BERNARDO ERLICH
Domingo

Atrocidio, un nuevo nombre
para lo innombrable

Hace falta una nueva categoría jurídica para definir la violencia extrema cometida por Hamás del 7 de octubre de 2023.

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Los sistemas jurídicos evolucionan cuando la realidad desborda los conceptos existentes. Así nació el término “genocidio” tras el Holocausto, cuando Rafael Lemkin comprendió que necesitábamos una nueva expresión para nombrar lo innombrable. Hoy, los acontecimientos del 7 de octubre de 2023 en Israel nos enfrentan a una situación similar: una forma de violencia que trasciende nuestras categorías actuales.

Etimológicamente, la palabra “atrocidad” deriva del latín “atrox”, que significa cruel, terrible, oscuro. Una atrocidad representa no sólo un acto de extrema crueldad, salvajismo o barbarie, sino una transgresión fundamental de los límites de la humanidad misma. De este modo, propongo el término “atrocidio” para definir un nuevo fenómeno, una forma específica de violencia con características propias.

El atrocidio no es simplemente otro nombre para la violencia masiva. Se distingue por tres elementos que deben coexistir para crear una forma particular de barbarie que desafía nuestros marcos conceptuales.

Primero, hablamos de una crueldad que ha roto todas las barreras morales: perpetradores que no sólo matan, sino que se entregan a un “frenesí asesino” donde el objetivo es maximizar el sufrimiento de las víctimas. No es la muerte rápida del fusilamiento o la eficiencia macabra de la cámara de gas. Es la tortura llevada al extremo, la mutilación como espectáculo, la violencia sexual como herramienta de destrucción psicológica. Es el perpetrador que, como vimos el 7 de octubre en Israel, no sólo mata, sino que llama a sus padres orgulloso para que escuchen los gritos de sus víctimas, que graba las decapitaciones para compartirlas en redes sociales, que quema vivas a familias enteras mientras documenta su agonía. Es la falta absoluta de límites en la capacidad destructiva y la pérdida total de cualquier freno inhibitorio humano. El perpetrador no sólo deshumaniza a su víctima, sino que él mismo se deshumaniza, sumido en un frenesí que anula toda barrera ética o emocional. En este estado, no hay piedad ni límites, sólo el acto brutal en su máxima expresión, produciendo tanta devastación como sea posible.

El perpetrador no sólo deshumaniza a su víctima, sino que él mismo se deshumaniza, sumido en un frenesí que anula toda barrera ética o emocional.

Segundo, esta violencia ocurre en un contexto social que la celebra activamente. No son sólo “manzanas podridas” o soldados descontrolados; es una comunidad que transforma la brutalidad en motivo de orgullo e identidad colectiva. Son las madres que bendicen a sus hijos por haber matado, los líderes religiosos que santifican el sadismo, los vecinos que salen a las calles para golpear cuerpos sin vida o arrastrarlos como trofeos. Es una sociedad donde no existe el “no” frente a la barbarie, donde la empatía ha sido sistemáticamente erradicada y donde la crueldad se ha convertido en la mayor virtud posible.

Tercero, existe una intención deliberada de destruir no sólo cuerpos, sino el tejido social completo de un grupo, generando un trauma que perdurará por generaciones. Esto resulta indispensable para lograr la disolución social o política del enemigo. El objetivo no es solo eliminarlo, como podría ocurrir en un conflicto convencional, sino destruirlo de tal manera que aquellos que sobrevivan queden marcados para siempre, que las familias queden destrozadas psicológicamente, que las comunidades pierdan toda sensación de seguridad posible, que los reproches y divisiones internas conduzcan a la debacle social frente a un hecho tan doloroso que no les permita siquiera unirse en una causa común. Es un intento de asesinar el futuro mismo de un grupo.

La thanarquía

Para que un atrocidio ocurra, debe existir lo que he denominado una “thanarquía” (del griego thánatos, muerte): un sistema social donde la crueldad y la muerte se han convertido en virtud y el sufrimiento ajeno en motivo de celebración.

Este sistema no surge de la nada. Se construye metódicamente a través de años de adoctrinamiento, propaganda y narrativas que transforman al “otro” en un ser que merece no sólo morir, sino sufrir. En las escuelas se enseña a los niños que matar es un deber sagrado. En los medios de comunicación se glorifica a quienes cometen los actos más brutales. En los espacios religiosos se santifica la eliminación del diferente. En las conversaciones cotidianas se normaliza el odio hasta convertirlo en el aire mismo que respira una sociedad.

