ZIPERARTE
Domingo

Cadete en los ’90

Amar y trabajar en la Secretaría de Industria.

La entrevista de trabajo para el puesto de cadete en la Secretaría de Industria duró cinco minutos. Entré a una oficina sin ventanas, con paredes de boisserie oscura y sillones de cuero verde. Atrás del escritorio estaba el Chino Kikuchi, pálido de haber recién revivido, oriental de ojos verdes, a la moda de los ‘90 con camisa celeste y puños y cuello blanco. Me llamó la atención que tuviera una corbata con dibujitos de Mickey y Tribilín. 

El Chino, que era el vocero de la secretaría, me dijo: “Vas a ganar 600 pesos, entrás a las nueve de la mañana, te vas a la tarde cuando tengas que irte a estudiar”. Unos días antes me había reunido con un amigo de mi padre que siempre decía que había sido montonero en la columna Rosario. El señor era amigo del Chino y lo había apalabrado para que me diera un trabajo. Nos reunimos en un bar que no está más, de ventanas grandes por donde entraba sombra y por donde se veía lo escarpado del edificio Bencich, en Córdoba y Esmeralda. Era el principio de 1994. 

El primer día de trabajo llegué siete y media y me senté a ver las paredes de mármol ocre del piso bueno del edificio, en Roca 651, que es como un transatlántico pensado por alguien a quien le copaba el fascismo. Cuando ya había actividad un señor muy trajeado y europeo me preguntó donde había un baño, lo mandé al meadero para la plebe que había detectado un rato antes. Eso me ganó un amigo: Ricardo Díaz, el conserje, pensó que tenía que enseñarme los trucos no cometer esos errores y me apadrinó durante tres años.

Tenía talento para encontrar trajes que parecieran de buena calidad en Johnson’s, que era donde se vestía el oficinista mitad de tabla con aspiraciones.

Díaz, pelado y con anteojos, era una versión alta y flaca del Pingüino. Vivía con una hija chica en unos edificios de los que construye el Estado. Tenía talento para encontrar trajes que parecieran de buena calidad en Johnson’s, que era donde se vestía el oficinista mitad de tabla con aspiraciones. 

Ese verano me quedé sin lugar donde vivir y caí en el Hotel La Argentina, en Avenida de Mayo y Suipacha. El hotel tenía un comedor. El día que llegué almorcé un bife con papa fritas leyendo Clarín de la tapa hasta la columna de Cora Cané. Al principio había silencio, después un ruido creciente al que no le di bola. Cuando levanté la vista me di cuenta de que estaba en la reunión anual de coleccionistas de boletos capicúa. Había señoras, una señora con un hijo en silla de ruedas, señores solitarios, todos con una caja de zapatos entre las manos, pendiente de un organizador que llevaba adelante el concurso.

El conserje del hotel era turbio como un gato a punto de morir. Puto de los de antes, flaco, con una peluca gigante y blanca. Una vez me pidió plata con el cuento de comprar remedios y no me la devolvió. Después de eso tenía el tupé de hostilizarme si me quedaba viendo tele después de las doce en la salita preparada para eso. 

Un día volví cansado al hotel y el señor estaba llamativamente amable. Me dijo que había llamado el comisario Díaz para asegurarse de que yo estuviera cómodo. No entendí bien pero me notifiqué. Al día siguiente me enteré que Diaz había llamado para sumarme capital simbólico con el cuento de los contactos policiales.

Papeles a Clarín

Mi trabajo consistía en llevar sobres con gacetillas a los diarios y a las agencias de noticias. Tengo muy presente la primera vez que entré a Clarín para llevarle papeles a Silvia Naishtat, que tenía la misma sonrisa permanente que tiene ahora. Me dio euforia la redacción gigante en una planta abierta, la gente haciendo algo importante en los escritorios, ese día sentí que mi vida iba a algún lado. 

También caminaba el microcentro, a partir de septiembre cagado de calor, porque un vendedor de Modart se había creido vivo y me había dicho que el saco marrón que compraba era atérmico, cuando en realidad era muy de invierno.

Ese año terminé el secundario a la noche, en una escuela de la avenida Galicia, donde Avellaneda ya es casi Lanús. Vivía en un dos ambientes en Avellaneda, a dos cuadras de la sede de un club que no es Racing. Era un noveno piso con vista a la planta de coque de Shell, que a la noche parecía la torre Eiffel iluminada. 

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En el edificio entré en contacto con una chica que vivía con su hijo chiquito y con su cuñada. La chica pasaba bastante tiempo sola porque el marido era gendarme. Subía a visitarme y hacíamos cosas bastante calientes que no incluían coger. Una vez vino la cuñada a pedir una silla prestada. Con ella consumamos pero no fue tan genial. Las dos chicas se detestaban y la cuñada sospechaba que la chica y yo teníamos algo. Nunca se me ocurrió considerar que la ecuación se completaba con un marido con una nueve milímetros en la cintura.

