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Domingo

Vacas gordas, ciencia gorda

La historia muestra que para tener un sistema científico sólido financiado por el Estado, antes hay que tener una economía sólida.

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En estos tiempos de argumentaciones y planteos confusos sobre temas sensibles como la ciencia y las universidades (da igual que la confusión sea intencional o no) debo aclarar que estoy a favor de que el Estado sostenga la educación pública básica y universitaria y que financie el desarrollo científico y tecnológico. También creo que el conocimiento generado a partir de la ciencia básica, además de ser una consecuencia natural de la curiosidad innata del ser humano, es un buen negocio, como ya lo he expuesto varias veces, aquí y en otros medios. Esta aclaración de obviedades la hago para no herir almas sensibles o espíritus extraviados.

Sin embargo, si la economía no es sólida, la ciencia no puede prosperar. Esta es la premisa clave que intentaré desarrollar , a lo largo de este artículo. Un sistema científico robusto necesita una base económica estable. Se habla siempre de aumentar la inversión como porcentaje del PBI, para lo cual se crean leyes que indican qué porcentaje debe incrementarse año a año. ¿Tiene sentido? Asumamos que sí, pero un aumento porcentual de un PBI estancado debido a políticas que resultaron en más inflación termina siempre en lo mismo: pobreza de recursos. Preferiría que no aumente el porcentaje, sino que aumente el PBI, de ese modo no solo nos beneficiaríamos los científicos y los universitarios, sino todo la sociedad.

Comencemos por un postulado elemental: la ciencia necesita recursos para existir, sean recursos privados o recursos públicos, como ha sido una constante desde mediados del siglo XX. En nuestros días, ha surgido la idea de no financiar la ciencia con el presupuesto del Estado sino dejarla en manos de los privados en función de los intereses particulares. Esa es una idea muy marginal y, si bien marginal no necesariamente implica equivocado, la realidad nos indica que el sostén público a la ciencia básica y a las universidades es una idea moderna, que tomó impulso a partir de la Segunda Guerra Mundial. Este impulso surge en parte del informe de Vannevar Bush al presidente de Estados Unidos en julio de 1945. Antes, el desarrollo científico y tecnológico sostenido por los Estados estaba enfocado en la utilidad inmediata y, mayoritariamente, en las necesidades de la industria bélica. A modo anecdótico, algo tan trivial como un telescopio es producto de un pedido concreto de la República de Venecia a Galileo Galilei para contar con un instrumento que permita ver a suficiente distancia naves enemigas y prepararse para combatir. Que Galileo haya observado a Júpiter con su telescopio y tomado nota de cómo cambiaba la posición de sus satélites para plantear que no todo gira alrededor del sol, fue un hecho secundario que no le interesaba a nadie y sin embargo terminó cambiando conceptos fundamentales en la sociedad de esa época.

La ciencia necesita recursos para existir, sean recursos privados o recursos públicos, como ha sido una constante desde mediados del siglo XX.

Fue a partir de las ideas de Vannevar Bush que Estados Unidos tomó el relevo de países europeos en la promoción de la ciencia básica. Esto llevó, entre otras cosas, a la creación de la National Science Foundation, que fue clave para impulsar la investigación científica en la segunda mitad del siglo XX. Un caso interesante es el de la Segunda Guerra Mundial: mientras en Francia, François Jacob y Jacques Monod trabajaban con recursos muy limitados, casi miserables, en un altillo frío de París, tratando de entender cómo las bacterias responden a cambios en su entorno –lo que llevó al descubrimiento de la regulación génica–, en Estados Unidos, Oswald Avery, Colin MacLeod y Maclyn McCarty estaban investigando cómo el ADN era el material genético, con recursos significativamente mayores, intentando comprender cómo las cepas patógenas de neumococo afectaban a las tropas estadounidenses en los campos de batalla. Así, dos descubrimientos fundamentales de la biología surgieron en contextos muy diferentes: uno con recursos limitados y otro con un fuerte respaldo financiero.

