LEO ACHILLI
Domingo

Inexactas y antinaturales

Mientras Exactas de la UBA no tiene clases presenciales desde marzo de 2020, sus autoridades sacan comunicados y arman charlas que traicionan el método científico y se encolumnan con el Gobierno.

Cuando en la Argentina se habla de ciencia la referencia inmediata siempre es el Conicet, a punto tal que pasó a ser una marca. Así, hablamos del “barbijo del Conicet”, o del “paper del Conicet” incluso cuando esos productos no estén firmados por el organismo sino por institutos relacionados con él o por científicos que trabajan bajo su amparo o son resultado de asesorías a empresas comerciales. Un poco por mi experiencia personal, pero también con algún fundamento racional, creo que la roca fundacional del pensamiento científico en la Argentina no está tan centrada en el Conicet sino en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA (FCEN-UBA), o en sus equivalentes en otras regiones del país. Hace ya demasiados años pasé por ambas instituciones. Basado en esa experiencia y en mis ideas sobre la practica de la ciencia y de su método voy a tratar de explicarme y de fundamentar por qué pienso eso y por qué me resulta intolerable que la Facultad se haya convertido en un terreno en el que las declaraciones institucionales son manifestaciones políticas partidarias.

Cursé la licenciatura en Ciencias Biológicas entre 1975 y 1982. Mi hermano Ricardo, que me llevaba doce años y que falleció en 1992, fue licenciado y después doctor en Matemáticas. Investigó como miembro del departamento de Matemáticas y dio celebradas clases de Análisis Matemático. No hay alumno que haya pasado por sus clases o leído su libro que no hable de él con admiración y cariño. Una de las bibliotecas de la Facultad lleva su nombre. Ricardo era la referencia absoluta para mí: por él soy de River (papá era de San Lorenzo) y por él me interesé por la ciencia; junto a él escuchaba los discos de Los Beatles a medida que iban apareciendo y él me enseñó a leer un año antes de que entrara a primer grado. Sin él, yo sería una persona totalmente distinta.

No fui un alumno especialmente bueno: mis notas fueron regulares y tardé siete años en recibirme, compartiendo las exigentes cursadas con trabajos y otros intereses. Como notará hasta el más distraído, el período en el cual atravesé la carrera coincide casi puntualmente con el de la última dictadura. En realidad, la imposición autoritaria de derecha en la Facultad había comenzado mucho antes del golpe, en setiembre de 1974, con la asunción de Alberto Ottalagano como rector de la UBA y de Raúl Zardini en el decanato, ambos ubicados en la extrema derecha del amplio espectro peronista. No puedo dar fe, pero es muy comentado el hecho de que Zardini al comienzo de su gestión llevó al sacerdote Sánchez Abelenda a hacer un exorcismo en el Aula Magna del Pabellón II, donde cursé buena parte de mis clases teóricas. La dictadura fue una continuación de esa atmósfera, pero en un tono aún más silencioso y oscuro.

En Exactas aprendí a priorizar los datos y a que las afirmaciones sobre el mundo tienen que estar respaldadas por razonamientos y evidencias.

Por debajo de ese envoltorio opresivo y violento, la vida universitaria seguía su curso autónomo. A pesar de no haber sido un alumno brillante y de ser especialmente torpe en las clases prácticas, disfruté muchísimo de todo lo que aprendí. Tuve una materia de Matemáticas, dos de Física y tres de Química, además de las específicas de la carrera que me apasionaron. Sufrí con Invertebrados, pero alcancé con la fisiología de los Vertebrados cotas de asombro que la vida me iba a proporcionar en pocas ocasiones más. Cuando cursando Química Biológica terminé de entender el proceso de síntesis de proteínas, me invadió una sensación de asombro que derivó en algo que hoy diagnosticaría como depresión. La percepción de que la evolución había logrado máquinas tan perfectas y sofisticadas de resguardo y duplicación no me dejó espacio para ningún tipo de espiritualidad. La lectura de El azar y la necesidad, del Nobel de Química Jacques Monod, un libro de divulgación y reflexión filosófica al mismo tiempo, en el que asemeja la condición humana a la de Sísifo, que sube una y otra vez la piedra hasta la cima para que caiga y recomenzar, terminó de angustiarme existencialmente, al tiempo que me confirmaba en mi pasión por el conocimiento científico.

