Domingo

Adiós, muñeca

En 'Barbie', la utopía del fin del patriarcado se choca, otra vez, con deseos más urgentes.

Si jugaste con Barbies hasta los casi 15 años, como algunas de nosotras, lo más probable es que no tengas ganas de meterte en el cine a ver qué hizo Greta Gerwig con tus fantasías de niña (otra vez). Ahora no es Jo March, un personaje de ficción, lo que está en juego, sino tu propia muñeca: tu historia, tus recuerdos, tu guión.

Cualquier encarnación humana de la stereotypical Barbie –por más perfecta que sea– resulta perturbadora. ¿Íbamos a tener que oírla hablar con una voz distinta a la de nuestra conciencia? “Mirá si nos van a venir explicar a nosotras quién es Barbie”, le dije a María, indignada. “¡Barbie soy yo!” Ni el marketing fucsia, ni la promesa de un paseo por memory lane, ni siquiera Ryan Gosling haciendo de Ken podían doblegar mi resistencia. Pero cuando el día del estreno a las cinco de la tarde un taxista peronista me dijo fascinado que acababa de verla, sentí por primera vez curiosidad.

“Me cagué de risa”, me dijo mostrándome una selfie de él con su mujer y su hija en tercera fila. Este hombre, que había tensado la voz cuando le pregunté a quién votaba, que había respondido a mi pregunta con otra pregunta (“¿por qué me preguntás?”) y había terminado lamentando muy entre nos su destino electoral (“Y… yo soy peronista, viste, voy a tener que votar lo que me digan, o Massa o Grabois, qué va a ser”), había sido feliz viendo Barbie.

Entré al cine pensando: “Ok, a un clásico macho argentino, un stereotypical Raúl de 50 años, el relato feminista de un mundo rosa en el que la mujer es reina y el hombre un accesorio (y no precisamente de los más importantes) le resultó divertidísimo”. A mí, en cambio, la película me recordó que nací en otro siglo.

A mí, en cambio, la película me recordó que nací en otro siglo.

Analógica, carezco de la fluidez con la que los jóvenes que me rodeaban asimilaban la trama: un confuso ir y venir entre dos dimensiones, Barbieland y el mundo real, cuya coexistencia, inquietante para mí, no parecía sorprenderlos en absoluto. Es una película impensable sin TikTok. El hecho de que la protagonista sea una mujer haciendo de muñeca, tomando de vasos sin agua, manejando un auto sin motor y sin agarrar el volante hace pensar en la nueva tendencia tiktokera de chicas que imitan máquinas, animalitos o personajes de animación.

Para los nativos digitales, no hay práctica más habitual que vivir vidas paralelas. El acierto mainstream de Barbie reside en que, desde la estética, el lenguaje, la lógica y el humor, la película entiende algo que va de la experiencia virtual a la evolución del género. Cada noche, en su Dream House, Barbie, cuyo ser-en-el-mundo es en-puntas-de-pie, hace una fiesta con sus amigas y algunos Ken. En pleno baile, cubierta de brillos, la ataca una idea: “Eu, chicos, ¿alguna vez pensaron en la muerte?” Este acto de lenguaje abre un portal existencialista que se traduce en su talón tocando el piso por primera vez: WTF.

Temiendo algún desperfecto técnico, se ve obligada a acudir a Weird Barbie, esa muñeca sola, fané y descangallada, ya mamarracheada con birome, a la que un domingo antes de ir a misa le cortaste el flequillo (la misma que un hermano mayor, años después, va a mutilar para un autorretrato en la FUC), y a la que todas las demás Barbies le huyen, salvo cuando las papas queman.

Un futuro de celulitis

Para Weird Barbie –creepy y oracular– está clarísimo: la niña que juega con ella está en una. “¿Cómo que juega conmigo?”, pregunta Barbie. “Todos somos el juguete de alguien”, responde Weird Barbie. La humanidad de la dueña está interfiriendo con la muñequidad (la dollness) de Barbie. Como una madre noventosa, Weird Barbie la amenaza con un futuro de celulitis, y la exhorta a “conocer la verdad del universo”, a ir al mundo real, encontrar a la niña y cerrar el portal.