La idea de que la ciencia debería financiarse exclusivamente a través de mecenazgos o fondos privados es, sinceramente, una antigüedad. En el siglo XIX, la ciencia era financiada por los propios científicos –generalmente provenientes de familias adineradas, como Alexander von Humboldt o Charles Darwin–, por mecenas o por colectas organizadas por sociedades científicas. Aunque este tipo de apoyo sigue existiendo, con instituciones privadas de financiamiento que manejan importantes recursos, no es, ni de lejos, lo que sostiene el grueso de la investigación científica moderna. En una nota anterior mencioné que Juan Bautista Alberdi, el padre del liberalismo argentino, ya había entendido la importancia de usar recursos públicos para financiar la investigación, lo que lo convierte en un pensador adelantado a su tiempo.

Hasta principios del siglo XIX, incluso las universidades públicas no tenían financiamiento específico para la investigación científica; se limitaban a enseñar y eran parcialmente financiadas por el Estado, por mecenas regionales y, por supuesto, por los estudiantes. Fue sólo con la creación de la Universidad de Berlín, bajo el liderazgo de Wilhelm von Humboldt, que el concepto de la universidad como generadora de conocimiento comenzó a tomar forma. Humboldt promovió la libertad académica y la independencia ideológica, política y religiosa, mientras que su modelo de universidad alentaba el autofinanciamiento en la medida de lo posible. Este modelo se expandió a nivel mundial y, en Argentina, la primera universidad fundada bajo estos principios fue la Universidad Nacional de La Plata, gracias a Joaquín V. González.

Primero potencia económica

Ahora bien, ¿qué significa financiamiento y qué inversión? Todos los países que invierten en ciencia y tecnología básica tienen un impacto importante en la economía global. Sin embargo, aquellos que invierten más son generalmente países con economías sólidas. ¿Es causa o consecuencia? Mi idea es que la economía sana es la causa del mayor desarrollo científico. Aquellos países que eran pobres a mediados del siglo XX no consiguieron consolidar sistemas científicos sólidos, salvo cuando iniciaron un camino del desarrollo económico. Dos ejemplos que apoyarían este punto de vista son los de China (al que me referiré luego) y Corea del Sur, países que eran irrelevantes en el sistema científico en la década del ’60 y que hoy contribuyen significativamente. A partir de esto, me atrevo a formular una hipótesis: no se puede construir un sistema científico robusto sin una base económica fuerte. En otras palabras, el desarrollo económico puede ser independiente de la ciencia aunque para potenciarse y ser sostenible necesitará de la ciencia y la tecnología. Pero debe haber un punto de inicio y ese inicio, a mi entender, no es la ciencia sino la solidez económica.

Mi hipótesis es que el desarrollo científico es dependiente del desarrollo económico de un país. Soy consciente de que esta hipótesis contradice a muchos de mis colegas que sostienen lo que decía Houssay: “Los países son ricos porque investigan, y no es que investigan porque son ricos”. Houssay, creo, hizo ese planteo en un momento particular de la historia del país, luego de experiencias frustrantes que incluyeron su marginación de la universidad por cuestiones ideológicas, y lo hizo tomando como ejemplo a países ya entonces ricos como EEUU o Francia e intentando extrapolar los casos a Argentina, que era aún rica (demás está decir que mucho más que hoy), aunque aún sin gran impacto en la ciencia.

Entonces, ¿de dónde proviene el financiamiento público para la ciencia y las universidades? En resumen, del presupuesto nacional, que a su vez depende de la salud económica del país. Los países más ricos y económicamente estables son los que invierten más en ciencia, mientras que los países pobres, o en crisis, invierten menos. Y Argentina es, mal que nos pese, un país pobre como consecuencia de décadas de declive y una economía destruida por políticas irracionales que trascienden lo ideológico. En estas condiciones hoy somos incapaces de financiar la ciencia como todos desearíamos porque posiblemente haya otras prioridades. Más allá de los esfuerzos y logros individuales, que no son pocos, Argentina no ha sido un actor destacado en la ciencia mundial, ni a nivel de publicaciones científicas ni, muchísimo menos, a nivel de patentes.

