LEO ACHILLI
Domingo

Breaking K

¿Qué debemos hacer con los crímenes del kirchnerismo? En este artículo, una propuesta audaz: indultar a Cristina Kirchner y su familia.

Hace tiempo que escribo y reescribo un argumento polémico: que es necesario indultar a Cristina Kirchner y sus hijos. Doy vueltas permanentemente sobre la idea porque me parece contraintuitivo que eso sea algo necesario o deseable, pero me entusiasmo cuando pienso que la facultad presidencial del perdón existe en nuestra Constitución porque existió primero en la Constitución de Estados Unidos y quienes así lo quisieron buscaron crear una válvula de escape para peleas facciosas, una forma de permitir que la comunidad recupere “la tranquilidad” cuando la política democrática amenaza con salirse de cauce. Creo que estamos en ese escenario, pero les ahorro por ahora esas reflexiones de teoría constitucional y política criminal y avanzo tentativamente sobre la premisa que habilita ese argumento: el lado delictual del kirchnerismo.

Es un tema difícil de analizar por varias razones. Por un lado, reducir al kirchnerismo a su dimensión penal sería un error. Claramente el kirchnerismo es mucho más que los delitos que están siendo investigados o que ya fueron investigados, juzgados, y condenados. Pero analizar el kirchnerismo sin eso sería, también, una equivocación. Ello por lo siguiente: impide entender ciertas dinámicas que sólo se explican si esa dimensión es incorporada al análisis.

Hay dos escenas de Breaking Bad y una de El Padrino III que me vienen a la mente cuando pienso en estas cosas. Una: Walter White, el químico devenido criminal por amor a su familia, tirado en el piso debajo del suelo de su casa, rodeado de dólares, riendo desconsoladamente porque la situación se le empieza a ir de las manos. Dos: casi la escena final, el diálogo en la cocina del nuevo departamento de Skyler donde Walter revela—por primera vez—el móvil real de la transformación que empuja a toda la serie. Tres: también en una cocina,  Michael Corleone se lamenta porque cada vez que intenta escapar del pecado original de la riqueza de su familia, una serie de dinámicas ajenas a su control —un ellos poco preciso que Al Pacino enuncia con bronca y resignación— le impide eludir ese destino inevitable.

Es contra ese destino final –pero nada inevitable, porque esto no es Hollywood– que lucha como puede el kirchnerismo.

Es contra ese destino final –pero nada inevitable, porque esto no es Hollywood– que lucha como puede el kirchnerismo. La actual agenda judicial a nivel federal es heredera de esas preocupaciones. Tiene un antecedente relevante: la reforma judicial de 2013, en la que un diagnóstico correcto sobre problemas reales del poder judicial había habilitado a una reforma facciosa del Consejo de la Magistratura que encontró su límite en la Corte Suprema. La preocupación de entonces, sin embargo, es la misma que ahora y sólo puede plantearse brutalmente: la necesidad de frenar las investigaciones que avanzan lentamente sobre la vicepresidenta, su patrimonio y sus hijos.

Quisiera sugerir que este escenario implica una profunda anomalía y no es fácil de resolver (y por eso me atrevo a pensar en una salida “por arriba” del laberinto en el que estamos). La política democrática no cuenta con buenas herramientas para lidiar con su propia —digamos— criminalidad, especialmente cuando esa política está acompañada del poder que dan los votos.

“democracia” vs estado de derecho

Por supuesto, ha habido en el pasado y en otros países procesos anti-corrupción extraordinarios y ambiciosos, pero en general fueron acompañados de profundas crisis de representación en las que aquellos percibidos como corruptos fueron objeto del repudio ciudadano. También, pero más ordinariamente, hubo y habrá políticos corruptos en todos lados. Pero cuando el fenómeno de la criminalidad se ata a un actor políticamente democrático que tiene el favor de los ciudadanos, se tensan dos valores fundamentales de una sociedad democrática moderna: la democracia y el Estado de derecho. Esta tensión es difícil de explicar y yo la voy a plantear de manera muy simplificada: si el Estado de derecho avanza con sus reglas y su código penal en la mano la democracia sufre; si la democracia se impone, sufre el Estado de derecho.

En este punto mi comentario merecería una réplica: estoy usando un concepto pobre de democracia, que la relaciona sólo con los votos y con cierto principio mayoritario. Concedo la crítica, pero también digo: la democracia es más que simples votos, pero los votos son importantes. Y ése es el origen del problema que hoy atravesamos, y se ve en al menos dos frentes. Primero, las tensiones internas hacia adentro de la coalición gobernante generadas (al menos en parte) por las dificultades prácticas que encuentra la agenda judicial, que ya derivó en la salida de la ex ministra de Justicia, Marcela Losardo, y que repercute en numerosos problemas de gestión. Segundo, el estiramiento en el tiempo de las causas de corrupción, con un poder judicial que avanza tomándole la temperatura a una política en situación de empate, que no está en condiciones de dar una solución definitiva al conflicto. Conviven así causas que siguen abiertas y avanzan de forma perezosa con una impunidad a cuentagotas, que se mide, por ejemplo, en beneficios ganados a través de capacitaciones pensadas para la reinserción social de los presos excluidos que aprovechan, no sin ironía, los presos más poderosos.

