Uno de los dilemas más interesantes que presenta el cruce entre cultura y política es la pregunta acerca de si se deben tener en cuenta la ideología y las posiciones políticas de un autor al momento de valorar su obra artística o conceptual. Es habitual que esta pregunta aparezca emparentada con el nazismo y se encarne en las figuras de Heidegger y Céline. La obra de ambos, magníficas e influyentes por donde se las quiera mirar, se ensombrece por las actitudes antisemitas y por el apoyo al régimen nazi, a punto tal de ser impugnadas, problematizadas, discutidas y, actualmente, amenazadas con la posibilidad de cancelación.
Mi posición inicial frente a esta controversia es siempre la misma y con la misma contundencia. De ningún modo hay que vincular las opiniones y las actitudes personales de los artistas al momento de apreciar su resultado estético, narrativo o filosófico. La obra se sostiene por sí misma y es independiente de la valía humana y personal del autor. Este principio, con el que convivo entusiastamente desde hace mucho tiempo, se vio, sin embargo, conmovido en las últimas semanas por la realidad impuesta por la invasión rusa a Ucrania.
Una galería de arte me encargó la curaduría y los textos de una muestra de un artista ruso, excelente por cierto, con una obra que se sostiene sólidamente y que maneja un lenguaje que no tiene referencias políticas explícitas. Como con toda obra es posible entrever tramas ideológicas, pero estos gestos son sutiles y no forman parte del centro estético y visual de su cuerpo de trabajo.
Mientras estaba en la tarea de selección y escritura, Rusia invadió Ucrania. Mi artista, permítanme decirlo así, inmediatamente tomó partido a favor de su país
Mientras estaba en la tarea de selección y escritura, Rusia invadió Ucrania. Mi artista, permítanme decirlo así, inmediatamente tomó partido a favor de su país y sostuvo, en sus redes sociales, que Rusia estaba siendo acusada injustamente. Frente a la reacción de muchos de sus multitudinarios seguidores y a la sucesión de unfollows, hizo silencio y cambió su avatar por una bandera rusa.
Me incomodé. Tuve una sensación física difícil de definir y mi primera actitud, creo que todavía inconsciente, fue la de ralentizar todo y no mandar lo que había hecho hasta pensarlo un poco más. Lo discutí conmigo mismo y con algunos más, con sensaciones cruzadas de todo tipo. Como en una película, pasaron frente a mí las innumerables veces que defendí el principio abstracto de separación de obra y artista frente a situaciones tan distintas como pueden ser el nazismo, la pedofilia, actitudes machistas o simplemente la mala leche y la maldad. Me vi defendiendo la independencia de la estética frente a cualquier actitud al mismo tiempo que me fastidiaba muy claramente que mi nombre se asociara al de alguien que defendía, o al menos minimizaba, la invasión rusa a Ucrania.
No pretendía del artista gestos heroicos, no creo que nadie pueda pedirlos y mucho menos en Rusia, que es un país tan cruel.
Claro que no pretendía del artista gestos heroicos, no creo que nadie pueda pedirlos y mucho menos en Rusia, que es un país tan cruel: envenena opositores, persigue medios de comunicación, corta internet y mantiene cercos informativos. Con mantenerse en la esfera de lo artístico y la neutralidad hubiera bastado para reforzar mi hipótesis general, pero esa ausencia fue, en este caso, demasiado.
El desenlace de esta referencia personal, de la que desde ya me excuso frente al lector, es que decidí no hacer ese trabajo. No tengo idea si hice lo correcto o exageré, pero lo que sí sé es que esta experiencia disparó una serie de preguntas y de reflexiones que me parecen interesantes para la conversación pública. Si aún defiendo el principio original, entonces, ¿por qué rechacé esta curaduría?
Creo que la variable temporal es importante. La inmediatez, la primitiva potencia de la experiencia pura se antepone a la intelectualización, que necesita su tiempo de maduración. Es más sencillo defender hoy la calidad inconmensurable de la filosofía de Heidegger que haber aceptado un cargo de profesor en Friburgo después de su discurso como rector en 1933. Estar en el momento cambia las cosas y las perspectivas imponiendo una temporalidad distinta, menos permeable a la necesaria abstracción.
Estar en el momento cambia las cosas y las perspectivas imponiendo una temporalidad distinta, menos permeable a la necesaria abstracción.
Con el correr de los días mi decisión se me confirmó. El avance ruso en Ucrania y las reacciones de los países, organizaciones y el mundo de la cultura pusieron el conflicto blanco sobre negro y se hace más fácil saber qué actitud asumir. Pero aun así, la precariedad de mi decisión personal está allí. Insisto en que no tengo la menor idea acerca de si obré justamente y nunca cometería la pedantería de creer que mi manera de actuar pueda ser extendida a alguien más. La intuición, en este caso, fue más importante que la reflexión. De ningún modo pretendo tener razón; de hecho, creo que el valor de esta anécdota menor es el de marcar con claridad que uno de los caminos más estimulantes para la construcción de comunidades democráticas es empezar toda discusión bajo la máxima gadameriana según la cuál siempre valdrá la pena contemplar la posibilidad de que el otro pueda tener razón.
Cultura antes que política
Es posible usar este acontecimiento anidado en la experiencia artística para pensar la cultura política argentina. Creo que si Argentina tiene una ínfima, improbable y dificilísima posibilidad de regenerar su lazo comunitario, la plataforma sobre la que se tiene que trabajar es la de la cultura y no la de la política.
De ser más o menos cierta mi intuición, se desprende que las preguntas importantes del universo cultural adquieren un valor mayor y tienen, en potencia, la posibilidad de reversionarse y presentarse de modo tal que terminen hablando para una audiencia distinta y más amplia, y que sus conclusiones y derivaciones se constituyan en intentos de interpretación que pueden usarse para discutir más cosas que las que las originaron.
En la política argentina, donde todo se presenta bajo una pátina cargada de lo que Kierkegaard llamó “pasión de infinito”, donde todo siempre es trágico e inaugural, donde la monumentalidad retórica se da de cabeza con la banalidad de las decisiones diarias, asumir la radicalidad de nuestra propia contingencia puede ser un camino a explorar.
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