Podemos argumentar, correctamente, que Argentina dio dos premios Nobel en ciencias, pero es, a mi entender, un fenómeno de individualidades y no la consecuencia de una política sostenida.

Podemos argumentar, correctamente, que Argentina dio dos premios Nobel en ciencias, Houssay y Leloir, por los trabajos que desarrollaron en el país. Muchos otros menos famosos también han conseguido importantes logros. Pero es, a mi entender, un fenómeno de individualidades y no la consecuencia de una política sostenida para el desarrollo de la ciencia. Lo mismo podemos decir de las universidades. Desde 1958 a 1966 la ciencia en las universidades tuvo una época de florecimiento, pero desde la dictadura de Onganía el sistema fue deteriorándose sin pausa. Más allá de la represión política, esto lo adjudicaría a la persistente decadencia de la economía argentina y al escaso financiamiento y el mal uso de esos pobres recursos.

Aún con la mejor buena voluntad, objetivamente, es imposible financiar algo si no se tiene con qué. Podemos argumentar, con cierta razón, que es una cuestión de prioridades. Pero eso significa que, si se plantea una economía racional, con un presupuesto equilibrado, sin déficit y, lamentablemente, aún con recursos escasos, debemos darle a unos quitándoles a otros. Allí es donde se acaba la magia y comienza la política, ya que los recursos necesarios para la ciencia y las universidades no surgen de la nada. Y salvo que los gobiernos no sean fiscalmente responsables, con un presupuesto limitado será responsabilidad del Congreso decidir como asignar recursos y, más que decidir a quien darle, es más complicado definir y explicar a quien quitarle.

En estos momentos la situación de la ciencia y las universidades es mala, pero es un poco peor que lo que hemos vivido desde que tengo memoria. Los recursos siempre han sido escasos, como muestran Hugo Carignano y Juan Jaworski en un artículo de hace unos años en Science. Y las perspectivas inmediatas no son optimistas. Hasta que la economía no se estabilice, no habrá recursos suficientes para financiar la ciencia como se debería. No es algo que me alegre ni que que descubro ahora, ya lo he expresado antes aquí mismo.

La comunidad científica sostiene, con razón, que la ciencia es necesaria para el desarrollo económico. Pero me permito cuestionar esta premisa: ¿es posible que, en lugar de ser la ciencia la que impulsa el crecimiento económico, sea más bien al revés? Si la ciencia es tan vital para la economía, ¿por qué, entonces, no vimos un crecimiento económico sostenido en los años en que, supuestamente, la inversión en ciencia fue significativa? ¿No será que esa inversión era más nominal que real, y que el estancamiento económico impidió un verdadero progreso en ambos frentes?

El caso de China

Un ejemplo interesante para sustentar esta hipótesis es el caso de China. China se ha transformado en una superpotencia económica y científica, pero este desarrollo científico no ocurrió de la noche a la mañana. Fue el resultado de un plan a largo plazo que comenzó con reformas económicas drásticas, introducidas por Deng Xiaoping a fines de los años ’70. Antes, la inversión en ciencia en China era mínima y se centraba en la defensa y la industria pesada, siguiendo el modelo soviético. Fue sólo después de que la economía comenzó a crecer que China pudo invertir significativamente en ciencia básica.

Uno de los hitos en este proceso fue el Programa 863, lanzado en 1986, que tenía como lema “Construir la nación con ciencia y educación”. Este programa fue parte de una serie de reformas que obligaron a las universidades y centros de investigación a generar sus propios recursos, vinculándose con empresas tecnológicas. A diferencia de lo que suele ocurrir en otros países, donde las universidades dependen mayormente de la financiación estatal, en China las universidades fueron obligadas a buscar apoyo en el sector privado, mientras el Estado concentraba sus recursos en áreas estratégicas como la industria tecnológica y el desarrollo agrícola.

