Los problemas de la ciencia en Argentina surgen de forma recurrente y generan bullicio, sobre todo en las redes sociales. Más aún cuando involucran el CONICET, el organismo de ciencia más conocido (pero no el único). Mal que nos pese a los científicos, que nos solemos creer el centro del universo estudiando temas fundamentales para el desarrollo del país, en el páramo de los problemas argentinos, en donde la pobreza e indigencia, la mala calidad educativa o la economía desquiciada son peñascos, el CONICET representa unos pocos granos de arena. Pero cada tanto la arena se nos mete en el ojo y nos hace perder de vista los problemas más grandes, pasando a ser nuestro problema central.
Hace unos días el directorio del CONICET decidió posponer la publicación de listados de becas y promociones de la carrera del investigador con el argumento de que en 2024 regirá el presupuesto vigente de 2023. Eso significa que, considerando la alta inflación prevista, habrá una notoria rebaja de recursos. Eso desencadenó una cantidad de reclamos y discusiones en la comunidad científica, perfectamente entendibles. Pero más allá de los reclamos, la realidad es que la plata se acabó y el dinero no se crea por arte de magia. La crisis económica es profunda y severa y existen prioridades urgentes. Es duro decirlo de este modo, pero parece que ante la caída del telón que tapaba la miseria en que vivíamos, nos escandalizamos de nuestra propia pobreza.
Más allá de los reclamos, la realidad es que la plata se acabó y el dinero no se crea por arte de magia.
La mayoría de los científicos no somos expertos en economía. Pero si hay algo que sabemos los investigadores, a nivel individual, es manejar presupuestos escasos. Al recibir subsidios para la investigación por montos fijos que pierden capacidad adquisitiva (los gastos son mayoritariamente en insumos y equipos importados), hacemos malabares para cumplir objetivos trazados con presupuestos que se desvanecen. Daré un ejemplo personal: hace unos años recibí un subsidio relativamente importante cuyos objetivos y costos se presentaron con las cotizaciones hechas al tipo de cambio a 6 pesos por dólar. Tras las evaluaciones y burocracias diversas de por medio, se comenzó a ejecutar con el tipo de cambio a 20 y se terminó de ejecutar a 42 pesos por dólar. Así y todo, el equipo de trabajo rindió cuentas del cumplimiento de objetivos y ejecución presupuestaria satisfactoriamente ¿Magia? No, se establecieron prioridades dentro de los objetivos a cumplir y se hicieron recortes: lo que era necesario pero no imprescindible se eliminó; se compró un tercio de los insumos programados y se comenzó a reutilizar material descartable; los viajes a congresos se cancelaron; bienes de capital que iban a renovar equipos obsoletos, se eliminaron; equipos imprescindibles con ciertas prestaciones se adquirieron con muchas menos prestaciones porque era para lo que alcanzaba. ¿Suena familiar? Se hizo lo que se pudo con lo que había, porque no podíamos recurrir a partidas presupuestarias extra, no podíamos pedir un aumento de fondos para ajustarlo por la inflación o la devaluación. Era lo que había, un monto fijo, ni un peso más. Si somos honestos con nosotros mismos, debemos reconocer que administrando el dinero público los investigadores somos maestros del ajuste, el recorte y la restricción. Es nuestro modo de vida.
La riqueza que genera un país, y por ende el dinero que disponen los gobiernos para sus políticas públicas, no se crea de la nada. Por mucho tiempo se ofreció como riqueza ficticia papel impreso con cada vez menos valor. Si se mantiene la idea de no tener déficit y no financiar gastos con emisión, vamos a atravesar una época de vacas flaquísimas, no porque queramos o nos guste estar mal, sino porque no queda otra opción, como nos pasa a los investigadores cuando administramos un subsidio. En estos días se repite como un mantra la frase de Houssay “la ciencia no es cara, cara es la ignorancia”, algo que cobra valor justamente porque la ignorancia (real o pretendida) de los principios elementales de la economía es lo que nos ha resultado caro.
90% en salarios
Volvamos al análisis de las decisiones del directorio del CONICET. En el presupuesto del CONICET desde hace muchísimo tiempo, más del 90% corresponde a salarios. Es un gasto fijo que restringe cualquier otra actividad, empezando por la falta de dinero para cubrir los costos indirectos que implica un empleado, sea investigador o becario. Es lo que lo hace inviable sin una reforma profunda de su estructura y funciones, pero es un tema que no viene al caso acá. Ese gasto fijo, aún sin nuevos ingresos a la carrera del investigador ni nuevas becas (que en realidad son un número fijo porque son por tiempo limitado), se incrementa por sobre el presupuesto con los aumentos salariales y necesariamente requiere partidas adicionales. Un vicio de toda la administración pública. Y, hasta ahora, los salarios de becarios e investigadores no se aumentaron porque lo merece la calidad y categoría del empleo (un aumento sin dudas merecido y necesario) sino para que no pierdan demasiado poder adquisitivo frente a una inflación crónica. Así es que nos encontramos que, después de años, el CONICET se enfrenta a la realidad: en medio de un fuerte ajuste de los gastos del Estado, difícilmente habrá partidas adicionales. Quizás las haya, no se sabe, pero seguramente serán muy por debajo de lo deseado. Pero eso no debería sorprender.