En una thanarquía, quien no participa en la violencia la aplaude, y quien se opone es eliminado. No hay espacio para la duda moral, para la piedad o para el reconocimiento de la humanidad del otro. Este es quizás el aspecto más perturbador: la thanarquía no representa un colapso momentáneo del orden moral, sino un nuevo orden donde la inversión de valores es completa y sistemática.

En una thanarquía, quien no participa en la violencia la aplaude, y quien se opone es eliminado. No hay espacio para la duda moral o para la piedad.

Incluso en los escenarios más oscuros de la historia humana, siempre existieron voces de resistencia moral. Siempre hubo quienes, aun a riesgo de sus propias vidas, se negaron a participar en la barbarie o intentaron proteger a las víctimas. Hasta el 1 de enero de 2022, Yad Vashem —el Museo del Holocausto en Jerusalén— ha reconocido a 28.217 Justos entre las Naciones de 51 países, inscritos en el Muro de Honor como testigos de la humanidad posible. En contraste, el 7 de octubre en Gaza, y durante más de 500 días de confinamiento de los rehenes, no hubo ni un solo acto de oposición, ni un médico que tratara humanamente a un rehén, ni un guardia que les diera agua adicional, ni un civil que intentara esconder a un israelí perseguido. Nadie detuvo la masacre, nadie salvó a un rehén, y la sociedad participó activamente, custodiando víctimas y celebrando los crímenes. Esta ausencia total de estas voces de resistencia moral es quizás el indicador más claro de la thanarquía en acción.

Lo ocurrido el 7 de octubre en Israel ejemplifica claramente este concepto. Ese día, miembros de Hamás junto con civiles gazatíes atacaron comunidades israelíes y un festival de música. El resultado: más de 1.200 muertos y 250 secuestrados.

Lo que distingue este evento no fue sólo su planificación, sino lo que ocurrió después: actos de crueldad extrema que fueron documentados y transmitidos con orgullo, mientras una comunidad entera los celebraba como una victoria. Los perpetradores no sólo mataron, sino que lo hicieron de maneras diseñadas para maximizar el horror: quemaron vivas a familias enteras, mutilaron y asesinaron a padres frente a sus hijos y viceversa, violaron repetidamente a mujeres jóvenes hasta la muerte, arrastraron cuerpos por las calles mientras multitudes los golpeaban y escupían.

En el kibutz Nir Oz, el 28% de los habitantes fueron asesinados o capturados. De los aproximadamente 900 atacantes que cruzaron a Israel ese día, se estima que unos 600 eran civiles sin entrenamiento militar formal ni estructura de mando clara. Se sumaron espontáneamente a la masacre, movidos no por órdenes directas sino por el deseo de participar en lo que percibían como un acto de gloria colectiva. Se trataba de una celebración nacional, como si se tratara de la obtención de la copa mundial de fútbol.

El atrocidio no es sólo responsabilidad de quienes empuñan las armas. Incluye a los líderes que lo organizan, los financiadores que lo posibilitan, los ideólogos que lo justifican, los propagandistas que lo difunden y las comunidades que lo normalizan.

Esta red de complicidad es inseparable del crimen mismo. Sin ella, la violencia extrema no podría alcanzar la escala ni la intensidad que caracteriza al atrocidio. Cuando analizamos los eventos del 7 de octubre, vemos claramente esta cadena de responsabilidad: desde los líderes de Hamás que planificaron la operación, pasando por los Estados y organizaciones que financiaron al grupo durante años, los clérigos que santificaron la matanza, los educadores que instruyeron a generaciones en el odio, hasta llegar a los miles de civiles que celebraron en las calles o compartieron orgullosamente videos de las atrocidades en redes sociales.

El desafío para el derecho penal internacional es crear mecanismos que permitan establecer responsabilidades en todos estos niveles. No basta con juzgar a quien decapitó a un rehén si no abordamos también a quienes crearon las condiciones para que lo hiciera y lo celebraron después.

¿Qué hace único al atrocidio?

La historia humana está lamentablemente plagada de episodios de extrema crueldad. ¿Qué hace al atrocidio diferente de otras masacres históricas?

La Masacre de Nankín (1937-1938) durante la invasión japonesa a China vio entre 200.000 y 300.000 civiles y prisioneros asesinados con extrema brutalidad. Sin embargo, fue ejecutada por un ejército formal bajo órdenes, sin la participación espontánea de civiles ni una sociedad que celebrara abiertamente la crueldad como valor en sí mismo.

En la matanza de Srebrenica (1995), reconocida como genocidio por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia, más de 8.000 bosnios musulmanes fueron eliminados con brutalidad organizada por fuerzas serbo-bosnias. Pero no hubo la glorificación masiva ni el placer en el sufrimiento como rasgo central que vemos en un atrocidio.