A diferencia de lo que suele ocurrir en otros países, donde las universidades dependen mayormente de la financiación estatal, en China las universidades fueron obligadas a buscar apoyo en el sector privado.

Otro factor clave en el desarrollo científico de China fue la decisión de abrir el país al mundo, lo que permitió la formación de profesionales chinos en universidades extranjeras, especialmente en Estados Unidos, a través del Science and Technology Agreement firmado por Deng Xiaoping y Jimmy Carter en 1979. Esta apertura también permitió la transferencia de tecnología de empresas extranjeras a China, lo que aceleró su desarrollo industrial y, eventualmente, científico.

Para 1991, la inversión de China en ciencia y tecnología había alcanzado el 0,74% del PBI, aún lejos de países como Estados Unidos (2,72%), Alemania (2,52%) y Corea del Sur (1,97%), pero el país ya comenzaba a ver los frutos de su enfoque pragmático. La ciencia básica aún no estaba en el centro de la inversión, pero el crecimiento económico estaba sentando las bases para que, en las décadas siguientes, China se convirtiera en una superpotencia científica. En 2002, la inversión en ciencia básica aumentó significativamente, y desde entonces, China ha avanzado a pasos agigantados en la producción de conocimiento, superando incluso a Estados Unidos y la Unión Europea en términos de publicaciones científicas y patentes.

Vacas flacas

Hemos descubierto de golpe que hoy somos un país pobre y en ese contexto es difícil que podamos desarrollar un sistema científico sólido sin contar con recursos ni políticas claras. Mal que nos pese, estamos en épocas de vacas flacas para la ciencia, para las universidades y, por sobre todo, para el país. Considero que tendremos que adaptarnos a una realidad de escasez más allá de declamaciones y voluntarismos de ocasión: sin que se ordene y crezca la economía del país, no podremos aspirar a nada mejor.

Deberíamos discutir cómo avanzar y optimizar los recursos sin centrarnos exclusivamente en el tema presupuestario. Al respecto, el caso de la discusión en curso sobre las universidades es el más reciente y más desafortunado por la penosa pobreza de la argumentación entre los que pedimos más plata creyéndonos especiales y magníficos y los que nos dicen que no, porque somos un grupo de inútiles que gastamos sin sentido. El presupuesto es una condición necesaria, pero un sistema científico y universitario sólido no es solo un tema de recursos, sino de cómo se financia, qué áreas, cómo se administra y con qué fin. Esa discusión no suele darse porque todos saldrían maltrechos.

En ese aspecto, si bien considero que el gobierno lleva adelante una política económica correcta, que intenta terminar con el déficit fiscal crónico de la Argentina, que tanto daño ha hecho, y que intenta desregular las millones de trabas burocráticas que impiden la inversión, fuera del tema económico hay un desierto de ideas. Las autoridades responsables de ciencia y universidades no demuestran, al menos para mi, capacidad para elaborar nada, ni para tiempos de escasez ni para una eventual prosperidad. Los contrasto con funcionarios como Federico Sturzenegger, con cuyas políticas se puede estar de acuerdo (es mi caso) o no, pero que para cada acción tiene una explicación, una razón, un argumento. Quizás es por esa falta de argumentación que los funcionarios de ciencia y educación se concentran solo en el tema presupuestario o en la formalidad de “auditar gastos”.

No pretendo que tengan un programa de desarrollo a largo plazo como el chino (aunque bien podrían ya que el presidente descubrió que China “es interesante”), pero tengo la impresión de que los funcionarios son muy básicos como para entender un área que implica modernidad, más aún cuando el presidente afirma que Argentina debe ser un hub de Inteligencia Artificial y un faro para empresas de tecnología, y que son incapaces de explicar cosas tan elementales como las que menciono yo acá sin mayores pretensiones que las de un lego en la materia.

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Rolando Rivera

Biólogo. Doctor en Bioquímica. Profesor en la Universidad Nacional del Noroeste de Buenos Aires (UNNOBA). Investigador del CONICET. Hincha de Huracan.

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