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La semana pasada, la primera mitad de este ensayo examinó tres perspectivas de sentido común sobre la prolongada decadencia económica de la Argentina: la nacionalista, la progresista y la gorila. El objetivo fue zarandearlas hasta sacar su mejor versión. Al nacionalismo se lo puede convertir fácil en teoría de la dependencia. Con un poco de refinamiento, el progresismo de izquierda deviene en teoría del bloqueo coalicional o “empate hegemónico”. El progresismo liberal es equivalente de la teoría de la captura rentista del Estado. Y, con menos prejuicio que esfuerzo, el gorilismo se transforma en la teoría del corporativismo. Cada una de ellas aporta un factor de explicación valioso: el efecto enorme de las fuerzas internacionales; el potencial destructivo de la puja distributiva; la posible explotación de los sectores menos organizados, como consumidores y contribuyentes; y la estructura anti-mercado de las organizaciones sociales.
Las explicaciones ofrecen excelentes elementos para el diagnóstico de la decadencia económica argentina. Pero fallan en dos renglones: la calidad del conjunto y la calidad de los remedios.
Para evaluar la calidad del conjunto de las visiones de forma sistemática es preciso notar que, en el fondo, el debate se refiere a tres tipos de causas: internacionales o nacionales; económicas o políticas; y estructurales (énfasis en condiciones de contexto) o agenciales (énfasis en actores y acciones). Así, el nacionalismo culpa a actores económicos internacionales (FMI y multinacionales) o, en su versión sofisticada, a estructuras económicas internacionales (términos de comercio mundial); el progresismo de izquierda a un actor económico nacional (la patria estanciera) o, en su versión premium, a estructuras económicas locales (el empate coalicional); el progresismo liberal a actores económicos locales (las oligarquías rentistas); finalmente, el gorilismo culpa a un actor político local (el peronismo).
Un punto ciego del debate, ignorado por todas las hipótesis, es, entonces, la estructura política del país. Es natural que ocurra esto: en general, lo estructural es la economía; y la política, los actores y sus acciones, lo coyuntural. Sin embargo, en el caso de la Argentina, hay un factor clave omitido: la falta de capacidad de Estado, responsable sistemático del déficit fiscal crónico que asoló al país con todo tipo de tormentas económicas. A su vez, esa falta de capacidad responde en buena medida a un factor que, de tan naturalizado, escapa al análisis crítico: el territorio argentino y su furibunda disfuncionalidad.

Para el nacionalismo y el progresismo de izquierda, el Estado es siempre capaz: proponen Estado como panacea universal. Para el progresismo liberal, el Estado es siempre inferior al mercado. Y para el gorilismo, el Estado siempre se corrompe cuando cae en manos del peronismo. Nada de esto es estrictamente cierto. La discusión sobre el Estado en Argentina tiene una fijación con la cantidad (o el tamaño) y desatiende casi por completo la calidad (o capacidad).
La capacidad de Estado no es una omisión más en el debate. Todas las otras explicaciones resolverían al menos una parte de sus errores si incorporaran factores como dominio territorial, calidad administrativa, costos provinciales, probidad del funcionariado, eficiencia del sector público: todas dimensiones de la capacidad del Estado.
El Estado es la maquinaria más compleja de cualquier país, incluso de los que tienen grandes empresas privadas. Gerenciar Samsung es un tatetí comparado con el ajedrez de gobernar Corea del Sur. Aún para visiones minarquistas –un pelito menos anti-Estado que el anarquismo puro—, el Estado ya está a cargo de tareas titánicas: un ejército para la defensa exterior, una policía para la seguridad interior y un sistema de justicia para hacer cumplir los contratos necesarios para el funcionamiento del mercado. Pero el minarquismo es anti-histórico porque todo país desarrollado, liberal o socialdemócrata, antes y después de desarrollarse, tuvo al menos el doble de funciones: monopolio de la moneda, educación primaria libre, desarrollo de infraestructura física (puertos, rutas) y un piso de tributación progresiva, entre otros.
Esa maquinaria compleja ha sido sistemáticamente desmanejada en la Argentina. Como si Laika hubiera sido la ingeniera y capitana del Sputnik 2.