Luego de recibirme, en 1983 entré en un instituto relacionado con el Conicet del cual mucho no quiero acordarme. Allí estuve tres años: dos con la beca de iniciación y uno con la beca de perfeccionamiento, a la cual renuncié para dedicarme al procesamiento de censos y estadísticas. La experiencia del Conicet fue comparativamente una gran decepción. La labor cotidiana del científico profesional, salvo para algunos representantes de la más arriesgada avanzada, tiene poco de desafiante y es mucho más rutinaria de lo que se podría imaginar. Como lo describió el epistemólogo Thomas Kuhn, el científico trabaja habitualmente dentro de su paradigma, haciendo ciencia “normal”, obteniendo resultados que confirman y no desafían el conocimiento imperante. Sólo en las revoluciones científicas, que implican cambios de paradigma, el trabajador de la ciencia rompe con la rutina y los espacios seguros para aventurarse en territorios desconocidos.

Como becario del Conicet, en cambio, atravesé la experiencia como cualquier otro trabajo, sin un compromiso afectivo y sin la sensación de estar viviendo algo especial

En FCEN-UBA aprendí a priorizar los datos, a valorar la enorme amplitud de temas en los cuales la humanidad logró echar luz y conocer sus mecanismos internos y a que las afirmaciones sobre el mundo tienen que estar respaldadas por razonamientos y evidencias, más que por iluminaciones espontáneas. También supe que la historia del conocimiento era un camino zigzagueante y provisorio. Así como haber sido hermano de mi hermano me hizo de una determinada manera, pasar por FCEN me moldeó de una forma que se iba a mantener en el tiempo más allá de que en algún momento dejara la carrera de investigador. Como becario del Conicet, en cambio, atravesé la experiencia como cualquier otro trabajo, sin un compromiso afectivo y sin la sensación de estar viviendo algo especial, como sí me pasó en la Facultad.

Lejos estoy de querer extender mi experiencia personal a la de todos los que pasaron por ambas instituciones. Aun así, creo que la estructura es básicamente esa: en la Facultad el estudiante se forma en el mundo de la ciencia, formación que lo acompañará en el resto de su vida, haga lo que haga. Como profesional de la ciencia, la aplicación de esa formación no es particularmente virtuosa, salvo en el caso de la elite.

La pandemia en Exactas

Hablé de mis días de estudiante bajo la dictadura describiendo un envoltorio ominoso bajo el cual bullía la actividad estudiantil. La capa que recubre la práctica curricular hoy en FCEN-UBA no está, obviamente, signada por la muerte y la persecución física. Sin embargo, sería poco noble conformarse con esa comparación. Las autoridades de la Facultad han decidido poner la institución al servicio de un proyecto político que no necesariamente es el de todos los estudiantes y docentes. Y aún cuando lo fuera, el posicionamiento político de una casa de estudios, especialmente una dedicada a las ciencias duras, es particularmente inadecuado.

Ya conocemos la apertura de la casa para celebrar la candidatura de Alberto Fernández en las elecciones de 2019 y cómo en ese acto se señaló con nombre y apellido a científicos que no comulgaban con esa partidización. Las comunicaciones habituales del Consejo Directivo no se alejan de esa politización banal y extemporánea.

Vean, por ejemplo, algunos de los considerandos de la comunicación del 31 de mayo último para repudiar la denuncia de Patricia Bullrich:

que Pfizer no ha cumplido sus acuerdos comerciales en Sudamérica y sólo ha entregado en la región poco más del 5 % de las más de 200 millones de dosis que había convenido entregar,

que Uruguay y Chile, los países de la región con más dosis de vacunas aplicadas relativas a su población, inmunizaron con la vacuna Sinovac –la de menor efectividad– al 85% y el 81% de su población, respectivamente, mientras que sólo el restante 15% y 19% fue vacunado con la vacuna Pfizer,

que Argentina es el país de la región que más proporción de la población ha vacunado utilizando vacunas de efectividad mayor al 75%,

que recientemente Patricia Bullrich, la presidenta del principal partido de oposición de la Argentina, ha denunciado mediáticamente supuestos pedidos de coimas por parte del Estado a la empresa Pfizer, así como la participación de intermediarios en la negociación,

que este hecho fue desmentido inmediata y rotundamente por la propia compañía Pfizer,

que estas declaraciones falaces constituyen un inusitado agravio a la democracia en estas circunstancias graves que atraviesa nuestro país y el mundo, al mismo tiempo que generan en la población dudas sobre el proceso de vacunación, imprescindible para aminorar los efectos devastadores de esta pandemia,

