Año 2012. Un contenedor en el puerto de Buenos Aires despide humo y un olor tóxico invade el centro de la ciudad. Los agentes de seguridad, sin coordinación con las áreas de Ambiente y sin seguir ningún protocolo, abren el contenedor sin tener noción de qué sustancia está filtrando, le arrojan agua y generan así una nube tóxica: pánico, interrupción del transporte público, ambulancias, gente con problemas respiratorios agudos en las guardias hospitalarias.
Pero que no cunda el pánico: junto con las cámaras de los canales de TV llega la autoridad máxima del gobierno nacional en Seguridad, el Jefe, equipado con un mameluco blanco de protección química, mascarilla con filtro y un tanque de oxígeno en la espalda. Su atuendo en el recorrido por la Terminal 4 contrasta con el de la nube humana que lo rodea: cronistas de remera y jean, empleados y policías con trapos en la nariz, un administrativo de traje y corbata. Nada importa. Misión cumplida: el Jefe ante las cámaras transmite la eficacia de su gestión certificada por la imagen, y comunica que ya todo está bajo control.
El ‘Jefe’ ante las cámaras transmite la eficacia de su gestión certificada por la imagen.
Ocho años después, en Quilmes y como ministro de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires durante la pandemia, repite atuendo y escena. Cubierto de pies a cabeza con EPP, elementos de protección personal ausentes en los hospitales, y rodeado de subordinados con tristes mascarillas de tela colgando bajo la nariz, supervisa la solución peronista al brote de covid en Villa Itatí y Villa Azul: la represión. Sin tests que nunca compraron, sin detección temprana ni aislamiento de casos y sin cabeza, la política sanitaria y el orden de los Jefes pasa por clausurar las villas con la gente adentro. ¿Que viven de trabajos informales y tienen que salir para comer? ¿Que circular es un derecho esencial como respirar? Pues mala suerte, en pandemia no hay derechos, como dijo el senador, y el Jefe con su mameluco amarillo patito nuevamente transmite ante las cámaras que hay gestión, acción y eficacia técnica: el gobierno tiene todo bajo control y está a la altura del desafío.
Durante más de 30 años, Sergio Berni se construyó a sí mismo como referente del Hombre Fuerte del peronismo a través de su trayectoria política, pero muy especialmente a través de su imagen. Fruto de su personalidad, del ego o del cálculo, toda su actuación pública dejó siempre un elemento de, precisamente, actuación. Sus apariciones siempre contaron con despliegue y uniformes ad hoc: ya sea en los casos mencionados, fotografiado como médico en un hospital de Santa Cruz durante la pandemia en 2021 —guardapolvo nuevo con su nombre bordado en azul y los pliegues aún marcados— o filmado como rescatista en las inundaciones de La Plata en 2013 —arribando en gomón con chaleco salvavidas naranja, y cargando en brazos a un par de mujeres frente a los medios—, Berni siempre estuvo del lado del exhibicionismo feroz, y ni siquiera se resistió a las cámaras cuando a las órdenes del entonces gobernador Kirchner se infiltró en la huelga minera de 1994 y dio un reportaje en calidad de “médico voluntario”. La aparición más desprovista de disfraces fue la de su rol incierto en la escena del asesinato del fiscal Alberto Nisman.
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Los excesos de histrionismo y artificialidad de Berni generaron comentarios burlones, es verdad, pero para la escena política el personaje de Hombre Fuerte y referente de consulta del peronismo en materia de seguridad continuó imperturbable. Ni siquiera hubo alguien que le dijera “hasta acá” cuando incursionó en la propaganda personal con fondos públicos durante el paroxismo del control social de la cuarentena: producciones en video con puestas en escena de película de Stallone, que incluían imágenes suyas entrenándose con uniformes tácticos y haciendo abdominales, o por qué no organizando el desalojo de predios en Guernica con la épica del desembarco aliado en Normandía (salvo que en este caso tanto la usurpación como el desalojo provenían del mismo partido peronista). Detalles menores, invisibles luego de décadas de manipulación política, lo importante siempre fue la imagen de Berni al anochecer en los terrenos humeantes, munido con un visor nocturno en la frente.