Los pogromos contra judíos a lo largo de la historia también ofrecen paralelos inquietantes. El Pogromo de Kishinev (1903), donde multitudes atacaron a la comunidad judía tras un libelo de sangre, muestra elementos similares: violencia desinhibida, participación civil espontánea y un contexto social que toleraba o justificaba la barbarie. Sin embargo, incluso en estos casos, no se alcanzó el nivel de celebración colectiva y exhibición orgullosa de la crueldad que caracteriza al atrocidio moderno.

El atrocidio no es sólo responsabilidad de quienes empuñan las armas. Incluye a los líderes que lo organizan, los financiadores y las comunidades que lo normalizan.

Quizás los casos más cercanos los encontramos en las atrocidades de ISIS en Sinjar (2014), donde unos 5.000 yazidíes fueron asesinados con decapitaciones y esclavitud sexual grabadas y difundidas como propaganda. Acá vemos una comunidad radicalizada que exaltó estos actos como virtud, reflejando una dinámica social que va más allá de la mera ejecución militar.

Reconocer el atrocidio como categoría jurídica independiente no es un ejercicio académico. Es una necesidad práctica que permitiría desarrollar sistemas para detectar tempranamente los signos de este tipo de violencia, establecer responsabilidades legales más precisas, proteger mejor a sociedades vulnerables y crear respuestas específicas para esta forma de barbarie.

La comunidad internacional debe actuar con todos los medios a su disposición, no sólo para castigar a los responsables, sino para desmantelar las estructuras que hacen posible el atrocidio. Esto incluye sanciones económicas y políticas contundentes contra Estados o grupos que lo promuevan, programas de desradicalización en sociedades donde la crueldad ha sido normalizada, y sistemas de alerta temprana que detecten los primeros signos de escalada hacia una thanarquía.

Las víctimas del atrocidio necesitan protección activa, no sólo durante el evento sino en el largo plazo. El trauma transgeneracional que genera este tipo de violencia requiere estrategias específicas de asistencia psicológica y reconstrucción comunitaria que van más allá de lo que ofrecemos habitualmente a sobrevivientes de conflictos convencionales.

Encrucijada civilizatoria

Estamos en una encrucijada civilizatoria. Si no reconocemos la amenaza que representa el atrocidio, corremos el riesgo de que se repita y expanda. Las redes ideológicas que sostienen este tipo de violencia pueden llegar a dividir al mundo entero, forzándonos a decidir en qué lado de la historia queremos estar.

Como ocurrió con el genocidio, que emergió como respuesta jurídica tras una masacre contra el pueblo judío, el atrocidio surge ante una nueva forma de violencia extrema contra el mismo grupo. La historia, trágicamente, parece repetirse, pero con variaciones que demandan nuevas herramientas para enfrentarla.

Nombrar lo innombrable es el primer paso para combatirlo. Los eventos del 7 de octubre muestran que existe una forma de violencia que va más allá de nuestras categorías actuales.

Nombrar lo innombrable es el primer paso para combatirlo. Los eventos del 7 de octubre nos confrontan con una realidad perturbadora: existe una forma de violencia que va más allá de nuestras categorías actuales, que combina el frenesí de la crueldad con su celebración social y que busca no sólo matar sino destruir toda posibilidad de recuperación para las comunidades atacadas.

El atrocidio es una oscuridad particular que debemos confrontar si queremos preservar no sólo vidas, sino la esencia misma de nuestra humanidad. No basta con condenar los actos específicos; debemos reconocer y enfrentar las estructuras sociales, políticas e ideológicas que los hacen posibles. Debemos entender que cuando una sociedad transforma la crueldad en virtud, cuando celebra el sufrimiento ajeno como logro colectivo, ha cruzado un umbral que amenaza no sólo a sus víctimas inmediatas, sino a los fundamentos mismos de nuestra civilización compartida.

La historia nos ha enseñado que ignorar el ascenso de sociedades cimentadas en la barbarie sólo conduce a su expansión y radicalización, más aún cuando estas se ramifican notoria y peligrosamente dentro de las instituciones de nuestras sociedades, desde partidos políticos y medios de comunicación, hasta las universidades.

Aquella parte de la comunidad internacional comprometida con la vida y la libertad debe asumir su responsabilidad con todos los medios legítimos a su disposición, asegurando que no sólo se haga justicia, sino que se prevenga su repetición en el futuro.

Que este sea el momento en que elijamos no sólo sobrevivir, sino vencer a la oscuridad que nos acecha.

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Hernán Elman

Abogado y licenciado en Relaciones Internacionales. Docente de Derecho Constitucional y cotitular de la materia Marco Jurídico del Conflicto Árabe-Palestino-Israelí de la Facultad de Derecho de la UBA. En X es @Hernanelman.

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