Domingo

Buenos Aires sin mapa

Las medialunas de una panadería de San Cristóbal pueden ser un banquete parecido al de una cena real en Marruecos. Los estacionamientos o los museos vacíos, lugares de una belleza singular.

Una vez fuimos invitados a una cena real en sentido literal. ¿Debería poner “Cena Real”? ¿”Royal Dinner“? Era con la realeza y era en Marruecos. “El Director de Protocolo Real del Festival de Cine de Marrakech tiene el honor de invitarlo a una cena ofrecida por Su Majestad el Rey Mohammed VI”. La comitiva real entró por un pasillo exclusivo, una puerta distinta, flanqueada por guardias puestos en fila. En la mesa en la que se iba a sentar la realeza había gente esperando a la comitiva. Esa era la mesa principal y quienes esperaban eran Martin Scorsese, Robert De Niro, Guillermo del Toro, James Gray y Agnès Varda. No sé si me olvido de alguien, pero nuestra mesa estaba a pocos metros de la realeza del cine y de Marruecos. Y esa comida fue la más extravagante de mi vida. Extraordinaria, excesiva, fastuosa, un banquete con cantidades y variedades cárnicas –y de toda clase– dignas de figurar en una página de las aventuras de Astérix en África, como Astérix y Cleopatra o Astérix legionario. Fue una cena que no pude fotografiar porque no se permitía entrar con cámaras ni teléfonos, y en la que todas esas montañas de comida no fueron acompañadas por alcohol. Así eran las reglas de ese banquete, de ese derroche disparatado, de esa conexión con otro mundo y tal vez otros tiempos, de esa seductora invitación a la gula, al exceso, al fin de toda moderación.

Recordé esa cena al leer y releer un pasaje de Denkbilder: epifanías en viajes, de Walter Benjamin, en el capítulo “Comer”, en el apartado Higos frescos: “Quien siempre comió con moderación, nunca experimentó lo que es una comida, nunca sufrió una comida. Así, a lo sumo se conoce el placer de comer pero no la voracidad, el desvío desde la llana avenida del apetito hacia la selva de la gula”. Y luego recordé la ocasión en la que, dado que venía de nadar e iba a una reunión laboral en la que no iba a comer nada –y después de nadar una hora la llana avenida del apetito puede convertirse en una autopista alemana–, decidí comprar medio kilo de helado de Cadore y comerlo directamente del envase caminando por la calle Corrientes, que es avenida. A poco de empezar a caminar, en la puerta del teatro Astral, me quisieron arrebatar el helado y creo que nunca me moví con tantos reflejos y tanta gracia para esquivar el intento y mantener firme en mis manos el telgopor con medio kilo. El sujeto que intentó vanamente el hurto todavía debe estar sorprendido ante mi grácil defensa del helado. Hasta ese entonces nunca me había movido con esos reflejos, con esa precisión casi de bailarín; nunca lo volví a hacer y calculo que jamás lo podré repetir, pero así de inspiradora es la promesa de no comer con moderación.

A poco de empezar a caminar, en la puerta del teatro Astral, me quisieron arrebatar el helado y creo que nunca me moví con tantos reflejos y tanta gracia para esquivar el intento.

A once cuadras del monolito del kilómetro cero, en Independencia entre Combate de los Pozos y Sarandí, en la vereda sur y por lo tanto en el barrio de San Cristóbal, está la panadería italiana La Pompeya, sencillamente uno de los lugares imprescindibles de la ciudad, entre otras cosas con pan imprescindible –doble levado– y tiramisú imprescindible en un local pequeño y de estética singular que cada vez provoca filas más largas de gente en la vereda esperando para ser atendida. Con las medialunas de esa panadería –medialunas de la variante de alto peso específico y alejadas de falsedades y pichicatas– tuve un episodio como el que relata Benjamin con los higos. Benjamin no podía parar de comer higos porque había comprado muchos y la señora de Secondigliano –barrio de Nápoles– que los vendía no tenía nada para envolverlos. La dimensión comparable de mi caso es que no podía parar de comer medialunas y que Nápoles está a pocos kilómetros de Pompeya. Las medialunas tenían envoltorio, pero no mi gula. Creo que comí una docena; con la excusa de que ya me había pegoteado las manos con la primera seguí con otra y con otra y otra más. Y más.

