio: ‘Nunca me metí en política, siempre fui peronista’.

Para decirlo al revés, entonces, el peronismo es un verdadero régimen, así como el liberalismo también lo es. Por lo tanto, no tiene sentido hablar de un partido peronista –como revela la inolvidable frase del Gatica de Leonardo Favio: “Nunca me metí en política, siempre fui peronista”–, así como no tiene mayor sentido hablar de un partido liberal. El problema, precisamente, es que se trata de regímenes, culturas enfrentadas que no pueden ser reducidas a partidos dentro de una contienda electoral.

Esto es algo que los liberales no parecen entender. Cuando el liberalismo tiene que adoptar la forma de un partido concede que tiene que crear aquello que desea defender, que aquello que quiere defender todavía no existe en gran medida. Puede haber liberales que tiendan hacia la derecha, otros hacia la izquierda, pero todos están dispuestos a atar su suerte a lo que dispongan las instituciones conformes al Estado de derecho democrático constitucional. El liberalismo a veces se inclina a la izquierda o a la derecha según dónde se ubiquen los enemigos del Estado de derecho, que están tanto a la izquierda como a la derecha.

Problemas liberales

El problema entonces que tiene el liberalismo argentino (por no decir latinoamericano) es que las culturas políticas no se crean, sino que se presuponen. No puede haber liberales sin una cultura liberal anterior, lo cual obviamente es un círculo vicioso. Encima la cultural liberal que sí parece estar aflorando en nuestro país tiene rasgos bastante anti-liberales, siempre y cuando estemos de acuerdo en que el liberalismo va acompañado necesariamente por el respeto del principio de legalidad.

Volviendo al libro, el autor con razón detecta cierto militarismo en el peronismo, es decir la proyección de la lógica militar a otros planos de la vida pública. Parte de la jerga de la historia de las ideas suele denominar este fenómeno como tacitismo, en alusión a la descripción que hacía Tácito en sus Anales sobre la vida política romana una vez que la vida pública de Roma adquiriera los rasgos de un ciudad tomada por sus enemigos. Sin embargo, hay un viejo refrán yiddish: “Rabino o cuidador de baños, todo el mundo tiene enemigos”, y el liberalismo no es una excepción. Una vez que el liberalismo es entendido como lo contrario del populismo, y viceversa obviamente, hay que reconocer que hay momentos en los que la distinción amigo-enemigo o inclusión-exclusión adquiere una innegable relevancia para todo razonamiento político, y si al liberalismo le interesa la política no puede ser una excepción. De aquí no se sigue que tengamos a matar a alguien, pero sí que el poder constituyente tiene que tomar una decisión y optar entre un modelo o el otro.

Yendo ahora a lo que considero la joya de la corona de El mito del gorila, el capítulo que más me atrajo, muy probablemente por deformación profesional, cuyo título es “Los peronistas somos derechos y humanos”. Si el libro solamente contuviera este capítulo ya valdría la pena leerlo por eso.

Durante la revolución, los derechos humanos son para los revolucionarios, ya que la sociedad entera debe ser completamente politizada.

Con mucha razón, Pérez Sammartino dice que “para el peronismo” la de los derechos humanos “era una causa nueva”. “Nada en su historia lo asociaba a la defensa de los derechos humanos, que es una idea liberal”. En todo caso, vistos en su mejor luz, los derechos humanos tendrían lugar una vez finalizada la revolución, pero no mientras tanto, como tan bien explicara el propio Perón durante aquellos dos meses que parece haber durado el Estado de derecho durante el primer peronismo. Durante la revolución, en todo caso, los derechos humanos (como la libertad de expresión, de reunión o de asociación) son para los revolucionarios, ya que la sociedad entera debe ser completamente politizada (incluyendo obviamente el arte). Con brutal sinceridad, el jacobino Jean-Marie Collot dHerbois había sostenido en 1793 que: Los derechos humanos no están hechos para los contrarrevolucionarios, sino solamente para los sans culottes”. Precisamente, los verdaderos Montoneros, explica el autor, “consideraban como un inadmisible prejuicio burgués a los derechos humanos, debido a su notoria filiación liberal. La causa de los Montoneros no era y no es la de la democracia, la libertad, el Estado de derecho y los derechos humanos”.

Cabe recordar que cuando Carlos Nino enseñaba derechos humanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, los alumnos le replicaban que eran un invento burgués, como Marx había explicado en La cuestión judía. Era tal la resistencia por parte del alumnado que Nino dejó de enseñar en Puán y se recluyó en la Facultad de Derecho de la UBA. Irónicamente, sin embargo, hoy en día quien no cree en los derechos humanos no puede entrar a la facultad.

