JAVIER FURER
Domingo

Un SADAIC para las fotocopias

Protestas generalizadas frenaron el intento del Gobierno de darle la gestión colectiva de los derechos de autor a una organización poco conocida pero con mucho poder de lobby. Menos mal: hubiera sido un desastre.

Hay discusiones que parecen menores cuando todo parece a punto de prenderse fuego pero que a la vez iluminan los modos en que solemos encarar nuestros problemas. Hace pocos días “estalló en las redes” un debate sobre el Centro de Administración de Derechos Reprográficos de Argentina (CADRA) y la gestión colectiva de los derechos de autor, a partir del anuncio que hizo la entidad acerca de la inminente firma de un decreto –se preparaba un acto en el CCK con la presencia del Presidente Alberto Fernández– que luego fue descartado, al menos por ahora, debido a las críticas que recibió el proyecto por parte de diversas asociaciones como la Fundación Vía LIbre o la Asociación de Bibliotecarios Graduados. Una colección de defectos clásicos se concentra en este episodio: ante un problema se busca una solución rápida, se apela a falacias emotivas (¡apoyemos a los artistas! ¡salvemos a la cultura!), se anula el debate público y se recurre al poder de lobby de un sector, se funda un monopolio, se exprime la fuente aparentemente inagotable de los fondos públicos y se reacciona tardíamente a la protesta, todo para intentar imponer una idea que, como espero demostrar, no sirve para solucionar el problema de origen.

Todos sabemos que fotocopiar o digitalizar libros puede violar los derechos de sus autores y editores, pero también sabemos que sin ese recurso la educación y la investigación serían casi imposibles. Quien nunca haya leído un texto en una fotocopia, que tire la primera piedra. Es un problema, sería absurdo negarlo, y eso genera una tensión entre los intereses de las bibliotecas, las universidades y todo el sistema educativo por un lado, y los productores culturales, autores y editores, por el otro. Es bueno para la comunidad que los autores y editores ganen dinero para seguir creando y editando, y es bueno para la comunidad que las producciones intelectuales y artísticas sean cada vez más accesibles.

El decreto propuesto le daría un reconocimiento estatal a su actividad y un monopolio en la representación, aun de quienes no tienen la más remota idea de su existencia.

Desde hace ya más de 20 años circula entre nosotros una idea para solucionar esa tensión. Una idea malísima, en mi opinión, es la gestión colectiva de los “derechos reprográficos”. Una palabra tan fea debería alertarnos. Una asociación civil, el Centro de Administración de Derechos Reprográficos de Argentina (CADRA), se propone recaudar dinero a través de un canon a cobrarse a cada fotocopiadora, pero también a cada biblioteca y a cada centro de enseñanza público o privado del país, a cambio del permiso para realizar copias –físicas o digitales– del material protegido. Hasta el momento sólo representa a sus socios actuales, menos de 2.000 en un país con miles de editoriales y centenares de miles de autores, por lo que su posibilidad de cobro se limita a cierta capacidad de anunciar el inicio de acciones legales a quienes no paguen sus licencias. El decreto a la firma de Alberto Fernández le daría un reconocimiento estatal a su actividad y un monopolio en la representación, aun de quienes no tienen la más remota idea de su existencia.

Cobrar dos veces

Hay ideas que de lejos parecen buenas. ¿Quién podría oponerse a que un autor cobre lo que corresponde por su trabajo? En un video promocional, Martín Kohan declama sobre esas injusticias, aunque sin hacer referencia alguna al modelo concreto que propone CADRA ni al dinero que deberán pagar instituciones que, doy por descontado, el autor admira y desea proteger.
¿Dónde están los problemas, entonces?

Antes de exponerlos, me permito incorporar unos pocos números para entender de qué estamos hablando. Basta leer el minimalista “tarifario” de CADRA para calcular que una universidad con más de 100.000 alumnos, como la Universidad Nacional de La Plata, tendría que desembolsar 758 millones de pesos anuales por “reprografía” y 1.515 millones de pesos por “digital”. Mientras seguimos con el análisis, vayamos pensando por dónde recortar los presupuestos universitarios para hacer lugar a este pedido.

En este modelo, las universidades y las bibliotecas son presentadas como meras violadoras de derechos ajenos, como si no realizaran aporte alguno a la industria editorial y a la producción de conocimiento. No descarto que esa idea perversa anide en alguna cabeza, pero es penoso comprobar que es el propio Estado el que la asume. Me limito a enumerar algunas cuestiones que deberían ser obvias. En principio, el éxito comercial de un libro técnico ­universitario –el grueso de los que son reproducidos en el ámbito educativo– está directamente relacionado con su inclusión en los planes de estudio (y su inclusión se basa muchas veces en el prestigio del autor, construido a partir de la cita entre pares). La incorporación de un libro literario a los planes de estudio de la educación primaria y secundaria –su incorporación al canon escolar­­– le garantiza una sobrevida comercial mucho mayor de la esperada para cualquier otro texto: los best-sellers no están entre los libros más fotocopiados por el sistema educativo.

Las universidades y las bibliotecas son presentadas como meros violadores de derechos, como si no realizaran aporte alguno a la industria editorial y a la producción de conocimiento.

