BERNARDO ERLICH
Domingo

El héroe solitario,
la libertad y la balanza

La figura de Jaime Malamud Goti, teórico del derecho e ideólogo del juicio a las Juntas, se recupera en un nuevo libro como la de un liberal en el sentido más amplio posible.

Contra la corriente
Federico Morgenstern
Editorial Ariel, 2024
384 páginas, $25.900

Cuando se estrenó la película Argentina, 1985, hace un par de años, muchos de los que vivieron aquella época se quejaron de la representación de la figura del fiscal Julio César Strassera como un héroe solitario, que luchaba contra la burocracia y la inacción de la política para hacer justicia contra los dictadores. Se pasaba por alto, ciertamente, la acción de un gobierno que, con mucho riesgo, había tomado la decisión —y la había anunciado en campaña— de que la sanción a los militares fuera en el marco de la justicia y el debido derecho. El gobierno era presidido por Raúl Alfonsín y su ministro político era Antonio Tróccoli, presentado en la película casi como un aliado de los militares.

Los realizadores se defendieron diciendo que se trataba de cine y de que habían elegido la construcción de un héroe cinematográfico clásico antes que la fidelidad a la historia real. Con más cinismo que ingenuidad, aceptaron un doble discurso: era una película “necesaria”, que se pasaba en las escuelas, para que las violaciones a los derechos humanos no sucedan “nunca más”; era, al mismo tiempo, una construcción cinematográfica autónoma, con mecanismos estrictamente artísticos que no les debían fidelidad a los hechos reales. Cobraban dividendos en dos ventanillas sin ponerse colorados.

De las discusiones generadas por la película salió a la luz el protagonismo de un grupo de personas conocidas como “los filósofos”: Genaro Carrió, Carlos Nino, Martín Farrell y Jaime Malamud Goti, entre otros, reunidos en la Sociedad de Análisis Filosófico (SADAF). Ellos no sólo pensaron la forma en que el gobierno radical llevaría adelante la tarea de juzgar a las Juntas y a los dirigentes guerrilleros, sino su política general de derechos humanos.

En Seúl ayudamos a recordar esta historia entrevistando a Malamud Goti y a Farrell y complementando con otras notas que ponían de relieve la intención de Alfonsín de llevar adelante los juicios contra toda forma de violencia y la idea de que los derechos humanos eran un invento liberal.

El libro es el intento más completo, honesto y, curiosamente, divertido de revisar la historia penal de las últimas décadas de nuestro país.

El libro de Federico Morgenstern, Contra la corriente, publicado hace dos semanas, se centra en la figura de Jaime Malamud Goti, a quien el autor considera una de las figuras centrales del derecho penal de las últimas décadas. A través del análisis de la obra y la personalidad de Malamud Goti, Morgenstern retoma y amplía las discusiones derivadas del juicio a las Juntas. Pasan por sus páginas varios temas polémicos, que en algún momento parecieron sellados y archivados, pero que resurgen una y otra vez, como cosa irresuelta. Es el intento más completo, honesto y, curiosamente, divertido de revisar la historia penal de las últimas décadas de nuestro país.

Martín Farrell cuenta que terminó una charla con el presidente Alfonsín sobre la forma en que se iban a impulsar los juicios, con la siguiente frase: “No deje que nadie lo convenza de que Kant es mejor filósofo moral que Bentham”. Con gracia y elegancia, contraponía la ética de los principios, asociada a Kant, contra una mirada utilitarista, como la del jurista Jeremy Bentham, en la que se propone juzgar cada acto por sus consecuencias y no por los principios que lo animan.

En términos prácticos, en este caso se trataba de elegir si juzgar —siguiendo la ética de los principios— a todos aquellos militares que, sin importar su rango, hubieran cometido delitos en la represión, contra la idea de juzgar acotadamente a las Juntas militares. De esta última manera, se podía conjugar una señal institucional fuerte de apego a las leyes y en contra de la violencia con una actitud prudente que garantizara la gobernabilidad.

Kantistas o benthamistas

Para Alfonsín la alternativa era Kant o Bentham. Para el candidato justicialista, Ítalo Luder, no había opciones: había aceptado la autoamnistía de los militares y no tenía la menor intención de llevarlos a juicio. La sociedad argentina en 1983 votó por el juzgamiento y votó por Bentham, porque Alfonsín había dicho claramente en la campaña (por ejemplo, en el mítico acto en la cancha de Ferro) que los juicios se iban a hacer, pero que las responsabilidades estaban acotadas y que se iban a considerar tres niveles distintos.