Esa maquinaria compleja ha sido sistemáticamente desmanejada en la Argentina. Como si Laika hubiera sido la ingeniera y capitana del Sputnik 2. Raptos efímeros de brillo no cambian el panorama general. Lo permanente se explica con lo constante: la decadencia centenaria de la Argentina se movió al compás de la crónica debilidad del Estado—que se hizo aguda cuando ese Estado se sobre-extendió. Como se sobre-extendió repetidas veces, más que cualquier par de Occidente, la economía argentina, además de tender al estancamiento económico, vivió saltando de crisis en crisis.
Soluciones flojas
El punto ciego de los diagnósticos en pugna se refleja en la debilidad de las soluciones. Para el nacionalismo, la solución es el desarrollismo; para el progresismo de izquierda, la socialdemocracia; para el progresismo liberal, el institucionalismo; y para el gorilismo, la extinción del peronismo.
Pedirle desarrollismo o socialdemocracia a un Estado anémico es como exigirle a un Fiat 600 que viaje a la Luna. El Estado argentino puede cumplir cada vez menos y menos funciones básicas. Antes de soñar con la MITI (el ministerio que produjo el milagro japonés) o de aspirar a grandes concertaciones sociales (como las que consolidaron la prosperidad de Escandinavia y Australia), el Estado argentino debería enfocarse en amenazas contra su propia supervivencia: el avance del crimen organizado y la expansión sostenida de la informalidad. Sin monopolio de la violencia y la tributación, el Estado desaparece.
La solución institucionalista del liberalismo no es menos naif. Si bien la ley pareja para todos desarticularía a las oligarquías rentistas, ¿quién hace cumplir esa ley? El institucionalismo de Acemoglu y Robinson habla de reglas. Pero supone capacidades y recursos. Para que las instituciones de Acemoglu y Robinson funcionen, hace falta un piso de Estado efectivo, imparcial y capacitado. Por último, el gorilismo casi ni se fija en el Estado. Para esa visión, como con el perro y la rabia, muerto el peronismo, se acaba la decadencia. Desde luego que no. Primero, por razones morales y estratégicas, no es posible eliminar el peronismo por decisión política. Quizá se auto-extinga por la vía de un gradual proceso sociológico-electoral. Segundo, ¿cómo se gobernaría en la Argentina post-peronista? ¿Sin Estado?
Una solución menos ficticia sería gobernar sin eliminar el peronismo pero con un Estado eficaz, es decir, que efectivamente inmunice a los recursos públicos de la captura patrimonialista por parte del autopercibido campo nacional y popular. Si no hubiera roto el INDEC, multiplicado las transferencias improductivas (incluida la mega-corrupción) y quebrado el Banco Central, el kirchnerismo no habría sido tan calamitoso. La Justicia no pudo prevenirlo. Pero un funcionariado capacitado, bien financiado, prestigioso y con sentido de misión, sí habría resistido el embate patrimonialista.
La solución institucionalista del liberalismo no es menos naif. Si bien la ley pareja para todos desarticularía a las oligarquías rentistas, ¿quién hace cumplir esa ley?
El Estado incapaz es la causa oculta del síntoma visible de la decadencia argentina: el déficit fiscal crónico. Un Estado incapaz devuelve a la sociedad menos recursos de los que le saca. Un porcentaje grande de cada peso recaudado se disipa en gasto inútil. La explicación del Estado incapaz da cuenta del déficit estructural de una forma más directa y efectiva que el resto de las perspectivas. El nacionalismo nada dice del problema. El gorilismo culpa sólo a un partido político, el PJ, un fenómeno cuyo poder es menos permanente y más reciente que el del Estado. El progresismo liberal culpa sólo al lobby de los empresarios protegidos y se olvida, entre otros, del de los gobernadores. El progresismo de izquierda no aclara cómo la puja distributiva produciría quiebra financiera del Estado, lo cual requiere mirar la productividad de la inversión pública, que si fuera razonablemente eficiente evitaría el déficit estructural, más allá de la virulencia de la lucha.

1. La Disfuncionalidad Territorial
El secreto de la incapacidad del Estado argentino, con sus ramificaciones para el desarrollo económico, pasa por el territorio que tiene que gobernar.
El territorio argentino, que en su origen unió al Litoral con un vasto Interior, produjo una economía disfuncional basada en dos hechos opuestos: la prevalencia económica del Litoral y el poder político del Interior. Formidable desequilibrio. La prevalencia económica del Litoral, por razones monetarias, estancó al Interior. El poder político del Interior, por razones fiscales, drenó al Litoral. No es que el centro dominó a la periferia o la periferia parasitó al centro, lo cual al menos habría producido una región ganadora. Por la relación mutua, ambas regiones salieron perdiendo. La prevalencia económica del Litoral creó, durante etapas claves de la trayectoria económica argentina, un fenómeno extremo de enfermedad holandesa. El poder político del Interior se basó en una versión excepcionalmente rentista de federalismo, donde las provincias compiten por subsidios públicos antes que por inversiones privadas.