Hemos comido mucho, o al menos hemos leído sobre excesos en el comer, y podemos intentar caminar hasta lugares cercanos a la panadería italiana La Pompeya. A poco más de una cuadra está el Mercado de San Cristóbal, en la esquina noreste de la intersección de las avenidas Independencia y Entre Ríos. El mercado se llama San Cristóbal pero al estar en esa esquina en realidad está en el barrio de Montserrat. De haber estado en la esquina sudoeste habría estado efectivamente en San Cristóbal, pero allí hay un edificio en cuya terraza puede verse un pequeño chalet y en cuya planta baja estaba el bar en la esquina sudeste habría estado en Constitución, y de haber estado en la esquina noroeste habría estado en Balvanera. Cruce de avenidas y fronteras barriales visibles desde el Gran Café Gardel, que está ahí desde la década del ’30 –aunque remodelado y con el nombre levemente modificado– y forma parte del conjunto edilicio del Mercado de San Cristóbal, que
ofrece diversos puestos de venta de comestibles y –cada vez más– ferias americanas y otras ofertas más estrambóticas. Es el mercado más antiguo en funcionamiento de la ciudad, aunque no con su construcción original.

A una cuadra de La Pompeya hay un acuario, Polypterama: detrás de una vidriera ploteada que no deja ver el interior ofrece una enorme variedad de peces digna de observarse. Un poco más lejos pero todavía muy cerca de la panadería, en la calle Estados Unidos 2242, tenemos una de las subestaciones de la Compañía Ítalo Argentina de Electricidad (CIAE), un edificio muy notable y torvamente seductor con una gárgola, muchos ventanales y una elegancia contundente. Y ya que hablamos de lugares notables, en la esquina de Independencia con Matheu está el Bar de Cao, uno de los “bares notables” de la ciudad. Recomendaciones: sidra tirada, tortilla, picadas diversas, flan.

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Si en la panadería no compraron nada o compraron para almacenar y no cayeron en la loca gula de las medialunas o del pan y quieren comer harinas en otros formatos, una opción gastronómica cercana, en la esquina de Chile y Pasco, es Pinuccio & Figli, con fenomenales platos de pastas y una oferta de antipastos que uno se sirve a discreción –o sin ella– y luego va a pesar al mostrador: si uno acierta el peso, el antipasto es gratis.

Desde Independencia y Entre Ríos hacia el sur, por Entre Ríos, entre Estados Unidos y Carlos Calvo verán –no hay modo de no verlo– el admirable edificio con “puentes” de Guillermo Álvarez. Y apenas una cuadra más hacia el sur pero enfrente está la impresionante Casa Nava, de estilo veneciano, otra de las firmadas por Virginio Colombo que está en constante deterioro y tapiada. Una cuadra más al sur está la recomendable heladería Napoli, como para terminar este paseo con una –otra– posibilidad de excesos alimenticios y para –además– seguir cerca de Pompeya.

Soledad solar

Hay gente a la que no le gusta ir al cine sola, sin acompañantes conocidos, a la que no le gusta eso de sacar una sola entrada. Y que ante la mera sugerencia de que vaya al cine es muy dada a activar todo ese melodrama de la soledad, gente que acuñó o al menos no combatió lo suficiente las expresiones “soy sola” y “soy solo”, gente que puede hacer canciones sobre la soledad y cantar como Laura Pausini, y que está cansada de que todo sea de a uno o una y que ya basta de eso, y que quieren ir al cine con gente, con medias naranjas o con medias cortas de verano. Gente que busca gente. Y hay gente a la que, además, tampoco le gusta ir al cine en soledad absoluta, es decir sola de verdad, que aborrece la experiencia de ver una película como único espectador en una sala de cine. En una comedia es bastante raro, incómodamente raro, reírse en soledad al lado de butacas vacías pero si hay que hacerlo se hace, qué tanto: así me reí yo en la única semana en cartel en Buenos Aires de A Night at the Roxbury en el Monumental 2 a fines del siglo pasado. En una película de terror, en cambio, las filas de atrás pueden ser pura amenaza y mientras se siente esa amenaza pienso en para qué me hago el canchero con que me gusta ir en absoluta soledad al cine. Pero a veces, por fuera del cine de terror del subgénero de asesinos en las butacas de atrás del cine en el que estoy, hay quienes disfrutamos de entrar a una sala vacía, aunque después llegue gente y hasta la miremos mal, como si fueran intrusos que vienen a arruinar nuestro talante ermitaño.

¿Y en otros ámbitos, en otros espacios? Los restaurantes vacíos suelen ser poco tentadores si uno no los conoce de antes. ¿Y las heladerías? ¿Y los lugares de venta de hamburguesas? ¿Y las panaderías? Pero basta de todas estas vueltas en el vacío –nótese lo de vacío– para atrasar una confesión. Y la confesión en cuestión es: de entre los espacios vacíos que aparecen en una ciudad, o que uno encuentra al caminar, mis favoritos son los estacionamientos sin autos. Y no sin autos porque todavía no tienen clientes, porque es de mañana temprano y recién abrieron y no funcionan de noche. Los estacionamientos que me gustan son los cerrados, y cerrados sin perspectivas de apertura próxima y sin rastros de apertura reciente. Lamento la suerte comercial y el fracaso y las tristezas que implican estos asuntos, como suelo lamentarme con –casi todos– los demás comercios cerrados, pero estos espacios vacíos que suelen llamarse “playas de estacionamiento” me parecen de una belleza singular.