Este capítulo sobre derechos humanos contiene pasajes propios de una película de Tarantino, o tal vez de un sketch de Monty Python. Esto puede sonar extraño pero les pido que aguanten conmigo o que me aguanten, como dice Marco Antonio en el Julio César de Shakespeare. Me estoy refiriendo, por ejemplo, al relato citado en el libro del médico Alberto Julián Caride, quien atendió en 1951 al estudiante de Química Ernesto Mario Bravo, desaparecido entre el 17 de mayo, cuando la policía lo arrestó en su domicilio, hasta el 13 de junio, cuando se informó que estaba detenido la comisaría 45:

Me despertaron telefónicamente y de madrugada, para requerir mis servicios profesionales. Fue idea de Amoresano, a quien conocía por haber sido empleado del sanatorio de mi suegro; él me llamó y envío un automóvil a buscarme. Allí me presentó a Lombilla [Cipriano, uno de los funcionarios policiales a cargo de la Sección Especial de la Policía Federal, responsables de torturar detenidos], quien explicó: “A mis muchachos se les ha ido la mano con un preso que ahora está inconsciente”. Me llevaron a un calabozo donde yacía un joven de 25 años, respirando espasmódicamente en una atmósfera sofocante, apenas cubierto por sus ropas interiores y fluyéndole sangre por la boca. Había sido golpeado cruelmente en la cabeza y parecía un animal herido y atrapado. Explicaron que era el efecto de la picana eléctrica y quisieron mostrármela; lo hicieron abundando en detalles sobre su aplicación, pero como yo diagnostiqué un principio de conmoción cerebral, aclararon: “Ah, debe ser porque yo lo agarré de los pelos y golpeé su cabeza sobre la mesa para ver si ablandaba los músculos; porque fíjese doctor, la picana contrae los músculos y el cliente queda duro. Entonces hay que ablandarlo a trompadas. Debe haber sido por eso…”.

Después de contar que los torturadores se jactaron de saber cuánto tiempo podían hacer su trabajo sin que la víctima muriera, Caride agrega que al día siguiente lo fueron a buscar otra vez y advirtió que no habían seguido sus indicaciones. Fue entonces que Lombilla quiso calmarlo:

No se altere, doctor, vamos a hacer lo que usted dice. Le pedimos este trabajito extra porque es un caso especial. Nuestros presos no figuran en las listas de detenidos y carecen de garantías, pero como los médicos policiales registran sus casos en un informe, yo prefiero mis propios médicos, que saben mantener el silencio. Porque usted ahora es nuestro cómplice”. Caride continúa: “Quisieron saber cuánto tiempo se necesitaba para que el preso recobrara el sentido y les advertí que no era seguro que eso ocurriera totalmente. Entonces planearon otra salida: ‘Si no reacciona, lo hacemos cruzar la calle y ¡páfate!, un accidente’. Pero Bravo reaccionó y prefirieron inventar la otra salida [que fue hacerlo aparecer con vida en una comisaría, imputado de haberse tiroteado con la policía en Villa Devoto]”.

En este mismo capítulo hay páginas muy esclarecedoras y concisas sobre la muerte del derecho penal liberal debido a la segunda oleada de juicios de lesa humanidad, es decir sobre los juicios que han violado garantías esenciales del proceso penal, como la cosa juzgada, la irretroactividad de la ley penal más gravosa, la prescriptibilidad de la acción penal (sobre todo respecto de acciones pasadas), la presunción de inocencia, etc.

El capítulo 5, sobre el voto femenino, contiene una cita de un discurso muy revelador del senador peronista por Santa Fe, Armando Antille: “Yo no creo en absoluto que la mujer sea igual al hombre. No lo es antropológica ni biológicamente. No lo es por su constitución ósea ni psíquica. La mujer ha nacido para realizar una función: la función maternal, nobilísima, a la que el hombre está ajeno. La mujer, por esa función que la naturaleza le ha dado, no ha venido a participar como el hombre en una vida de carácter social general. La mujer procrea, cuida su prole, vive entregada al hogar. Cuando oigo decir aquí y en otras partes que la mujer y el hombre tienen los mismos derechos, digo que es un error de expresión. Tienen los mismos derechos ante la ley, pero no tienen los mismos derechos ante Dios, ante la naturaleza y antes los hombres, porque la mujer ha nacido psíquicamente construida, estructurada para realizar una vida distinta, y hay quien sostiene que la mujer no se puede equiparar al hombre, porque tiene diferencias de cerebro, de constitución psíquica, de sentimentalismo”.