La prevalencia económica del Litoral (Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos), cuyo dinamismo exportador fue desde 1850 una usina imparable de divisas, propició un valor del peso argentino que hizo inviables a las economías del Interior. La unión del Litoral y el Interior no fue, desde el punto de vista económico, una combinación más. Todas las uniones territoriales conllevan diferencias de productividad entre las regiones. Pero en la unión argentina fueron extremas. El Litoral ingresó al siglo XIX con una doble bendición: una de las praderas más extensas y fértiles del mundo y un puerto atlántico en el medio, que lo hicieron gran ganador de la ruleta de precios que puso a girar la Revolución Industrial. Todo lo que el Litoral podía producir de forma eficiente (cuero, lana, cereales, carne) tenía excelentes precios en Europa y, gracias a la navegación a vapor, cruzaba el Atlántico a costos muy convenientes.
La fortaleza del peso argentino impedía a la fruta cuyana competir con la chilena y al azúcar tucumano, con la brasileña.
El Interior, en cambio, llevaba más de un siglo de orfandad. En tiempos coloniales, llegó a ser una economía pujante cuando el Litoral aún no salía de las actividades de subsistencia. Fue beneficiario de los fabulosos descubrimientos de plata de Potosí, al que abasteció de mulas, carretas, tejidos y frutos. Las capacidades productivas que el Interior había desarrollado a fuego lento durante el siglo XVIII perdieron a su gran cliente con el agotamiento de la minería altoperuana. Tras la independencia, el Litoral no reemplazaría a Potosí. Al poner en marcha sus exportaciones agropecuarias, Buenos Aires pudo abastecer a todo el país con sustitutos europeos de mayor calidad y menor precio. El Litoral no sólo no rescató al Interior sino que, al compartir moneda, lo hundió más. La fortaleza del peso argentino impedía a la fruta cuyana competir con la chilena y al azúcar tucumano, con la brasileña. La decadencia del Interior es el inicio de la decadencia argentina.
El Interior tuvo desde el nacimiento mismo de la Argentina una cantidad de poder político muy por encima de su potencial económico. El federalismo argentino dio estatus de provincia a 14 ciudades coloniales y sus espacios rurales circundantes. El efecto del Potosí colonial se hizo sentir en el diseño republicano: más de la mitad de esas ciudades se habían fundado sobre el Camino Real que conectaba Córdoba con el Alto Perú o sobre sus tributarios directos. Los proyectos de fusionar mini-provincias, como Cuyo con tres o Noroeste con cuatro a seis, nunca levantaron vuelo. Con una ventaja de 10 provincias a cuatro, el Interior se aseguró varios anchos en el mazo de cartas político. Las reglas del juego, como la representación paritaria en el Senado, aseguraron al Interior un poder de veto permanente. Pero el juego mismo, la formación de la Liga de Gobernadores durante la presidencia de Sarmiento y su institucionalización en el PAN con el roquismo, dio al Interior un formidable poder de fuego. Con ese poder de fuego Roca decapitó a la provincia de Buenos Aires, que por su cuenta iba camino de convertirse en Australia.
La apropiación de la capital de Buenos Aires, justo cuando se convertía en la primera gran ciudad moderna del Hemisferio Sur, fue el paso final en la emergencia del Estado nacional. Y fue el primer paso en el funcionamiento de una fórmula de gobernabilidad territorial única en el mundo: el federalismo rentista, que domina a la Argentina hasta el día de hoy.
Una fórmula de gobernabilidad territorial única en el mundo: el federalismo rentista, que domina a la Argentina hasta el día de hoy.