Lo que Weird Barbie no pensó es que Ken, atónito al descubrir que el mundo real es un patriarcado, volvería antes a Barbieland para tomar el poder y quedarse con sus casas. Hay que entender que para Ken, después de una vida bajo el matriarcado, la sola idea de que una persona respete a un hombre es descabellada. Cuando llega a Los Ángeles y le preguntan la hora en la calle, Ken se siente un Dios. Su utopía es el patriarcado. La de Barbie, tener útero.

En la película, Barbieland es tan diverso como el mundo: lo que todas tienen en común es el nombre, el soberbio empeine y el poder. Las Barbies lideran, gobiernan y son dueñas de sus casas. ¿Dónde viven los Ken? Nadie lo sabe. Son hombres con atributos pero sin propiedades: mal amados, demandantes, tristes, resentidos groupies en shorts.

En un mundo binario donde la guerra de los sexos terminó, el matriarcado de las muñecas se presenta como el resultado de una evolución darwiniana. Parecería la última etapa antes de la extinción de los Ken. Son torpes, ineptos, infantiles y viven para que Barbie los mire. “I am Kenough”, dice el hoody flúo que se pone Ken al final de la película. Si Barbie tuviera uno, sería el meme de Don Draper: “I don’t think about Ken at all”.

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Las que jugamos con la icónica muñeca en los ’90 fuimos la última generación de niñas que creció sin Internet. No existía el concepto de avatar, no había un mundo paralelo donde darse forma, donde moldearse a imagen y semejanza de nuestra autopercepción. Barbie era el teatro de nuestras vidas posibles, el más perfecto significante vacío, un molde para explorar nuestras fantasías identitarias: una mujer que era adulta pero que no era mamá, que tenía teléfono, auto, caballo, sillón, profesiones, adminículos, cremas, zapatos, carteras, trajes, uniformes, vestidos, vinchas, viseras, zapatillas, sombreros, anillos, pulseras, collares, ropa de ski, de tenis, de gala, de astronauta, y a Ken, para cuando quisiera un accesorio más. No había nada que Barbie no pudiera ponerse porque todo le quedaba bien. Barbie éramos todas.

Jugar a las Barbies era jugar a ser mujer. Un cuerpo sexy de genitales borroneados, en el que cabían todas nuestras fantasías sobre la vida adulta, que imaginábamos excitante y no exenta de peligro: una vida talón-en-el-aire. La pregunta que desveló a Freud, Barbie nos la respondía de taquito: las mujeres queremos ser jóvenes, turgentes, infinitas e imposibles de embarazar.

La secuencia inicial, que parodia la escena más famosa de 2001, Odisea del espacio, muestra a niñas primitivas jugando a la mamá. De pronto llega Barbie y todas empiezan a revolear sus bebotes por el aire, estrellándoles el cráneo contra las rocas. Una masacre de los inocentes versión Mattel de la que emerge Barbieland.

La liberación de las Barbies significa fundamentalmente la emancipación del deseo sexual o su magnífica represión.

Allí, las Barbies viven felices y tranquilas convencidas de que su existencia salvó al mundo del patriarcado. Imaginan que todas las mujeres son libres y que la dominación masculina ya fue. Así vive ella y todas las noches son girls’ night. Una prefiguración de Sex and the city, aunque Barbie es más radical. La liberación de las Barbies significa fundamentalmente la emancipación del deseo sexual (y de muchas emociones como la humillación, la vergüenza, la baja autoestima, la sumisión al ego masculino, etc.) o su magnífica represión.

Barbie es una niña con cuerpo de adulta, tiene las curvas pero no la madurez sexual. Margot Robbie expresa muy bien esa disonancia cuando entra al mundo real vestida de neón con rollers. Barbie no tiene deseo ni sentimientos negativos, pero al final de la película, como Pinocho, elige volverse mortal. Vivir, padecer y morir con tal de ser madre. Porque –ay– Barbie quiere ser mamá.

El deseo de maternidad es sin Ken. Es que en Barbie no hay parejas, salvo la que escribió el guión, Greta Gerwig y Noah Baumbach. La película concluye que, si sacrificamos nuestra idea de pareja, sí se puede tener todo: la ciudad, el sexo e incluso (si una está dispuesta a bajarse de los tacos y calzarse las Birkenstocks) el bebé.

 

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Victoria Liendo

Editora de Seúl. Doctora en Letras (Universidad de Paris 8 Vincennes-Saint-Denis). Repatriada.

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