En la secretaría: coqueteos mil. Una vez salí con una chica que parecía brasilera y era misteriosa. Fuimos al Claridge y tomamos una botella de Montchenot. Al día siguiente le conté al Pato Speraggi, el segundo del Chino. Me dijo: “Bien pibe, un Montchenot en el Claridge”. Y me dio unos pesos para recuperar el gasto de una noche lujosa. Una mañana el Pato perdió un vuelo. Lo llamé nervioso para preguntarle qué decíamos y me dijo “decí que me quedé dormido”. Ese día aprendí que la mejor excusa es decir la verdad.

Vivía justo. Me alcanzaba para pagar el alquiler, las expensas salteado, darle unos mangos a mi padre que estaba en la malísima y comer, todos los días, sanguchitos de pan lactal y queso y abacaxi en lata, que estaba a $1,99 en el Casa Tía de Avenida Belgrano y España.

Lo llamé nervioso para preguntarle qué decíamos y me dijo “decí que me quedé dormido”. Ese día aprendí que la mejor excusa es decir la verdad.

Una mañana entré por una puerta de marco alto a la oficina donde pagaban los viáticos. Salía, caminando para atrás, una chica a la que no le vi la cara. Para que no chocáramos, pero con intención, le agarré la espalda con las dos manos. Sentí que me iba a casar con con ella. Era Luz, una de las secretarias, tenía 19, vivía en Palermo, era mucho más rockera que yo y durante tres años le dije varias veces por día que estaba enamorado.

Había veces que estaba tan caliente con Luz que el viaje en el 10 hasta Avellaneda se me hacía una tortura hasta llegar a casa para aliviarme. Una noche de verano, tres años después de insistir, Luz y yo empezamos a salir. Fuimos a Plaza San Martin, supongo que después a tomar algo y a mi casa. Ahora, una vida después, hace mucho en casas separadas, tenemos un hijo karateca y bueno que es más alto que yo.

Mimos y apretadas

Muchos años después Meli Javkin me hizo notar que la palabra euforia tiene todas las vocales. En la cresta de la ola del primer gobierno de Menem se respiraba aire con mucho oxigeno. Vi como desde una oficina de gobierno había un engagement cuerpo a cuerpo con los periodistas para influir en la tapa, en la nota, en el recuadro. El Chino y el Pato llegaban con la almohada pegada transversal en la cara a eso de las once. Tomaban litros de café, se sentaban en el living de su oficina, con los dedos negros de pasar las páginas de los diarios, usando los celulares, que a mí me parecían galácticos, para chichonear con los periodistas, apretarlos, mentirles, hacerles mimos y prometerles exclusivas a cambio de un descuento en una nota que venía de culo.

La secretaria de la oficina se llamaba Silvia. Me enseñaba muchos secretos de la administración pública. De ella aprendí a charlarme a las señoras administrativas que tramitan los contratos y a llevar algo rico cuando te sale un pago atrasado por varios meses. Silvia tenía un técnica para hablar por teléfono aspirando la voz y modulando, para que la persona del otro lado del teléfono escuchara perfecto y la gente alrededor no pudiera chusmear.

El Chino tenía un programa de radio con el Corcho Scoccimarro, que era jefe de Economía de la agencia DyN. El Corcho era parecido a Fernando Collor de Mellor de Melo y era amoroso conmigo.  Yo conseguía entrevistados y me encargaba de gestionar los pagos de las publicidades. Un día cobré una y fui a llevarle la plata al Corcho. Adelante de su escritorio la conté, separé los tres o cuatro meses que me debían y le di el resto. El Corcho estaba estupefacto y al mismo tiempo un poco orgulloso de que el pibe lo hubiera dormido en su propia cara. 

El Corcho estaba estupefacto y al mismo tiempo un poco orgulloso de que el pibe lo hubiera dormido en su propia cara.

Aprendí mucho de los padres del Chino. Malú, una señora espléndida de ojos azules, era la jefa de Gabinete de María Julia Alsogaray. Un día de mucho calor fui a su casa a llevar unos papeles. Malú me dió un vaso de Coca con hielo y me dijo que hace muchos años, un señor le había dicho que en este negocio hay que comer mucha mierda pero después de un tiempo largo uno elige la mierda de quién se come. Kanji, el padre, es un diplomático japonés retirado y buen golfista. Una vez me pagó para hacer una changa que consistía básicamente en poner libros en cajas, pero me llevó a la reunión final con los clientes. Había una señora que ponía peros para pagar el trabajo. Kanji le preguntó: “¿Dígame, el espíritu es pagar o no pagar?” La señora no entendía. Yo me di cuenta de que me iba a acordar de esa idea, de que la intención de los actos es fundamental.

La mañana en que murió Carlitos Menem el edificio, el trasatlántico, estaba completamente en silencio, tanto que parecía que techos estaban más altos. Los mozos estaban sentados, mudos, en los sillones de la recepción del piso bueno. La preocupación era cómo lo iba a tomar Menem, cómo iba a seguir gobernando. Menem siguió gobernando como el presidente que era.

 

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Lisandro Varela

Autor de www.50argentinos.com, una herramienta de entrevistas en profundidad que sirve para enterarse de cosas. En Twitter e Instagram es @buenbipolar.

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