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“Andá por allá derecho y fijate si te dejan pasar”, me dijo un guardia de seguridad del Viva la Derecha Fest, el lunes pasado pasado en Córdoba. La indicación me sorprendió, porque poco antes había recibido un mail donde me confirmaban que estaba acreditada. El mensaje prohibía el ingreso con cámaras de foto o video al recinto (un requisito un poco Corea del Norte), pero aseguraba un espacio para cubrir el evento. Al llegar al checkpoint y preguntar otra vez, un joven de traje con una credencial al cuello y pinta de organizador me señaló un corralito de vallas a la derecha, a 50 metros del auditorio del Hotel Quórum, desde donde no se veía ni oía nada de lo que pasaba adentro y, además, a la intemperie, en una noche que bajaba de los diez grados. “Qué? ¿Este es todo el acceso que tenemos?“. Me acerqué al quejumbroso grupo de periodistas que murmuraba en el sector.
–Hay otro corralito por allá, pero es todavía peor.
–¿O sea, no tenemos acceso al auditorio? –insistí.
–No. Él tiene un QR pero ya lo ficharon como periodista así que no lo dejan pasar.
Uno de ellos discutía con el guardia, que lo amenazaba con que no quería verlo volver a acercarse. Por suerte, nadie ahí parecía haberme prestado mucha atención, por lo que retrocedí hasta el café del hotel y me encontré con un conocido que me facilitó un QR para intentar entrar como “civil”.
Una vez sorteado este obstáculo no tuve más demora, ya que el ingreso estaba dividido por sexo y en la fila de mujeres no había casi nadie. En la otra se veían varios grupos de varones jóvenes. Prolijos la mayoría. Mucho sweater con camisa, algunos trajes de calce bolsudo. No era el típico ambiente que se palpa en un baile de cuarteto o en la cancha, ni siquiera en el centro de Córdoba: era un público más selecto. Me sentí en una subsede de la Universidad Católica o de la Siglo 21.
Anticlímax
Con tanto operativo anti-prensa, me imaginé que dentro debía estar viviéndose un verdadero carnaval catártico con estandartes romanos, jolgorios de Fernet y descorches de lágrimas de zurdos, ministerios de utilería ardiendo en llamas: es decir, una kermesse libertaria donde tirar el blanco a los mandriles. Pensé que semejante blindaje buscaba preservar un festival dionisíaco de pasiones exacerbadas, un desmadre lúdico y orgiástico de la derecha popular.
Al cruzar el umbral, custodiado por un muñeco de Dragon Ball Z tamaño humano, me encontré sin embargo en un aburrido acto político de manual, de una prudente convocatoria de 2.500 personas y con una mayoría de gente sentada en sillitas y dispersa en sus celulares. El toque de color lo pusieron un punteo de guitarra eléctrica del Himno Nacional y los efectos visuales de fuego que se veían en la pantalla principal. Pegado al escenario y a la pasarela por donde desfilaban los disertantes había un sector vip, donde se acomodaban miembros del staff y algunas figuras políticas nacionales y del establishment provincial.
La conducción del evento anti-casta estuvo a cargo de Erick Kammerath, un influencer libertario sobrino de Germán Kammerath, ex intendente de Córdoba que cumplió una condena por corrupción en la cárcel de Bouwer. Lo acompañaba como co-conductora una mujer voluptuosa vestida como valquiria que presentaba a los oradores con una admiración desbordante que contrastaba con el público abúlico.
El Gordo Dan, de quien esperaba la nota de disrupción juvenil y tuitera, hizo un cosplay de político tradicional: leyó un discurso de diez minutos desde un atril, trajeado y con corbata. Algo tenso, quizás por haber quedado excluido del armado electoral en la provincia de Buenos Aires, fue el más aplaudido después de Milei.
El Gordo Dan, de quien esperaba la nota de disrupción juvenil y tuitera, hizo un cosplay de político tradicional
Si alguien de este entorno me parece detestable es Nicolás Márquez, pero debo admitir que tiene gancho discursivo, y muy a mi pesar su exposición me provocó algunos jijazos. Embutido en una gabardina de cuerina estilo Gestapo, el ideólogo libertario llamó a “patear la cabeza del enemigo que está en el piso”. Igual luego aclaró: “Con golpes cívico-electorales”. Menos mal.
