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Contra la corriente

La historia del conflicto por las salmoneras en Tierra del Fuego muestra la influencia del ambientalismo pero deja pendiente el desafío de diversificar la economía fueguina.

Hace unos días, la Legislatura de Tierra del Fuego aprobó una ley que prohíbe la cría de salmones en las aguas de la provincia. La decisión fue considerada un hecho histórico, no solo por los mismos legisladores que la tomaron, sino también por los representantes de distintas organizaciones ambientalistas y de otros grupos de la comunidad fueguina. Tal vez, la definición de “histórico” sea apresurada pero, en todo caso, creo que sí se puede afirmar que la ley es el resultado de un proceso propio de los tiempos que corren. La verdadera discusión no tuvo lugar en la Legislatura sino antes, en un sinnúmero de manifestaciones públicas, y puso a la vista muchas de las debilidades y muchos de los riesgos que conllevan los proyectos basados en la acuicultura intensiva y en la cría de especies exóticas. Y constituye un ejemplo clásico, y a la vez sorprendente, de la importancia que le puede otorgar una comunidad a problemas que, al menos a primera vista, parecerían estar alejados de sus prioridades cotidianas.

Los planes para crear un complejo de cría de salmones en las aguas del canal Beagle se pusieron en marcha en 2018, cuando los gobiernos nacional y provincial, la Fundación Argentina para la Promoción de Inversiones y Comercio Exterior (la antigua Fundación Exportar) y la compañía estatal noruega Innovation Norway firmaron una serie de convenios para establecer granjas marinas. El esquema era simple y previsible: los noruegos tenían a su cargo la inversión y la tecnología, y los fueguinos, por su parte, aportaban las aguas y las costas del canal y el grueso de la mano de obra. Algo similar a lo que, ya desde hace décadas, funciona en algunas regiones de Chile.

Pero cada caso es un caso, y antes de que esos planes se vieran reflejados en alguna acción concreta de cierta importancia, surgieron voces que, en su mayor parte, pedían aclaraciones y precisiones acerca del modo de funcionamiento de esas granjas. En algunos (pocos) casos, se oponían frontalmente a su puesta en marcha. Durante el año siguiente la discusión se mantuvo sobre carriles más o menos previsibles: de un lado, una iniciativa estatal que avanzaba con la misma lentitud que habían tenido antes tantos planes destinados a transformar la matriz productiva de Tierra del Fuego. Y del otro, un conjunto de ONG que se esforzaban en hacer oír su grito de defensa del medio ambiente. Con el tiempo las cosas empezaron a cambiar y, en los primeros meses de 2019, lo que había empezado como una más de las campañas que llevan adelante los grupos ambientalistas, se había convertido en una causa pública que giraba alrededor de un lema tan simple como contundente: “No a las salmoneras”.

Lo que había empezado como una campaña ambientalista más se había convertido en una causa pública alrededor de un lema tan simple como contundente: “No a las salmoneras”.

Cuando todavía era asunto de pocos, la discusión se había concentrado en temas específicos: tamaño y cantidad de las granjas, ubicación, patrón de emplazamiento, sistema de aporte y circulación del agua, etc. Pero ya no: los que exigían la cancelación del proyecto habían dejado de ser una minoría, o por lo menos se hacían oír como si así fuera. En marzo, dos legisladores del Movimiento Popular Fueguino (el partido provincial de Tierra del Fuego) presentaron un proyecto de ley que prohibía la cría de salmones en la provincia. Y en el curso de los meses siguientes, las fuerzas en contra del convenio noruego siguieron creciendo y ganando impulso.

Es difícil establecer el momento a partir del cual el proyecto de instalación de las salmoneras dejó de ser posible. Pero si tuviera que elegir uno, diría que fue en agosto de ese año, cuando el chef Francis Mallman, declaró –me siento tentado a decir que confesó– que “nunca es tarde para cambiar” y que, en adelante, ninguno de sus menús incluiría salmones de criadero. La decisión de Mallman fue imitada por varios de los chefs más prestigiosos de la Argentina, y al menos uno –Lino Adillón, del restaurante fueguino Volver– se transformó en un abanderado de la campaña.

