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La polémica de la semana pasada tuvo un foco algo novedoso: el Museo Histórico Nacional. El conflicto tuvo dos actos: primero, el fin del contrato de Gabriel Di Meglio como director de ese museo; luego, la decisión del Gobierno de adelantar la salida del historiador para evitar una despedida pública. ¿Por qué es polémico que el Ejecutivo reemplace al director de un museo nacional que está bajo su propia estructura administrativa y que había sido designado por decreto? ¿Y cuál sería el perfil aceptable para el responsable administrativo del repositorio oficial de nuestra historia?
Según los indignados que protestaron esta semana en las redes y otros medios, esa persona debe provenir de la élite del mundo académico. Sin embargo, el requisito deja escasas opciones al gobierno: la academia hoy está situada casi enterita en la orilla de enfrente de sus ideas.
Esto no había sido siempre así: hubo un tiempo en que la vida cultural e intelectual era más heterogénea y tolerante. El posicionamiento unívoco de nuestras mentes brillantes subsidiadas tiene un origen. Como vicio profesional, antes de avanzar quiero dar un poco de contexto histórico.
Intelectuales tomados
Hasta 2001 una de las funciones básicas de las organizaciones sindicales era ser el ariete que debilitaba y deslegitimaba a los gobiernos no peronistas cuando estaban en la oposición, y los que protegían las políticas de los gobiernos alineados. Después de la crisis, la CGT perdió esa eficacia. Las protestas ya no venían del conurbano controlado por punteros peronistas –como si había ocurrido en los disturbios y saqueos organizados de la época—, sino de la clase media urbana. Ahora, el riesgo para un gobierno ya no eran las huelgas en Avellaneda, sino los cacerolazos en Palermo.
Néstor Kirchner halló una solución a este panorama: sustituir el blindaje sindical por uno simbólico y cultural. El nuevo escudo protector del PJ se armó con artistas, músicos, actores, periodistas, académicos, intelectuales, víctimas de la dictadura; es decir, todos aquellos con vocería y representación en la clase media. Encuentro, Paka Paka, los museos, las universidades, los nuevos medios privados y los viejos medios públicos, el INCAA, el INADI y los organismos de derechos humanos, entre otros, actuaron como la primera línea de defensa del Estado K.
Sostenidos por los recursos de la soja y el petróleo, se crearon nuevos referentes sociales. Desde cocineras y dirigentes de fútbol, hasta filósofos, músicos, humoristas e historiadores mediáticos. Fue una tarea que llevaron a cabo ya no los funcionarios desde sus ministerios (o no sólo ellos), sino los propios representantes del mundo de la educación, el arte y la cultura, muchos de ellos viejos militantes de los ’70.
La tarea fue sistemática. Se apropiaron de valores, sucesos y personajes que hasta entonces gran parte de la sociedad argentina sentía como propios más allá de las ideologías, y los fueron transformando en marcas identitarias del nuevo ecosistema kirchnerista. De San Martín a Alfonsín, de Mariano Moreno a Alicia Moreau de Justo, de Víctor Hugo a Charly García, todo fue tuneado para entrar en el molde nacional y popular.
De San Martín a Alfonsín, de Mariano Moreno a Alicia Moreau de Justo, de Víctor Hugo a Charly García, todo fue tuneado para entrar en el molde nacional y popular.
Una de las dimensiones de este proceso fue la conquista de las universidades, lo que significó en los hechos el fin de la autonomía universitaria. El kirchnerismo controló las universidades con recursos y militantes, y desde allí también produjeron discursos legitimadores. Simultáneamente coparon el CONICET y otras agencias científico-tecnológicas con sus agendas y sus mandatarios, las explotaron de personal alineado e impidieron el ingreso o ascenso de quienes no coincidían con ellos.
Así, no solo tomaron el control institucional del mundo de las artes, la cultura y la educación; al mismo tiempo, expulsaron de ahí a quienes resultaban un peligro para la expansión de ese relato o enviaron a los márgenes a quienes no repetían las consignas oficiales.
Durante el gobierno de Mauricio Macri, esta maquinaria cultural operó con fuerza y mucha eficacia asociada a la red de comunicadores de Corea del Centro. Si se coteja quiénes participaron en aquellas operaciones —por ejemplo, la del caso Santiago Maldonado— y las actuales, con la lista de apoyos a Alberto Fernández y Sergio Massa, se va a encontrar un alto grado de coincidencia.
Fast forward
Fast forward unos diez años: la academia sigue kirchnerista y coleando, y hasta se da el lujo de exigir la dirección de instituciones culturales claves como el Museo Histórico Nacional. Yendo al hecho concreto: Gabriel Di Meglio era el director designado a dedo por Tristán Bauer, el Apold cristinista y ministro de Cultura de Alberto Fernández. Es decir, Di Meglio era un funcionario político que fue renovado por el gobierno de Milei durante casi dos años de manera semestral (así son los contratos de este tipo), hasta que la Subsecretaría de Patrimonio Cultural decidió cortar la contratación.
El Gobierno tiene derecho a decidir sobre sus funcionarios. Más allá de los méritos de Di Meglio, es legítimo que haya una visión distinta a la que ha predominado en el Estado durante los últimos 20 años, y que la Secretaría de Cultura, de quien depende el museo, quiera renovar la dirección.
Por otro lado, debería ser normal que los funcionarios políticos se vayan con quien los designó: en este caso, Di Meglio podría haber renunciado al asumir el nuevo presidente. No estaba concursado, no tenía un mandato que cumplir. ¿Por qué no lo hizo? Parece que recién ahora, una vez que le pidieron la renuncia, empezó a molestarle la motosierra. No la había visto.
Los observadores del estado de la cultura tienen, además, otra crítica: que se aceleró el desplazamiento del director para que no hiciera un acto de despedida. El homenaje, organizado por el propio Di Meglio, consistía en una visita guiada por el museo, con la asistencia, cabe esperar, de nutrida militancia. Se quejan, los observadores, de que el Gobierno haya tratado de impedir el festejo. ¿Por qué iban a dejar que montara ese acto de ego-política opositor para enaltecer sus circunstancias personales? Como dijo en Seúl la ahora diputada del PRO Daiana Fernández Molero: «Igual no te van a querer».
Está claro que no existe una forma neutral de relatar el pasado, pero también que no debería haber una visión unívoca.
Está claro que no existe una forma neutral de relatar el pasado, pero también que no debería haber una visión unívoca. La racionalidad indica que otra perspectiva historiográfica y museológica podrá complementar la tarea realizada por el ex director, que podrá encontrar nuevos desafíos en museos de otros distritos, esos que nunca son motivo de atención de los firmantes de cartas abiertas.
Pero se quejan, los representantes nobiliarios del mundo académico, de que a los funcionarios que propone el Gobierno no son los que ellos desearían, “no les da el piné”. ¿De dónde esperaban que salieran, sino de los márgenes, las visiones impugnadoras tras 20 años de un Estado megalómano? Instalados en sus poltronas de universidades privadas o del exterior, reclaman para sí —para sus ideas, para sus formas, para su estética— el manejo de los espacios comunes ligados a la historia, la cultura y el arte de toda la sociedad. Pero durante 20 años se dedicaron a ahogar cualquier relato diferente y crítico en esos mismos espacios.
La idea de que sólo ciertos aristócratas sostenidos por décadas de fondos públicos son los autorizados a dirigir las instituciones vinculadas al saber o a la cultura es algo que necesitamos superar. La carta del monopolio del conocimiento ya la jugaron durante el gobierno de científicos.
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