Da la impresión de que esta suspensión de las becas y promociones es consecuencia de un hecho único e inusual. Y no solo para el directorio sino también para los directores de los Centros Científicos y Tecnológicos del CONICET, que han expresado su “consternación ante la decisión emitida por el Decreto 88/2023 de prorrogar el presupuesto 2023 para el año 2024 en un marco de altísima inflación”. No los recuerdo suspendiendo becas o consternados cuando se prorrogó el presupuesto 2020 en 2021 también con alta inflación. Ni los recuerdo tan expeditivos en la toma de decisiones respecto a becas e ingresos a la carrera del investigador (ni escandalizados) cuando el presupuesto 2023 se planificó con una inflación del 60%, que todos sabíamos que era ficticia, algo que quedó demostrado al terminar en 211%. No pasó nada porque el fondo de la cuestión no es económico, sino político: las partidas extra no eran recursos genuinos, sino papel impreso con forma de billetes. Si la decisión política es que no se imprime más, no habrá más. Y esto no es un juicio de valor.
El CONICET ha sido desde siempre administrado por los propios científicos. Y ha sido desastrosamente administrado.
El CONICET ha sido desde siempre administrado por los propios científicos. Y ha sido desastrosamente administrado. Fue habitual la falta de planificación presupuestaria, limitada solo a conseguir más plata para gastarla en salarios, hasta transformarlo en un simple pagador de sueldos de empleados públicos. Recuerdo muy bien cuando Eduardo Charreau, un excelente científico y un buen presidente del CONICET durante el gobierno de Néstor Kirchner, me dijo en 2004, durante una visita a la Universidad Nacional de La Plata junto al secretario de Ciencia y Tecnica de ese entonces, Tulio del Bono: “Hay que aprovechar para gastar todo lo que se pueda porque hay plata… Después se verá.” Esa filosofía de aprovechar el momento, muy entendible desde cierto punto de vista, mutó en gastar a cuenta, gastar que alguien lo va a pagar. Un buen ejemplo de eso ocurrió en 2015. Antes del cambio de gobierno, la última decisión del directorio del CONICET fue aprobar ingresos de investigadores por encima de lo presupuestado, llevando al Ministro de Ciencia y Técnica del gobierno de Cambiemos a negociar partidas extra para cubrir ese exceso. (Que el ministro cuando el CONICET gastó a cuenta haya sido el mismo que negoció la partida extra es una más de las pequeñas maravillas de la política argentina.)
Lo que el directorio del CONICET ha buscado generar es un hecho político, no presupuestario. La suspensión de las becas y promociones necesariamente genera descontento. Por otro lado, “encomienda al Presidente del CONICET arbitrar los medios para realizar las gestiones que permitan obtener las adecuaciones necesarias al presupuesto”. Y sigue: “Esta decisión será revisada por el Directorio en su próxima reunión y/o en función de los avances que informe la Presidencia al respecto”. Cualquiera que tenga un mínimo de sentido político debería creer que es una demostración de poder del directorio, que salió de su letargo cargando la responsabilidad de los males en el nuevo presidente. Dicho brutalmente, el comunicado no es más que un apriete al presidente del CONICET, Daniel Salamone, que no es del palo. Que vaya aprendiendo.
El comunicado no es más que un apriete al presidente del CONICET, Daniel Salamone, que no es del palo. Que vaya aprendiendo.
Hay que reconocer otro problema. Daniel Salamone es un excelente científico y, me consta, una persona buena y bienintencionada. En diversas entrevistas ha mostrado que conoce los problemas del sistema de ciencia y ha dicho cosas sensatas, con las que se puede o no estar de acuerdo. Pero todavía no ha expresado cuál es la idea del gobierno con respecto al CONICET, así sea cerrarlo, como propuso el candidato que hoy es presidente. En general no se percibe ninguna idea respecto al sistema de ciencia y técnica, más allá de la modificación del organigrama, que a mi juicio no es importante para la ejecución de las políticas públicas. Al secretario de Innovación Ciencia y Tecnología, Alejandro Cosentino, a quien no conozco y por lo tanto no juzgo, no le he oído ni una palabra. La percepción, y deseo estar equivocado, es que no se tiene mucha idea de como funciona el sistema científico. Y para arreglar algo hay que saber qué y cómo, si no corremos el riesgo de dañarlo más. Del mismo modo que para crear algo, hay que conocer lo que se quiere hacer.
En medio del naufragio económico y social del país es claro que la ciencia no es una prioridad inmediata, hay otros problemas urgentes que resolver: la economía, para empezar, ya que sin una economía sana no hay desarrollo científico posible. No me canso de repetirlo. Pero este desconocimiento de la función del sistema científico por parte del gobierno es campo fértil para que las corporaciones, en este caso la científica, los intereses creados y los que callaron durante años ante malas políticas, hoy levanten la voz para hacernos creer que tienen razón. Y no la tienen.
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