La dicotomía Kant-Bentham es una de las muchas que atraviesan Contra la corriente en diversas formas. Aparece, por ejemplo, en el enfrentamiento que describe Morgenstern entre los filósofos del derecho Herbert Wechsler y Stanley Fish. En este caso, Wechsler representa la cara ortodoxa del derecho liberal, que considera que los principios invocados son neutrales, es decir, no se modifican de acuerdo a quién vaya a ser el beneficiado. Fish, en cambio, aboga abiertamente por un derecho penal adaptado a “la cara del cliente”, según la humorística formulación de Morgenstern. El ejemplo clásico es el de la marcha nazi en la ciudad de Skokie, Illinois, en 1976. Los nazis pidieron autorización para hacer una marcha y las autoridades del pueblo la denegaron. Los históricos defensores de derechos civiles, agrupados en la American Civil Liberties Union (UCLA), defendieron el reclamo de los nazis, basados en el derecho a la libertad de expresión, sin importarles “la cara del cliente”. Finalmente, la Corte Suprema de Estados Unidos falló en su favor, defendiendo la libertad de expresión sin que importara la filiación de los peticionantes. La ACLU y la Corte no fallaron pensando en las particularidades del beneficiado, en este caso un grupo nazi, sino en los derechos, que consideraban neutrales y universales.

La distinción entre estas dos formas de entender el derecho es fundamental para la discusión de los derechos humanos en la Argentina. El discurso de los años kirchneristas sobre la década del ’70 ha tenido principios que han variado “según la cara del cliente”, aunque sin la sinceridad expuesta por Stanley Fish. La expresión más evidente de esta duplicidad ha sido la reapertura de los juicios y la aplicación del 2×1, un caso que puso en jaque en 2017 a la Corte y que requirió la corrección de un fallo.

No sólo se falló “según la cara del cliente”, sino que se lo hizo para contentar a una multitud en la calle, quizás la más abierta renuncia al derecho penal liberal que se haya hecho en la Argentina.

Ese año, el fallo “Muiña”, de la Corte Suprema, determinó que a un acusado de delitos de lesa humanidad se le aplicara, por el principio de “ley más benigna”, el beneficio del 2×1. No había en la ley ninguna circunstancia que impidiera que un acusado de lesa humanidad tuviera los beneficios de cualquier otro acusado, salvo el de la imprescriptibilidad. El fallo provocó una reacción generalizada en contra que terminó en una concentración de protesta masiva, en una nueva ley de aplicación retroactiva sancionada de manera casi unánime, y en un nuevo fallo de la Corte en donde la mayoría del caso “Muiña” se disolvió, dejando al juez Carlos Rosenkrantz en disidencia solitaria. No sólo se falló “según la cara del cliente”, sino que se lo hizo para contentar a una multitud en la calle, quizás la más abierta renuncia al derecho penal liberal que se haya hecho en la Argentina.

Esa discrecionalidad en la aplicación de los derechos fue moneda corriente luego de la gestión de Raúl Alfonsín. El gobierno radical tuvo un cuidado enorme de no permitir que se pensara que los militares juzgados no tendrían todos sus derechos respetados. La división de las responsabilidades en tres niveles, como dijimos, fue promesa de campaña. La necesidad de expresarlo explícitamente en la Ley de Obediencia Debida no derivó de la presión del movimiento carapintada: como se ve en el libro de Pablo Gerchunoff sobre Alfonsín, correspondía perfectamente a la caracterización hecha en la campaña y fue anunciada antes de la insurrección.

Malamud Goti se mostró valiente, defendió la gestión de derechos humanos de Alfonsín y, posteriormente, criticó el fallo del juez Cavallo en el caso “Simón”, que le abrió la puerta a la reapertura de los juicios desarrollada durante el gobierno kirchnerista. El Congreso, en uno de sus clásicos movimientos pendulares, decidió en 2005, basado en el fallo del juez Cavallo, que las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida eran inconstitucionales. Todo el andamiaje alfonsinista para la transición, con juicios acotados, se derrumbó. Buena parte del derecho penal liberal, también.

Las argumentaciones de Jaime, presentadas por Morgenstern, muestran a un gran conocedor y teórico del derecho penal, pero también a un humanista sensible.