En cualquier caso, siempre fue notorio en el caudillo en ciernes el esfuerzo por la instalación de un personaje militar y militante, un poco anticuado y profesional de las armas como el General, con afición a las cámaras, dispuesto siempre a la acción pertrechado de uniformes y gadgets varios, pero con bagaje profesional y un plus de estratega. Un uniformado en el banco de reserva del peronismo, como Milani, dispuesto a ocupar el lugar vacante de liderazgo carismático con control social cuando fuera preciso. Un hombre de la Seguridad con mayúscula, sólido y capaz.
Se terminó la mentira
Los sucesos del 3 de abril en el piquete de avenida General Paz y Ruta 3 quebraron el personaje y nos llevan a preguntarnos cómo pudo haber durado tanto tiempo la impostura y por qué no sucedió antes. Berni llegó confiado y descendió de un helicóptero en la ruta vacía en medio del corte. Lo mismo había hecho muchas veces, incluso en casos con similares actores: en 2012 ya había aterrizado en helicóptero en la Panamericana, con un despliegue innecesario para disolver un corte de apenas 50 choferes de la línea 60, y en 2015 reiteró el recurso ante otro bloqueo de ruta de la misma línea. No utilizó esta vez la maniobra de 2014, cuando se corrió del centro de la escena e intentó cortar un piquete de la izquierda apelando a un simulacro de atropellamiento vehicular estilo “carancho”, frente a cámaras que registraron la mala actuación de un gendarme sin dotes de doble de riesgo, para fortuna de los imputados.
Esta vez se mandó nuevamente hacia el ojo del conflicto, acompañado de una sola persona, y llegó hasta los compañeros de trabajo del chofer asesinado envuelto en una nube de cronistas. El resto ya lo vimos todos, desde todos los ángulos posibles: la demolición en minutos de la imagen forjada a lo largo de tres décadas de kirchnerismo.
Los análisis políticos abstractos a veces se cristalizan en imágenes concretas. En este caso, la desorientación y desbande del peronismo gobernante, su total desconexión con la realidad cotidiana del país, la incapacidad para ejercer el gobierno, la impericia para gestionar no ya las soluciones necesarias, sino su propia retirada. Todo esto fue visible en los puños y piedrazos de trabajadores y sindicalistas contra un ministro peronista, arrinconado en un paredón pintado con los nombres del intendente Espinoza y de Cristina. Un detalle no menor: la refriega y los insultos hicieron pasar desapercibido el intento vano de Berni por involucrar a las víctimas en la responsabilidad del gobierno. Un clásico de la manipulación autoritaria cuando se encuentra en desventaja: “vamos a hablar”, “vengo a trabajar con ustedes”, “hablemos”, repetía con insistencia el ministro acorralado. Sólo le faltó pedir una mesa de diálogo. Y esta vez la psicopateada no funcionó.
Las reacciones posteriores del gobierno son aún más ilustrativas de la debacle oficialista.
Las reacciones posteriores del gobierno son aún más ilustrativas de la debacle oficialista: los tartamudeos de Axel Kicillof mintiendo sobre el desarrollo del crimen, desmentido en minutos por las cámaras de seguridad, la acusación desesperada a la oposición por el asesinato, los pases de factura velados de Berni (“yo pongo la cara”) al ministro de Seguridad nacional, al gobernador y al intendente de La Matanza, el insensato operativo SWAT para detener a dos colectiveros, el trabajador manos en alto y esposado en el piso de un comedor diario conurbano, “bajen las armas, soy colectivero, no soy un malandra”, la autorreferencialidad patológica de la vicepresidente en Twitter. Las reacciones del gobierno, por lo menos hasta el momento, se asemejan a la sucesión de gags de un guión de comedia negra. Un clima tóxico que se rompe en mil pedazos con la tristeza infinita de las imágenes de la realidad: colectivos militarizados, ciudadanos cacheados, la foto de Daniel Barrientos. Un señor amable de camisa planchada y anteojos, al volante de madrugada en el segundo cordón del conurbano.