Desde 1880, lo que el mercado no hizo por el Interior, la política se empeñó por compensarlo. Y los efectos del federalismo rentista se hicieron sentir: el presupuesto público, más que las inversiones privadas, se transformaron en el principal blanco de los gobiernos provinciales. Con notoria falta de curiosidad por usos más eficientes de los recursos públicos, presidentes, gobernadores y senadores produjeron un gran pulmotor económico para el Interior. Sin llamarlo de esa manera, hicieron crecer un seguro de desempleo informal que se convirtió en el único rubro permanente del gasto nacional en las provincias. En el primer medio siglo de vida, el sostén político de los ingresos del Interior operó por tres vías: las transferencias discrecionales, que llegaron a cubrir hasta el 80% de los gastos en provincias del NOA; la creación de empleo público nacional en provincias periféricas (puestos en cuarteles, escuelas y juzgados), que a juzgar por la correspondencia con particulares necesitados de favores especiales ocupaba largas horas en la agenda semanal del presidente Roca; y los subsidios a las industrias locales, como la vid de Mendoza y el azúcar de Tucumán.
Desde 1930, con el advenimiento de la sociedad industrial, el federalismo rentista se complejizó, pero, lejos de perder su esencia, reforzó su sesgo anti-Litoral. Primero, en 1934 se creó la coparticipación, un mecanismo de reparto institucional que convive con las transferencias de corte discrecional. Como las transferencias, la coparticipación tiende a favorecer a las provincias periféricas, lo que tiene todo el sentido del mundo ya que, por baja densidad, las provincias periféricas dan mejor rendimiento político que las centrales a cada peso transferido desde la Nación. Segundo, Perón, en la creación de su partido político, incorporó no sólo a la nueva clase obrera sino también a componentes centrales de las viejas ligas de gobernadores. Mucho se ha debatido sobre cómo el peronismo construyó la pata “metropolitana” de su coalición, pero es revelador el análisis de Darío Cantón sobre cómo la unió con la pata “periférica”. El Peronismo trastocó, con gran rédito político, la vieja división entre Litoral e Interior. Hizo semi-permanente una alianza entre sindicatos nacionales y aparatos provinciales. Tercero, en el último tramo del gobierno de Perón, los viejos territorios nacionales se convirtieron en ocho nuevas provincias (las provincias Presidente Perón y Eva Perón fueron rebautizadas Chaco y La Pampa tras el golpe de 1955). Nueva victoria para las provincias periféricas.

2. Los Orígenes del Territorio
La prosperidad del largo medio siglo dorado (1870-1930) no fue un espejismo, como podría sostener el progresismo anti-estanciero o el nacionalismo dependentista. Fue muy real. Pero ocultó la disfuncionalidad territorial que, tarde o temprano, iba a pasar a cobrar su deuda.
Antes de la unificación de 1862, Buenos Aires resistió sistemáticamente la unión en pie de igualdad con el resto de lo que hoy son las provincias argentinas. Primero fue Rivadavia, que exigió el total control político del puerto sobre las provincias interiores. Luego, Rosas aceptó la soberanía de las provincias interiores a cambio de no formar un mismo país con ellas. Quitó a los gobernadores cualquier influencia en los asuntos internos de Buenos Aires y les negó cualquier derecho sobre el dinero que recaudaba la Aduana de la ciudad, de lejos la caja más importante de la región. Rosas no creó una federación; ni siquiera una confederación. Lo más parecido al mundo rosista fue un sistema internacional de satrapías provinciales dominado por la suzeranía de Buenos Aires. Por último, Mitre y los liberales autonomistas quisieron la secesión de Buenos Aires, que fue efectiva entre 1853 y 1862. Todos ellos veían el carácter nocivo de la unión entre el puerto y el Interior. Con Roca, el radicalismo y Perón, aquella vieja visión pasó al olvido. Pero el olvido no la hace menos sabia.
Mitre no fue un presidente argentino más. Fue el último dirigente para el cual todavía era posible hacer una configuración territorial distinta de la que llegó a naturalizarse. Negarlo sería negar el carácter abierto con que comienzan todos los procesos históricos. Sería un verdadero pecado de anti-historia, propio del nacionalismo, que –exagerando, pero no demasiado— nos hizo creer que la Nación argentina existió desde tiempo inmemorial y sólo necesitó de la chispa de 1810 para hacerse realidad. Para espanto de sus propios aliados liberales, que poco tiempo antes lo habían visto defender con ellos la causa de la creación de la República del Plata (Buenos Aires país), Mitre hizo un pacto fáustico con Urquiza. El líder porteño, que se había declarado victorioso en Pavón, abrazó la Constitución sobre-representadora del Interior que proponía Urquiza, el supuesto derrotado. El defecto de nacimiento de la Argentina fue parido por un hecho muy excepcional en la historia de la humanidad. El ganador entregó todo lo que reclamaba el perdedor. Menos el beneficio personal de la presidencia, la prenda de cambio de concesiones que habrían horrorizado a Rivadavia y Rosas por igual. La estructura política más permanente de la historia argentina —su territorio y su federalismo— debe mucho a una contingencia política: la necesidad de Mitre, luego de caer en desgracia en la política electoral de la Buenos Aires separada, de crear una nueva arena política donde lograr supremacía. Welcome to Argentina.

