La diferencia se degrada en desigualdad; la igualdad, en identidad.
–Tzvetan Todorov
Al kirchnerismo los trucos cada vez le duran menos. Ha degradado tanto la palabra, se ha obstinado tanto en generar una escena impermeabilizada de realidad, que terminó por agotar. Más allá del redil fanatizado, nadie les cree nada, ni siquiera lo que es verdad, y se ve obligado por las circunstancias a reavivar el fuego con cada vez mayor frecuencia. El último intento, para el que dispuso de mucha energía, mucho de su caudal intelectual y toda su maquinaria de instalación mediática y cultural, lo constituye la idea de vincular lo que Esteban Schmidt llamó el magnicidio más loco del mundo con los discursos de odio.
Argentina, que ha dado sobradas muestras de su maestría en el arte de empequeñecer todo debate interesante, no se quiso quedar atrás en esta ocasión y se ahorró toda la bibliografía y las discusiones alrededor de un concepto claro y preciso, trabajado desde hace mucho tiempo y con mucha amplitud, porque claramente es uno de los problemas más intensos de las sociedades contemporáneas. Aquí, este ciclo peronista-kirchnerista y sus legitimadores intelectuales eligieron circunscribirlo a una mueca absurda, donde unos, obviando toda relación con la empiria y los hechos, estaban en condiciones morales de decir que los otros odiaban sin medida. Si algún lector de Seúl tiene ganas de leer algo lindo sobre el tema de fondo, le recomiendo Contra el odio, de Carolin Emcke.
En nuestro país, la relación entre arte y política ha sido siempre muy compleja y en los últimos años ha tomado una dirección en algún sentido inexplicable.
La relación entre arte y política es sinuosa. Se ha escrito mucho y se seguirá escribiendo, para bien y para mal. En nuestro país esa relación ha sido siempre muy compleja y en los últimos años, diría que en los últimos 30 años, ha tomado una dirección en algún sentido inexplicable. Como las dos cosas que más me interesan son el arte y la política, voy a intentar vincularlas en dos episodios, para repensar un poco la cuestión del odio. No estoy escribiendo esto como crítico de arte, por lo que voy a saltear esa dimensión del análisis en los párrafos que siguen. Me interesa, eso sí, establecer una mirada sobre lo que sucede en el plano de la política cultural, de los discursos, y de la asignación de roles específicos en términos simbólicos de los distintos actores en el cuerpo político argentino.
Acto 1
Quiso el azar y el destino que, mientras en la noche de ese jueves ocurría lo que ocurría en la casa de la vicepresidente, se estuviera exponiendo desde hacía ya unos días la muestra de Marcia Schvartz y Guadalupe Fernández titulada Compinchas. La exposición parte de una obra, Oda, que las artistas pintaron sobre una chapa con el objeto de llevar a las manifestaciones a favor del Gobierno y de Cristina Kirchner. Eso no prosperó, pero a partir de esa iniciativa se generó la posibilidad de esta exposición. La obra es ésta:
Como se ve, debajo de la efigie de la vicepresidente bendecida por un Papa Bergoglio sonriente, se queman en el infierno todos los agentes del mal, es decir, los otros. Magnetto, Bullrich, Macri, Larreta, los logos de Clarín y La Nación, Lombardi y algunos periodistas arden debajo de la figura incólume de la señora de Kirchner con los dedos en V, con la bandera argentina como seguro y sólido respaldo y bajo un cielo nuboso.
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La muestra fue un “site specific”, es decir, una exposición montada especialmente para el espacio donde se exhibe. En este caso, las obras estaban dispuestas en el antiguo local de la Joyería Ricciardi, debajo del edificio Kavanagh. En lo que eran los escaparates de la joyería se colocaron pinturas pequeñas, alusivas a figuras de la oposición política. Por ejemplo, esta de Horacio Rodríguez Larreta:
Pero también había para otros:
Claro que no podían faltar las alusiones al ámbito internacional:
Había algunas obras más, en las que estaban Milei, Larreta y Bullrich juntos, Carrió y algunos otros más. Todos en la misma actitud de representar el Infierno, cruzados todos por el signo pesos, significando la otredad esencial y, por supuesto, el antipueblo.
Tanto los organizadores como la inmensa mayoría de los medios especializados celebraron el timing de la muestra y le dieron un carácter casi premonitorio y hasta esotérico. Gracias a eso, la exposición adquirió una visibilidad que tal vez no habría tenido en otras circunstancias.
En el contexto, lo curioso es que no se haya problematizado la dimensión política de la muestra desde otras posibilidades. Está claro que las artistas pueden dar cauce a su expresividad del modo en que quieran, pero resulta insólito que no se repare en que las imágenes implican indiscutiblemente un acto de violencia en relación a las figuras representadas. La cuestión se hace aún más compleja si se tiene en cuenta que los esfuerzos oficiales estaban dirigidos a calificar de odiadores a quienes aquí, en la exposición, resultaban claramente las víctimas. Es mentar la soga en la casa del ahorcado insistir en que los mentores del odio son los otros, mientras se los muestra ardiendo en el Infierno, cargados de signos de negatividad y se les objeta, en el mismo gesto, toda posibilidad de humanidad. Que la muestra se haya realizado donde se realizó es un ejercicio de justicia poética que me exime de comentarios.