La impronta del hombre fuerte del peronismo se hizo pedazos. Al menos públicamente, en forma explícita y transmitida en vivo, porque la realidad es que hace mucho que el peronismo no los tiene. Ya no hay ningún General impoluto montado en su caballo pinto, y los jefes de cada facción tribal —gobernadores de feudos, dueños de sindicatos, empresarios— hace décadas limitan su liderazgo a la subordinación al poder central, al territorio y a los negocios propios. Los ex jóvenes camporistas, hoy cuarentones o más, se revelaron totalmente inservibles, algo nada sorprendente dada su formación política y administrativa en el campus de privilegios con soja a 600 del nestorismo. Y el proyecto del heredero no cuaja: aún rodeado de custodios y militantes, pega un saltito y gambetea cuando se le acerca un policía en la vereda de Recoleta de la casa de su madre.
La mañana siguiente
Tambalea finalmente el caudillismo. Pero no porque lo hayamos derrotado, sino por falta de recambio e incapacidad propia: el peronismo es víctima de su propia decadencia lenta. Hoy están todos como Berni, con el culo contra el paredón y esperando que Sergio Massa les avise que llegan a diciembre: This is fine. Lo que no cede aún es la afinidad del ciudadano por delegar todo el poder posible en líderes autocráticos encargados de las soluciones, inclinación forjada por casi un siglo de autoritarismo corporativo peronista, que entre otras cosas desplazó a las nociones de individuos libres y de república liberal de 1853. El músculo nacional fue entrenado para obedecer a un Hombre Fuerte, y si todo sale mal, tener la tranquilidad de ser fracasados dignos, nunca responsables del fracaso.
Los cuatro años de Cambiemos no fueron suficientes para cambiar ese reflejo, que busca un padre o un déspota a cargo de promesas indoloras y relato. La demanda se responde con el stock de líderes que la época puede ofrecer: a falta del tradicional gobernador presentable, el votante habituado al caudillismo mira con cariño a un candidato inexperto que encubre apenas sus inseguridades con una caricatura de hombría, agresión y soluciones mágicas. Deambulan también fantasmas del pasado que no se resignan, como el motonauta, y peronistas viejos curtidos en fracasos míticos vendidos en prime time.
La ilusión del corporativismo tradicional fue desbordada por índices de inflación, regulaciones toscas y manotazos para emparchar el casco semihundido.
Nótese que ni mencionamos a Massa: la ilusión del corporativismo tradicional fue desbordada por índices de inflación, regulaciones toscas y manotazos para emparchar el casco semihundido. Y finalmente la oposición cambiemita, que por su naturaleza republicana no ofrece un líder al votante anclado a los hábitos del pasado, pero tampoco un horizonte cierto al votante que busca otro futuro: sus logros progresivos siguen opacados por el arrastre de errores mal procesados, políticas ambivalentes, convivencia de algunos dirigentes con el statu quo, y una cuota importante de votantes cansados o con demanda de satisfacción inmediata, sin contención. Juntos por el Cambio es la realidad imperfecta, es la figura de los padres y el deber ser, y nada de eso seduce al que apenas sale de la sombra de los Hombres Fuertes.
Sí, tambalea el caudillismo, y todos nosotros somos apenas esto: un montón de gente lastimada, una sociedad rota como nunca que tal vez no sepa hacerse cargo de la salida. Y también podemos ser una sociedad que aún rota decide asumir el rol ciudadano de plantear demandas y marcarle el rumbo a futuros dirigentes democráticos, tan reales e imperfectos como nosotros mismos.
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