3. Los efectos
Los orígenes del territorio argentino fueron más azarosos que sus efectos de largo plazo, los cuales, tras Roca y Perón, adquirieron un aura de inevitabilidad, como si los hubieran marcado a fuego en el libreto del futuro de la Argentina.
El primer efecto es un Estado estructuralmente débil. El territorio argentino sobrepasa la capacidad del Estado para gobernarlo. Con mezcla de penuria económica y esteroides políticos, los gobernadores del Interior encuentran pocas estrategias más redituables que especializarse en gestionar subsidios del Estado nacional, a expensas de desarrollar capacidades productivas o administrativas locales. A su vez, los líderes nacionales abren la billetera al rentismo provincial porque despeja el carril de alta velocidad para tejer mayorías electorales y, sobre todo, coaliciones de gobierno. En el largo plazo, la sumatoria de administraciones provinciales subsidiadas produce un Estado nacional quebrado.
El segundo efecto de la disfuncionalidad territorial argentina es el conurbano bonaerense. En el Interior, el seguro de desempleo encubierto fundado por el roquismo no dio abasto. En el Litoral, la industrialización hizo del área metropolitana de Buenos Aires un imán para trabajadores en busca de mejores salarios. La migración interna explotó y el conurbano colapsó: pobreza extendida, déficit crónico de infraestructura, altos niveles de inseguridad y clientelismo político. ¿Era evitable el conurbano en un país marcado por enormes asimetrías productivas y dominado por una forma extrema de federalismo rentista? La política industrial incoherente, que el progresismo de izquierda atribuye al choque de coaliciones, agravó el síndrome del conurbano. Pero no lo creó: sus raíces son territoriales.
¿Era evitable el conurbano en un país marcado por enormes asimetrías productivas y dominado por una forma extrema de federalismo rentista?
Engendrados por la economía política del territorio, el Estado débil y el “conurbano infinito”, como lo bautizaron Lucas Ronconi y Rodrigo Zarazaga, adquirieron autonomía causal, se transformaron en un factor autónomo adicional de la decadencia económica argentina.
¿Cómo se combinan los efectos del territorio con los culpables apuntados por el nacionalismo, el progresismo y el gorilismo?
Unir las partes
La tesis de la disfuncionalidad territorial tiene el desacuerdo más fuerte con el nacionalismo. Los nacionalistas son los grandes cultores de la paradoja mítica según la cual la Argentina es un país pobre en una tierra rica. La naturalización de la conformación física del país y de sus virtudes económicas es un éxito del proselitismo nacionalista, como si todos lleváramos adentro un enano morenista (de Guillermo, no Mariano). Para la tesis de la disfuncionalidad territorial, sin renegar de la patria ni mucho menos, es preciso reconocer que el territorio argentino es endemoniado.
Pero la tesis de la disfuncionalidad complementa a la visión nacionalista en su hipótesis más valiosa, a saber, que la Argentina es altamente vulnerable a las fuerzas del mundo. No es preciso suscribir a la teoría de la dependencia para reconocer que todas las grandes transformaciones de la economía internacional forzaron un cambio de rumbo en la economía nacional. Es difícil que sea coincidencia que la caída económica argentina se haya iniciado con la Gran Depresión (1930) y se haya acelerado con el fin de Bretton Woods (1971). Lo que el nacionalismo no responde es por qué la Argentina fue notoriamente mala para responder a los cambios del mundo. No sólo a las crisis, sino también las oportunidades, como la globalización de los ’90 y el auge en los precios de las materias primas de comienzos de siglo. La tesis territorial resuelve el enigma: Argentina responde mal porque tiene un Estado crónicamente quebrado y un territorio que casi no deja margen de maniobra.
La tesis de la disfuncionalidad territorial no se lleva muy bien con el gorilismo. Primero y principal, el territorio argentino, aunque joven, es mucho más viejo que el peronismo. La serpiente desovó mucho antes de 1943 o 1946. Además, el peronismo mismo, por la co-dependencia con las administraciones patrimonialistas de las provincias periféricas y las redes de contención social del conurbano de la provincia más central, es, bien visto, uno de los últimos eslabones en una cadena causal mucho más larga, con profundas raíces territoriales.