Acto 2
La cuestión del odio y la relación con el arte no nació en la muestra en el Kavanagh. Tiene un antecedente mucho más elaborado y más rico en Los diarios del odio, que Roberto Jacoby y Syd Krochmalny hicieron originalmente en 2014 y repusieron en varias oportunidades y en varios soportes distintos. La obra es una recopilación de los comentarios de los lectores de las ediciones digitales de los diarios Clarín y La Nación durante los gobiernos kirchneristas. Con ese corpus como material, los autores armaron un poemario que luego trasladaron a una instancia instalativa y a una perfomance teatral. La versión primera se realizó en la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes y supuso que la sala del espacio se viera intervenida por las frases del poemario grafiteadas en la pared con carbonilla, formando un paisaje de palabras y, al mismo tiempo, una instalación visual potente y expresiva. El gesto estético no es demasiado original, pero tiene una gran eficacia para mostrar lo que se quería mostrar.
En estas últimas semanas, la obra volvió a circular, utilizada como confirmación del funcionamiento perverso del odio contra el kirchnerismo. Es posible, creo, un acercamiento alternativo. En primer lugar, hay que decir que no es muy difícil encontrar algo cuando se va a buscarlo allí donde está y que el ejercicio que dio origen a esta serie de obras es tan obvio como la presencia de enormes reservorios de violencia en la política argentina. Los argumentos de los autores son ciertos, hay allí un odio visceral, atávico, deshumanizante, escatológico e imprudente. Lo que no pueden desconocer los autores, que además de ser artistas visuales son sociólogos, es que descontextualizar un campo semiótico delimitado para mostrarlo como si fuera la totalidad es un ardid.
Si lo que importa es señalar las instancias de odio que anidan en una sociedad, es inadmisible otorgarle el mismo valor a lectores enardecidos que a dirigentes kirchneristas.
Del mismo modo, ni el conocimiento del sociólogo ni la intuición del artista puede desconocer la variable del poder, sobre todo si lo que se pretende es hacer arte político. Resaltar la violencia ejercida por un grupo de anónimos cibernautas sin responsabilidad alguna peleándose infructuosamente con lo que leen en un diario y mostrarlo (y ahora recuperarlo) como prueba del odio hacia el Gobierno, y dejar de señalar la existencia de otros campos semióticos y prácticos con mucho más poder que también juegan el juego de la política, puede resultar bien en términos estéticos, pero en términos políticos y sociales admite muchos análisis críticos. Si lo que verdaderamente importa es señalar las instancias de odio que anidan en una sociedad, es inadmisible otorgarle el mismo valor a un grupo de lectores enardecidos que, por ejemplo, a dirigentes kirchneristas incitando a la violencia explícita contra opositores, o a la organización de un festival popular donde se invita a los niños a escupir las fotos de periodistas. No hay simetría posible y esa omisión inunda el hecho estético y su relación con la política hasta impugnarlo, salvo que, como ocurre, estemos en Argentina.
Algo parecido a una conclusión
La pregunta entonces podría ser: ¿cómo es que pasa esto? ¿Cómo y de qué manera se organiza un clima cultural que se vincula con la política desentendiéndose de las evidencias y componiendo realidades a su antojo?
Eso sólo es posible por la existencia de un colectivo que se cree portador de la esencia y la representación del bien y que cree que está en condiciones de delimitar moralmente las fronteras de lo admisible. Por lo general, y Argentina no constituye en eso una excepción, todo esto se realiza bajo la apelación al pueblo. Cualquier cosa que haga el sujeto que ama al pueblo y que es amado por él se convierte automáticamente en lo correcto, y lo demás es el Infierno. Lo que sucede en realidad es que el odio deja de ser considerado como un problema social y se encapsula en un grupo. Una fracción privatiza el odio y lo sustrae del examen colectivo, con lo riesgoso que esto puede resultar.
Cuando este esquema se traslada al campo cultural, las consecuencias son graves. La capacidad de la cultura para permear las capas de construcción de sentido de las sociedades es enorme y a veces pasa desapercibido.
Tanto en el arte como en la política, al decir de Emcke, el odio sólo se combate rechazando la invitación al contagio.
Observar atentamente, testimoniar con honestidad, matizar constantemente las opiniones propias y al mismo tiempo sostener con firmeza las convicciones de una sociedad liberal pueden ser algunos de los primeros pasos para dar en la búsqueda una experiencia social plural, abierta y que permita encontrarnos con la idea de un nosotros menos beligerante y más hospitalario.
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