Las argumentaciones de Malamud, presentadas por Morgenstern, muestran a un gran conocedor y teórico del derecho penal, pero también a un humanista sensible. Malamud es un penalista que sufre: para él, la dicotomía culpable-inocente “desresponzabiliza”, crea una ficción en donde la acusación delimita dos campos y nada más que dos campos: acusados y acusadores, dejando de lado a todo el resto de la población, habitantes de zonas grises. Por un lado, Jaime quería un juicio lo más acotado posible. Como dice él: hit and run, señalar y juzgar a un par de decenas de represores y avanzar en la consolidación de la democracia. Tomó a su cargo la relación con los militares, con los cuales trató en esas circunstancias complicadas. Fue empático con ellos, aunque estaba empujando un juicio histórico que ponía a la cúpula en la picota. La responsabilidad le indicaba, además, que la democracia era débil y que había que combinar una sanción ejemplar con la prudencia. Por otro lado, Jaime entendía que la sociedad les había encargado a los militares que se ocuparan de la guerrilla, desentendiéndose de los métodos utilizados y de las consecuencias. Dice:

Subsisten enormes inconvenientes con la estrategia de llevar a cabo los juicios: al apuntar casi exclusivamente contra un número relativamente pequeño y definido de violadores de derechos humanos, los juicios amenazaron con convertirse en el instrumento formal para frustrar la lógica básica sobre la cual se construye la importante noción de responsabilidad. Como consecuencia directa de los juicios, el reproche formal absolvió a muchos civiles que habían apoyado a la dictadura militar, haciéndoles creer que ellos no estaban entre los culpables sino entre los acusadores. Por estar basados en la lógica bipolar de la justicia penal —“culpable” o “inocente”— los juicios contribuyeron a la convicción ampliamente compartida de que los que no eran acusados ante los tribunales “eran inocentes”. En consecuencia, el lado negativo de los juicios consistió en la imposibilidad de presentar cargos contra los miles de instigadores y cómplices civiles y militares de la guerra sucia.

También:

Paradójicamente, el rasgo más atractivo de los juicios –establecer una verdad común, limitando los hechos a aquellos relevantes a la culpabilidad y la inocencia penal– fue también su mayor debilidad. Esta debilidad fue la consecuencia necesaria de una inevitable sobresimplificación de la historia, en la cual desaparecía el terreno intermedio entre el completo inocente y el total culpable.

Malamud es un hombre que entiende. Entiende la necesidad de juzgar y entiende que no se puede juzgar a todos. Entiende a los militares, desconcertados ante el cambio de época y del brusco desplazamiento de su lugar en la sociedad. Entiende que si uno es consecuente en la defensa de los derechos individuales, esos derechos pueden llegar a favorecer a personajes detestables, pero que eso no importa. Malamud entiende que un país se construye tanto con recuerdos como con olvidos en común. Morgenstern cita un trabajo notable en el cual Jaime, una vez más, rema contra la corriente. Es un artículo comentando la celebrada intervención del juez Baltazar Garzón deteniendo a Pinochet en Londres. Malamud se aparta de la algarabía generalizada al rechazar las intervenciones desde “afuera”, de jueces internacionales, que ignoran los complejos procesos de memoria y olvido que desarrollan las naciones en sus procesos de transición a la democracia. Posteriormente, Baltazar Garzón cayó en desgracia en la comunidad internacional, pero en aquel momento, como describe maliciosamente Morgenstern, era como “un rockstar jurídico, aunque con la voz del Pipa Gancedo”.

Héroes

Uno de los motores de Morgenstern para escribir este libro es llenar un lugar vacío: el de la discusión teórico-práctica de cierto nivel. El autor se lamenta de que los protagonistas de esta historia extraordinaria, e incluso sus detractores, quienes les reclamaban castigos generalizados, no hayan discutido más frontalmente.

Para suplir esa carencia, Morgenstern infla con esteroides a un personaje aparentemente menor, Marcelo Sancinetti, un autor de derecho penal al que le dedica la segunda parte del libro bajo el título “Némesis”. Las objeciones de Sancinetti al juicio a las Juntas son de orden maximalista y no parecen haber superado la prueba del tiempo, pero le sirven a Morgenstern para armar su relato y resaltar a Jaime Malamud Goti como a un “héroe imperfecto”.

El libro tiene un prólogo de Martín Farrell y un epílogo de Andrés Rosler. Justamente, el autor, Federico Morgenstern, parece ser heredero de estos dos filósofos del derecho, y también de su amigo y objeto de estudio, Jaime Malamud Goti. De los tres abreva en sus ideas liberales amplias, razonadas y firmes; de Rosler toma también un humor zumbón y ácido y el amor por las referencias culturales literarias y pop.

El “héroe imperfecto” que describe es, probablemente, un héroe trágico, aquel que, fiel a sí mismo y a sus ideas, no se engaña y acepta las responsabilidades que le tocan. Es un héroe solitario, no menos héroe y no menos solitario que el Strassera de la película Argentina, 1985.

 

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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