Además, mucho de ese material se pagaría dos veces: buena parte de los costos de creación y producción del libro, y muy en especial del libro técnico, es financiado por el Estado, sea a través de exenciones impositivas y políticas de fomento, sea porque los autores producen los contenidos en el marco de becas o trabajos para el Estado, sea porque el Estado subvenciona directamente la edición. Y, además, las bibliotecas y las instituciones educativas de todos los niveles invierten dinero para comprar libros, accesos a bases de datos y publicaciones periódicas. Dinero que cobran de manera directa los autores y los editores y al que habrá que restarle el canon que se pague a CADRA porque el dinero, disculpen si arruino una ilusión, no es infinito.

El segundo problema es a quién se destina lo recaudado. Ahí entra a tallar el extrañísimo reglamento de distribución de derechos de CADRA. No voy a aburrirlos con el detalle del modo de distribuir lo recaudado. Hace muchos años hice ese análisis en un artículo y la desazón que me produce volver a este tema sólo es comparable con el tedio que les ahorro. Baste hacer un resumen. Descontados los costos administrativos (30% como máximo) y el dinero para un fondo de reserva y pago de derechos de obras extranjeras (25% del remanente), se forma el Fondo de Distribución de Obras Nacionales, que se reparte entre los socios de CADRA y entre todos los autores y editores que hayan registrado libros en los últimos cinco años.

Juro que no lo estoy inventando. Ahí están los links que no me dejan mentir. Imaginemos que un docente prepara cuidadosamente una bibliografía de cátedra. Un autor se alegra porque sus libros están incluidos, pero se enoja porque sus libros aparecen fotocopiados o digitalizados. Llega CADRA a hacer justicia: recauda dinero y se lo entrega a cualquiera que haya registrado un libro o fundado una editorial. No importa si nunca en la vida esos libros fueron no digamos fotocopiados o digitalizados, sino siquiera sospechados por el sufrido docente bibliógrafo. No se hace el menor esfuerzo por individualizar a los autores cuyos derechos han sido efectivamente violados (actividad quizás imposible) y se abandonan rápidamente las ideas de justa retribución que fundamentaban el proyecto.

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Pasa algo peor. Al repartir todo lo recaudado entre los libros más recientes, es probable que casi todos los “perjudicados” (las comillas están porque nadie parece interesado en medir ese perjuicio) se queden sin cobrar un centavo. Incorporar un libro al sistema educativo lleva años, y eso sin contar que buena parte de lo que se copia, en particular en las bibliotecas, es material fuera del comercio o artículos de publicaciones periódicas, a las que CADRA cubre con su manto protector pero no incluye en el reparto.

Algo hay que hacer

Finalmente, no puede olvidarse que la Ley 11.723 que regula la propiedad intelectual en la Argentina desde 1933 sólo reconoce excepciones extremadamente limitadas a su imperio, y casi ninguna a favor de las bibliotecas o centros educativos. Estas excepciones, bueno es aclararlo, no son parte de algún delirio colectivista, sino que existen en todos los países desarrollados y habilitan la copia dentro de parámetros razonables en la medida en que no se afecte el recorrido comercial de las obras. Hoy los costos de transacción para solicitar autorizaciones a autores y editores, que en muchos casos ya no existen, impiden hacer cosas tan sencillas como las copias para preservación, la organización de bibliotecas digitales de material histórico o, sencillamente, facilitarle a un usuario ese capítulo de un libro o ese artículo de una revista que necesita y que a nadie interesa salvo a él. Todo es delito. El proyecto de ley para incorporar las excepciones perdió dos veces estado parlamentario: los bibliotecarios tenemos muchas virtudes, pero entre ellas no está la de la capacidad de lobby.

Es probable que esta discusión sea anacrónica. La tecnología parece haber vuelto imposible frenar la difusión de cualquier contenido que se haya digitalizado alguna vez.

Es probable que esta discusión sea anacrónica. La tecnología parece haber vuelto imposible frenar la difusión de cualquier contenido que se haya digitalizado alguna vez. Confundir a las bibliotecas y a las universidades con editores piratas que imitan libros comerciales o con esas pesonas que venden copias digitales en las redes es una injusticia. Suponer que la “reprografía” que verdaderamente puede afectar el negocio editorial es la que hacen las bibliotecas y las universidades es no entender el presente. Prefiero, por razones de decoro, no adjetivar la idea de cobrarle por esto a las bibliotecas y a las universidades simplemente porque es fácil y su capacidad para escapar es, por su propio peso, muy limitada.

La política suele acercarse a “la cultura” con cierto temor; como si, frente a un mundo ajeno, tuviera que aceptar cualquier chantaje emocional. Pero los autores y los editores no son los únicos que tienen algo para decir sobre propiedad intelectual y sería bueno, además, que abandonaran una desconfianza que es difícil entender de dónde viene. Ver en la lista de socios de CADRA a algunos autores y editores que admiro me produce esa tristeza particular que nos abruma cuando vemos a un amigo haciendo el ridículo en una fiesta. Sería sano que, en lugar de proponer decretos a la firma de un gobierno que está a punto de terminar su mandato, el mundo editorial dejara de ver a las bibliotecas y a las universidades como enemigos y perdiera el miedo a consensuar legislaciones que tengan en cuenta los intereses de todas las partes. Es más difícil, pero cualquier otra opción es hacer trampa.

 

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Federico Reggiani

Bibliotecario y Profesor en Letras. Escritor, guionista de historietas, editor en Libros del Cosmonauta. Su último libro es, siempre, algún tomo de Roque & Gervasio Pioneros del Espacio.

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