Mi sensación era la de estar en unas jornadas regionales de capacitación del sector público, que aumentó cuando Agustín Laje desplegó una tedioso power point. El core de su presentación era una tesis infantiloide sobre por qué la gente de izquierda es más malvada e infeliz que la gente de derecha, que intentó revestir de intelectualidad explicando la definición de silogismo, citando las distintas acepciones de “envidia” según Espinoza, Francis Bacon, Nietzsche y otros, y mostrando como prueba una serie de estudios de psicología social (justamente la disciplina más cuestionable epistemológicamente para alguien que se dice defensor de la derecha ilustrada).
Finalmente llegó el momento de más euforia: el presidente saltando al ritmo de la mítica canción de La Renga. Muchos se pararon en sus sillas, otros empezaron a gritarles que se sienten. Milei cambió de trifásica a monofásica y empezó a hablar, hablar y hablar. Habló más de una hora, en sus términos grandilocuentes y el tono de autoafirmación de siempre (“el mejor Gobierno de la historia”, “el mejor ministro de Economía de la historia”, “el coloso Sturzenegger”) e incluyó varias agresiones a su vicepresidente.
Y el fest quedó ahí.
Charlando con algunos de los asistentes, descubrí que muchos eran militantes organizados y otra gran parte eran personal en funciones: choferes y asistentes de los políticos invitados, policías vestidos de civil, miembros de fundaciones y organizaciones ligadas al oficialismo. Por supuesto que mi muestra al azar no tiene el rigor de una encuesta, pero no encontré, y eso que lo busqué, a ningún entusiasta autoconvocado. Todos fueron amables, me preguntaron dónde iba a escribir y les contesté que probablemente no les iba a gustar, me contestaron que estaban abiertos a leerme igual. Tenían sus matices con respecto a lo expuesto en el escenario, la mayoría reconoció que no le agradaba mezclar la religión con la política, por ejemplo. “Fue una reunión”, compartieron algunos. “Estuvo tranqui”, dijeron otros.
Poder inseguro
El cierre del evento me dejó con un regusto desabrido y un gran interrogante: ¿a qué le tiene tanto miedo el Gobierno libertario? ¿A una foto con gran angular de la papada presidencial? Es evidente que semejante despliegue de recursos públicos, como la logística estatal y el personal militar, para evitar que se infiltren un par de noteros opositores no era para proteger un congreso aburrido o simplemente por encono hacia los periodistas. El peligro no debe ser el evento en sí, sino lo que pudiera filtrarse.
Empiezo a sospechar que quienes tanto dicen reivindicar la entropía y el orden espontáneo le tienen terror al azar, a la imagen sin control, como si bastara una foto mal encuadrada o un video sin edición para deshacer todo un relato. Esto evidencia que el relato es débil. La obsesión con curar cada contenido es la manifestación de un poder inseguro, pendiente del montaje, que necesita reafirmarse a sí mismo. Como un conductor de Amarok que compensa baja autoestima con alta cilindrada. Quizás lo que intentan proteger con tanto celo no es un poderoso secreto, sino una narración frágil que se puede desmoronar si es cubierta desde otro ángulo.
Quizás lo que intentan proteger con tanto celo no es un poderoso secreto, sino una narración frágil.
La Libertad Avanza hace ostentaciones histéricas de poder blando y batalla cultural, pero el lunes en el Hotel Quórum sentí que todo eso era para tapar que hay serias contradicciones en su relato, que sus internas son feroces, que no hay un rumbo claro ni una visión del mundo. Lo único que pueden controlar es su propia imagen y la imagen, controlada, se vuelve insípida, seca, sin alma.
En los paneles del Derecha Fest no hubo una agenda ideológica definida ni un despliegue de imaginario político al estilo MAGA o alt-right. No hubo grandes golpes retóricos al feminismo o al progresismo, ni proclamas morales o culturales. Los discursos giraban en torno a la defensa del Gobierno, las internas con Villarruel y otro chiquitaje coyuntural y electoral. Se va perdiendo la frescura de aquel espacio juvenil, con una nueva visión de mundo que irrumpió en la política hace un par de años. Significantes como la casta y los kukas se repetían como una coreografía cansada, pero vacíos de sustancia. Apenas funcionarios haciendo control de daños.
Aproveché el cierre para recorrer los stands comerciales, donde vendían figuritas de acción y animé japonés, comics y manga, remeras con inscripciones como “Roma no paga traidores” y “No fueron 30.000”. Me saqué una selfie con las figuras de cartón de Georgia Meloni y Donald Trump, y me fui.
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