Pérez Sammartino transcribe estas palabras porque fueron las únicas expresadas en contra de la aprobación del voto femenino, a pesar del mito (en el mal sentido de la expresión) según el cual el peronismo tuvo que luchar contra la oposición para lograr dicha ley. Es aquí donde se puede apreciar la artera metodología del libro ya mencionada más arriba: “Basta para refutar esa leyenda leer los debates reales, no los ficcionados, que tuvieron lugar en el Congreso”. Con “debates ficcionados” el autor se refiere a un episodio de Sucesos argentinos —por si hiciera falta aclaro que se trataba de un informativo que se pasaba en los cines—, en el que se difundió la escenificación de un debate absolutamente ficticio “para exaltar al peronismo y ridiculizar a los opositores”.

El otro Sammartino

Aquí es donde aparece Ernesto Sammartino, uno de los primeros diputados opositores expulsado de la Cámara por haberse referido a la bancada peronista como un “aluvión zoológico”. Sammartino, quien en su capacidad de convencional constituyente de Entre Ríos ya en 1932 había propuesto establecer el voto femenino en dicha provincia, defendía una concepción de la liberación femenina muy diferente a la peronista. Esto es importante tenerlo en cuenta ya que debido a su condición de “gorila” se lo suele describir como un “reaccionario”. Sammartino, sin embargo, creía que había liberar a la mujer tanto política como social y económicamente, asegurando igualdad de trabajo, de salario, la reforma de la ley de maternidad, estatuto del servicio doméstico y participación en las ganancias. Durante el debate Sammartino recordó el caso de España en el que dado que la mujer había vivido subyugada, cuando obtuvo el voto “dio el triunfo a las derechas”: “Había vivido en el oscurantismo de la monarquía y del clericalismo sectario, y preparó con su voto la caída de la República y el triunfo de la tiranía de escapulario y espuela, que oprime a la España inmortal y heroica”.

Me da la impresión de que el autor quiere contrastar la posición de Ernesto Sammartino, claramente antifranquista, con la simpatía que el peronismo de la época mostraba por el franquismo, amén de que según Eva Perón “cuando hablamos del hogar argentino y de la mujer como símbolo de ese hogar, estamos hablando de la mujer cristiana, y del hogar asentado sobre esta base de sólida moral tradicional. De hecho, para legitimar nuestra aspiración de que toda mujer vote, podríamos agregar que toda mujer debe votar conforme su sentido religioso. (…) La mujer, al elegir, se definirá por lo que atañe a la conservación de su hogar, de su familia, de su fe católica, dejando de lado todo aquello que signifique un peligroso vuelco hacia lo inescrupuloso o lo antiargentino”. Mi sospecha queda confirmada cuando Pérez Sammartino concluye que: “mientras el supuestamente reaccionario Ernesto Sammartino procuraba que la mujer fuera libre y autónoma, en plena igualdad con el hombre, la supuestamente progresista Eva Perón le asignaba una condición subordinada”.

El capítulo sobre Borges es una delicia, donde se florean la claridad y la sutileza del autor. Por obvias razones de tiempo y espacio, de este capítulo me veo forzado a elegir un solo pasaje de una entrevista realizada a Borges por el diario uruguayo El País, de octubre de 1945: “La situación política en la Argentina es muy seria, tan seria que se están convirtiendo en nazis sin advertirlo. Tentados por la promesa de reforma social —una sociedad que sin dudas necesita una mejor organización que la que ahora tiene—, muchos se están dejando seducir por una desmesurada ola de odio que está recorriendo el país”.

Queda la gran pregunta acerca de por qué el mito del gorila ha tenido tanto éxito en provocar esa culpa o vergüenza que ha hecho que incluso quienes no comulgan la fe peronista se abstengan de referirse a algunos de sus aspectos más distintivos, que “ser gorila” sea el pecado que nadie —o muy poca gente— quiere cometer.

 

Una versión de este texto fue leída por el autor durante la presentación de ‘El mito del gorila’, el martes pasado en la Universidad de San Andrés.

 

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Andrés Rosler

Doctor en Derecho (Oxford). Profesor de Filosofía del Derecho (UBA). Investigador del CONICET. Su libro más reciente es 'Estado o revolución' (Katz).

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