El peronismo no ha sido más que el partido especializado en dominar al disfuncional territorio argentino.
Quizá la mayor afinidad entre la tesis territorial y el gorilismo es la posibilidad de una relectura de la historia del partido de Perón. Permite a los gorilas seguir culpando a Perón, pero con menos saña personal. Dada la pre-existencia de un Estado poroso a la captura, el peronismo, que nació en su seno (a diferencia del radicalismo, que nació en la oposición) es la adaptación más eficiente a su entorno. No es un partido de masas más. Es el que incorporó a las nuevas clases sociales de la sociedad industrial y, desde el regreso de la democracia, a los movimientos sociales del fracaso de la industrialización, dentro de una vasta jerarquía de prebendas, privilegios, protecciones y favores. Hasta el kirchnerismo incluido, el peronismo no ha sido más que el partido especializado en dominar al disfuncional territorio argentino.
Entre la visión del progresismo y la de la tesis territorial hay más afinidad, pero no sin crítica previa. Al progresismo de izquierda le caben las mismas críticas territoriales que al gorilismo: muchos de los elementos de la centenaria crisis económica argentina, y muchas de las condiciones necesarias para la formación de la coalición igualitarista, son pre-peronistas, como la hiper-concentración territorial de las capacidades manufactureras y la consecuente dinámica demográfica.
El punto débil de la versión más sofisticada del progresismo de izquierda es la supuesta intratabilidad de la lucha de coaliciones sociales, porque, en principio, los conflictos distributivos son los más negociables. Lo que hace al conflicto argentino intratable es que en realidad se juega a dos bandas. Una de las líneas de conflicto divide a sectores económicos y la otra, a unidades territoriales. A diferencia de las dos coaliciones del progresismo de izquierda, este par de ejes cartesianos produce cuatro coaliciones, producto de combinaciones entre tipos de provincia (centrales o periféricas) y tipos de sector (exportador o protegido). Los conflictos distributivos en dos dimensiones pueden entrar en el círculo eterno de postergación de decisiones de Condorcet, o sea, durar para siempre. El conflicto distributivo de la Argentina es virulento e intratable, se ríe de las “políticas de Estado”, porque es a la vez un choque de sectores y un choque de provincias muy divergentes.
El conflicto distributivo de la Argentina es virulento e intratable, se ríe de las “políticas de Estado”.
El progresismo de izquierda, como el nacionalismo, confía en la solución estatista de los problemas de la Argentina. La tesis territorial es agnóstica con respecto a las bondades de la intervención del Estado, pero sostiene que, mientras no cambien el territorio o la fórmula federal de gobernarlo, conviene no pecar de ilusos: el Estado será crónicamente incapaz. Otros olmos quizás, pero el argentino no da peras.
La tesis territorial y el progresismo liberal coinciden en culpar a la captura del Estado por parte de intereses organizados a expensas de la ciudadanía desorganizada. Pero hasta ahí llega el amor: para el progresismo liberal los intereses organizados aparecen de forma random (a lo sumo, si el progresismo liberal se junta con el gorilismo, dirían que aparecen apañados por los accionistas permanentes del partido peronista). En cambio, para la tesis territorial, la aparición de intereses organizados tiene una explicación estructural. La demanda de protección política es producto de la sobre-representación de un Interior postrado, del federalismo rentista y su criatura con vida propia, el conurbano, mientras la oferta de protección proviene de un Estado cableado para el dominio patrimonialista.
La tesis territorial también es escéptica del institucionalismo, la solución liberal. Instituciones de calidad y estables no son cuestión de poner buena voluntad. Tienen que existir las condiciones que las hagan efectivas, empezando por un Estado capaz y un territorio gobernable.
Para sorpresa de quienes se escandalizan con la inestabilidad argentina, el territorio disfuncional y el Estado patrimonial argentinos han sido obstinadamente persistentes. Quizá por ello es que todo el resto de la política del país –las reglas de juego, los gobiernos y las políticas económicas– hayan sido tan frágiles. Y también es por ello que, parafraseando a Lucas Llach y Pablo Gerchunoff, todas las ilusiones que alguna vez despertó la economía argentina fueran tan breves y terminaran en períodos tan largos de desencanto.
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