No hace falta tener ninguna afinidad con la exministra de Seguridad ni estar de acuerdo con su denuncia para entender que esa exposición sesgada dista mucho de ser una argumentación relacionada con el método científico, más allá de que el tema en discusión está tan lejos de haber sido resuelto como de las posibilidades evaluativas de una casa de estudios. Puestos a opinar sobre la estrategia sanitaria, la posición del Consejo Directivo coincide punto a punto con la política oficial, en un alineamiento exacto, sin matices, con un nivel de unanimidad y cohesión que está en las antípodas de la práctica científica, basada en múltiples miradas contrapuestas y discusiones permanentes.

Confirmando esta aberración, recordemos la actividad del 15 de abril, auspiciada por el Instituto de Cálculo de FCEN-UBA: la exposición de Facundo Ramos, un funcionario de Gildo Insfrán, sobre “El modelo formoseño en el marco de la emergencia por la Covid-19”. Bajo la atenta mirada de Guillermo Durán, director del Instituto de Cálculo de la Facultad, de Jorge Aliaga, profesor de Física de la Facultad, y de “periodistas científicos”, Ramos justificó las medidas represivas de su provincia basándose en las “buenas estadísticas” con que contaba la provincia. También habló de la “concepción filosófica de Gildo Insfrán, que defiende el interés del pueblo”. A los pocos días, se supo que los números de bajo contagio y escasas muertes que mostraba Formosa eran falsos.

Ahora bien, esta actividad militante que llevan adelante las autoridades de FCEN-UBA podría limitarse a una superficie formal a la que la mayoría del alumnado se acostumbra con resignación mientras se esfuerza en cursadas, lecturas y exámenes. Lo cierto, por el contrario, es que la Facultad, como tantas otras casas de estudio superiores incluyendo a los colegios secundarios dependientes de la UBA, no ha tenido casi actividad presencial en todo 2020 y en lo que va de 2021.

La fábrica más importante de pensamiento científico está secuestrada por minorías intensas politizadas y facciosas mientras no queda nada en su interior.

El comienzo de las clases en FCEN-UBA en marzo de 2020 se fue postergando una y otra vez a la espera de las resoluciones nacionales respecto de la pandemia. Finalmente, cuando se vio que la apertura no iba a darse a mediano plazo, quedó cada docente librado a su voluntad. Muchos de ellos realizaron un esfuerzo enorme para grabar clases y mantener el espíritu académico, pero lo cierto es que en gran parte se trata de dos años perdidos.

No hablemos de las clases prácticas. Allí donde yo hace cuatro décadas tuve entre mis manos sapos y cazones para conocer de primera mano sus estructuras, los alumnos de estos años ven videos o los examinan con la borrosa definición de las plataformas digitales. Si uno cursa Geología en estos días no podrá tener los minerales en su mano sino a través de una cámara web.

En estas condiciones, el peso de esa superestructura de consejos y declaraciones, ideologizadas e inatingentes, es mucho mayor que cuando la actividad se desarrolla normalmente. Así es como la fábrica más importante de pensamiento científico, que debería dotar de saberes y métodos a los estudiantes, está secuestrada en su superficie por minorías intensas politizadas y facciosas mientras no queda nada en su interior.

La Facultad, ante la pandemia, tenía dos líneas de acción posibles: o convertirse en un foro de discusión donde se plantearan con libertad todas las posiciones, compartiendo información y evaluando medidas, o concentrarse en su rol de producción de pensamiento científico, sabiendo que ese insumo era fundamental para la sociedad durante y después de la pandemia. Lo único que no debía hacer era encolumnarse militantemente con el Gobierno, cerrar las aulas y desechar debates. Al hacerlo, traicionó su propio legado.

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Gustavo Noriega

Licenciado en Ciencias Biológicas de la UBA. Participa de programas de televisión y radio de interés general y escribe regularmente en el diario La Nación.

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