La publicidad turística de playas en buena parte del mundo suele hacerse mostrando playas vacías, o con poca gente: paraísos semidesiertos, poca gente y mucha naturaleza.

Incluso tengo uno favorito que está en la calle Pasco al 300, entre Moreno y Belgrano, uno que tiene unas parras en los alambres superiores que jalonan el espacio aéreo. Las playas de estacionamiento, cuando vacías, no estacionan nada salvo el paso del tiempo, y no suelen recibir demasiados cuidados. Y el piso se empieza a resquebrajar y a poblar de brotes vegetales. Eso sí, nunca, ni ocupados ni vacíos, estos espacios carentes de agua deberían llamarse playas. Las playas, claro, también me gustan vacías. Y uno puede ver que la publicidad turística de playas en buena parte del mundo suele hacerse mostrando playas vacías, o con poca gente: paraísos semidesiertos, poca gente y mucha naturaleza. Sin embargo, mucha publicidad de playas en Argentina se ha hecho históricamente con imágenes de multitudes abigarradas, de gente pegada la una a la otra, de mares que casi no se alcanzan a ver entre tanta marea humana. No, eso no es lo mío: a mí me gusta la gente, pero no la mayoría de la gente, como bien decía Nanni Moretti en alguna de sus películas. ¿Qué hace uno si conoce una playa a la que no va nadie y le gusta, en parte por esa soledad que ofrece? ¿La recomienda? ¿Y si se termina llenando de gente y cambia para siempre? ¿Recomiendo entonces el estacionamiento vacío de Pasco entre Moreno y Belgrano? ¿Y si después hay mucha gente mirándolo desde afuera un domingo a las siete y media de la mañana y ya no puedo verlo en soledad?

En tren de estos pensamientos, de estas paranoias, de estas derivas… ¿y si menciono el museo al que más me gusta ir en Buenos Aires y después resulta que va más gente? Porque el lugar en cuestión me gusta con poca gente, con casi nadie: apenas conmigo y la gente con la que voy, o con la que no voy. Pero deberé mencionarlo, así como ya mencioné los mejores alfajores y el mejor estacionamiento vacío. Y lo menciono por las cuestiones obvias de que este es un libro que debería tener este tipo de recomendaciones –¿sí?–, pero además… esto no es una playa y también está el riesgo de que vaya cada vez menos gente y alguna vez lo cierren –¿no?–.

Es el Museo Xul Solar, en la calle Laprida 1212, entre Charcas y Mansilla. El Museo Xul Solar era la casa de Xul Solar, que vivió en el mundo entre 1887 y 1963. Y, claro, este museo tiene obras de Xul Solar, que nació como Oscar Agustín Alejandro Schulz Solari y fue pintor, escultor, músico, escritor, astrólogo, esoterista e inventor (dos idiomas, un juego, un instrumento y, claro, una mirada). Si no conocen a Xul Solar la experiencia de ir al museo puede ser fantástica, es decir una experiencia absolutamente real; y si lo conocen también. Jorge Luis Borges fue amigo de Xul Solar y escucharlo hablar sobre él es hermoso. También lo es leer sobre su amistad. El mundo de Xul Solar no es igual al mundo de otros, es su mundo. Entrar en su casa es una de esas experiencias que uno quiere repetir, aunque sea irrepetible. Es increíble cómo este museo no es tan conocido ni tan visitado, y no es un éxito fulgurante como lo son otras cosas en una ciudad como Buenos Aires, que puede agotar y agotar y agotar –y cansar– las entradas para ver la exposición de tal o cual cosa de moda o por las dudas que se ponga de moda por parte de mucha gente que no fue jamás a lo de Xul Solar. Yo haría fiestas ahí en lo de Xul Solar, haría picnics, jugaría sin parar al metegol, miraría siempre por las claraboyas. Andaría por las escaleras, amo las escaleras, recordaría siempre a Borges decir que las escaleras –a diferencia del ascensor– están totalmente inventadas. De la casa de Xul Solar me gusta también incluso la vereda y eso que no me gustan demasiado las cuadras de alrededor. La casa museo o el museo casa irradia una energía inusual, una energía singular, impar, como Xul Solar.

 

Este texto es un fragmento de ‘Buenos Aires sin mapa’, publicado por la editorial española Serie Gong y distribuido en Argentina por Blatt & Ríos.

 

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Javier Porta Fouz

Crítico de cine y programador. Actualmente es director artístico del Bafici y programador de Qubit.

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