No llorar a los salmones

Mi impresión es que a esa altura los mismos noruegos debían haber perdido buena parte de su entusiasmo. La discusión había pasado primero de los aspectos técnicos a la razonabilidad del proyecto, pero ahora se orientaba sobre un aspecto mucho más serio: el problema no eran las salmoneras, el problema eran los salmones. Porque, de pronto, se empezaba a oír cada vez más fuerte que, a pesar de su textura, a pesar de su color y a pesar del sushi, la mayor parte de los salmones que llegan al mercado se producen en condiciones poco seguras, y sobre todo, sumamente dañinas para el medio ambiente. Los únicos salmones que escapan a estas reglas (los salvajes) son difíciles de conseguir y, sobre todo, muchísimo más caros que los que nos ofrecen normalmente. Aun así, con o sin el impulso de los noruegos, el tren seguía en marcha y ya no iba a detenerse hasta que, por unanimidad y con un aplauso cerrado, se sancionó la ley que dice, ahora de manera formal, lo que antes decía la campaña: no a las salmoneras.

Sé que no es importante; pero por si alguien quisiera saberlo, creo que la decisión de la Legislatura merece celebrarse. Sin embargo, merecería celebrarse mucho más si, al mismo tiempo que clausura una propuesta, buscara la manera de impulsar otras, que también buscaran atraer inversiones y generar puestos de trabajo a partir de recursos locales. Las salmoneras del canal Beagle, como las de Chile, solo hubieran podido producir algo así como la versión popular del salmón escocés o noruego. O, peor aún, una versión que cargue, casi como un pecado de origen, todos los costos ambientales generados en la cría de una especie exótica en condiciones de semicautiverio. Y aun si dejamos de lado las consideraciones ambientales –solo por un momento, no quisiera ser acusado de irresponsable–, hay otro aspecto que no se puede dejar de tener en cuenta. La calidad de los productos alimenticios depende, cada vez más, de un conjunto de valores asociados a su origen y a los procesos mediante los que se consiguieron. Incluso con los controles ambientales más estrictos, los “salmones noruegos” de Tierra del Fuego tendrían grandes dificultades para acceder a aquellos mercados en los que se exigen garantías de responsabilidad ambiental y social y sostenibilidad.

El próximo desafío es encontrar, entre los noruegos o en otra parte, a los socios capaces de desarrollar nuevos proyectos de puesta en valor de productos marinos, pero esta vez de origen autóctono.

El próximo desafío de las autoridades, las organizaciones ambientales, las empresas y la comunidad de Tierra del Fuego es encontrar, entre los noruegos o en otra parte, a los socios capaces de desarrollar nuevos proyectos de puesta en valor de productos marinos, pero esta vez de origen autóctono. Podrían ser los mejillones del canal de Beagle, que presentan una serie de características que los convierten en un producto único; una u otra de las especies de merluza; las centollas, y quién sabe cuáles más. Pero esta vez, sin necesidad de antibióticos ni alimentos balanceados, y sin poner en riesgo ni la flora ni la fauna locales. Y, a cambio, capaces de ofrecer, además de su aspecto, textura, color y sabor, todos los atributos –algunos de ellos difíciles de medir, pero aun así valiosos– asociados a las áreas naturales prístinas, a la magia de la Patagonia y al encanto de la fórmula “del fin del mundo”.

En las últimas dos o tres décadas, el movimiento ambiental ha provocado muchísimos cambios, tanto en Tierra del Fuego como en buena parte del mundo. Y eso se logró, en buena medida, a través de una serie de acciones defensivas, destinadas a alertar sobre los riesgos de unas u otras prácticas. Pero eso ya no es suficiente: una política ambiental orientada al futuro debe incluir, también, la búsqueda de alternativas que permitan articular las acciones de conservación y los procesos productivos. O, puesto en palabras más simples, es necesario aprender a cuidar, a la vez, a la tierra y a los que vivimos en ella.

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Alejandro Winograd

Biólogo, editor y escritor. Consultor en proyectos de conservación y desarrollo en áreas naturales de Tierra del Fuego. Director de la Colección Reservada del Museo del Fin del Mundo (EUDEBA–Museo del Fin del Mundo). Autor de varios libros acerca de la Patagonia, Tierra del Fuego y Malvinas.

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