Este escenario, en el que las instituciones sufren un deterioro lento ante una situación política que el Poder Judicial no está en condiciones de resolver, es peor para la democracia que un indulto acotado, al menos por tres razones.

1. Porque un indulto podría (no puedo subrayar esta palabra con suficiente énfasis) forzar al gobierno a reorientar sus energías a asuntos más importantes, que merecen respuestas urgentes.

2. Segundo, porque un indulto limitado a dos o tres personas podría permitir que los casos avancen sobre el resto de los potencialmente involucrados (quienes no gozan de poder político propio y no tienen, entonces, capacidad de bloqueo).

3. Porque en un escenario de empate político incluso la más cuidadosa de las investigaciones penales será interpretada bajo la lógica del binarismo populista de un escenario polarizado (y así el monstruo sigue alimentándose). Ahí está la falsa épica del lawfare para horadar más y más el ya maltrecho campo del derecho de nuestro país.

Por supuesto que sería mejor un escenario en el que nuestros políticos más populares sean intachables y sobre ellos no pese ni siquiera la más mínima sospecha de corrupción. Pero, como dijo alguien alguna vez, la realidad es convincente –o, en una versión más popular: la única verdad es la realidad– y sólo la podemos ignorar en perjuicio propio.

La política no puede ofrecer una solución clara a este dilema en el corto plazo. Pensemos escenarios. Una victoria contundente del oficialismo en las próximas elecciones posiblemente le permita traspasar el atolladero institucional en el que se encuentra la reforma judicial que propone e impulsar, como en 2013, una reforma facciosa a fuerza de puras mayorías en el Congreso. En ese escenario deberíamos ver si algún actor institucional no atado a los números de las elecciones puede o quiere montar una resistencia efectiva (diría: sí). Pero una victoria de la oposición tampoco logrará, sin embargo, y por nuestro sistema institucional, que la agenda desaparezca: para eso habrá que esperar al menos dos años más. (A menos que se dé una victoria opositora arrolladora, que veo improbable.) La cuestión continuará entonces como una anomalía que enturbia las aguas de la política democrática. Irónicamente, este problema bloquea cualquier posibilidad de discutir reformas necesarias al Poder judicial. (Porque, lectores de este lado de la grieta, ¿qué diagnóstico tenemos sobre el Poder Judicial? ¿Funciona bien? ¿Y los servicios de inteligencia? No jodamos.)

Lectores de este lado de la grieta, ¿qué diagnóstico tenemos sobre el Poder Judicial? ¿Funciona bien? ¿Y los servicios de inteligencia? No jodamos.

Un indulto presidencial en los términos del artículo 99.5 de la Constitución tendría, por supuesto, costos importantes, que aquí no discuto. También requeriría de un presidente con voluntad de gobernar con autonomía, y creo que esa discusión ya se saldó a favor de su dependencia. En todo caso, el escenario más probable es que este problema subsista en nuestro futuro inmediato.

Y si es así, volvería sobre Breaking Bad o El Padrino III y las escenas recordadas antes que, creo, echan luz sobre nuestros dilemas como sólo la ficción puede hacer. Walter White y Michael Corleone son personajes de ficción atrapados por la trama de una historia que no controlan. Vito soñaba con un Michael en el Senado de Estados Unidos, limpio de sus propias culpas. La pena de Michael tiene que ver con no poder cumplir ese sueño como consecuencia justamente de los crímenes de su padre. Es la persistente moraleja hollywoodense: el crimen no paga. Pero acá no hay moralejas, sino una realidad conformada por las variables que discutí.

Las investigaciones judiciales en curso, especialmente aquellas en las que se ha producido una importante cantidad de evidencia incriminatoria, son una amenaza sobre el legado, la libertad y el patrimonio de la vicepresidenta y sus dos hijos. (La líder indiscutible del espacio político hoy mayoritario es también una madre que ve a sus hijos en peligro.) Detrás de estas dificultades se esconden los motivos insondables que derivaron en esta situación, que —por no ser espectadores de una narrativa de ficción— desconocemos.

En todo caso, esas ficciones nos dicen algo relevante: en algún punto de esas vidas extraordinarias el pasado empieza a controlar al futuro: los protagonistas no pueden parar ni desandar el camino recorrido y quedan atrapados por lo que hicieron en un pasado remoto o, incluso, por cosas que no hicieron ellos mismos. A diferencia de series o películas, en las que el guión ya está escrito, en esta peculiar trama nacional el final lo vamos a escribir —curiosa y afortunadamente— entre todos.

 

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Ramiro Álvarez Ugarte

Doctor en derecho por la Universidad de Columbia en Nueva York y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Buenos Aires.

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