BERNARDO ERLICH
Domingo

La neutralidad tiene costos

Argentina está orgullosa de su tradición imparcial en los conflictos internacionales. Debería empezar a cambiar de opinión.

El anunciadísimo ataque de Irán a Israel hace dos semanas avivó las profecías sobre el comienzo de una tercera guerra mundial. Poco importó que Irán haya desistido de usar su arsenal balístico, que haya insistido día tras día con la inminencia del ataque, o que Israel haya interceptado el 99% de los proyectiles. Ni siquiera alcanzó la tenue respuesta de Israel que, a todas luces, buscó desescalar el conflicto. Para los agoreros de la nueva gran guerra –como ante cada chispazo interestatal de relevancia–, el desenlace armado es inevitable. Muchos incluso ya estaban armando la composición de los bandos: Rusia, Irán, Yemen, China y Corea del Norte de un lado; Israel y la OTAN del otro.

Más allá de la efectividad del pronóstico bélico, esta configuración precipitó un clásico debate nacional en el campo de las relaciones internacionales. ¿Qué posición debe adoptar Argentina frente al desarrollo de conflictos internacionales? ¿Qué debe hacer si, por ejemplo, escala el conflicto entre Israel e Irán? En los círculos profesionales y académicos, así como entre los devenidos influencers políticos, prevaleció en estos días una respuesta: Argentina debe permanecer neutral. Junto a postulados como “hay que comerciar con todo el mundo” o “hay que sentarse en todas las mesas y ocupar todas las sillas”, que forman parte del acervo intelectual de gran parte de la élite diplomática local, emerge ahora un nuevo lugar común: “No tenemos nada que hacer en un conflicto que ocurre a miles de kilómetros y por motivos que no nos interpelan”.

Los acólitos de esta tercera posición sostienen que la imparcialidad frente a los conflictos internacionales es una doctrina sostenida ininterrumpidamente por nuestra política exterior y que, en el escenario actual, no hay motivos para abandonarla. Al mismo tiempo, argumentan que, históricamente, la neutralidad ha beneficiado al país, puesto que la equidistancia ante las partes permitió mantener vínculos estratégicos con actores de ambos bandos (habitualmente, a través de la venta de alimentos). Además, abogan por una diplomacia pragmática, alejada de la ideología y la moral y de soluciones binarias. En esencia, encuentran en la neutralidad la virtud de la moderación y la tranquilidad de ubicarse en el punto de equilibrio de los polos.

Sintetizada, esta postura se basa en tres elementos: en que Argentina siempre fue neutral; que la neutralidad trajo beneficios; y que la neutralidad evita ideologizar la política exterior. Voy a dedicar los próximos párrafos para plantear exactamente lo contrario: que Argentina no siempre fue neutral; que la neutralidad trajo costos y que la neutralidad no está exenta de ideología.

Ni neutrales ni marxistas

Argentina permaneció neutral durante la Primera Guerra Mundial y en casi toda la extensión de la Segunda, hasta que en 1945, ante la inminente victoria de los Aliados, le declaró la guerra a las naciones del Eje. Sin embargo, en casi todos los conflictos interestatales posteriores, Argentina se involucró en favor de una de las partes a través de las más variadas acciones.

Cuando estalló la Guerra de Corea, en junio de 1950, el gobierno de Perón se apresuró a comunicarle al embajador estadounidense, Stanton Griffis, el apoyo diplomático de Argentina a Estados Unidos en la incursión militar. Finalmente, debido a la presión de la sociedad civil y del ejército, el país sólo contribuyó con alimentos (el único país latinoamericano que envió tropas fue Colombia). Cuando la crisis de los misiles encendió los temores de una guerra nuclear, en 1962, el presidente argentino José María Guido respaldó la posición de su par John F. Kennedy y despachó hacia el Caribe tres aviones y dos destructores para que participaran del bloqueo a Cuba. Durante los siguientes años, Argentina apoyó a Estados Unidos en sus expediciones militares a Vietnam (1966) y en la creación de una Fuerza Interamericana de Paz para intervenir en República Dominicana (1970).

El involucramiento más nítido de Argentina se dio en la Guerra del Golfo, en 1990. La participación del país estuvo centrada en el bloqueo naval del Golfo Pérsico, para impedir el flujo de barcos del puerto de Kuwait. Para eso, se enviaron 500 hombres en dos corbetas, un destructor, un buque de carga, dos aviones de transporte y tres helicópteros. Además, en este contexto de subordinación argentina a la cosmovisión norteamericana, se produjo la ilícita venta de 6.500 toneladas de armas y municiones a Croacia y Ecuador, países en guerra y sobre los cuales pesaban prohibiciones comerciales de material militar. Mucho se conjetura sobre estos episodios y la posterior invitación a convertirnos en aliados extra-OTAN (primer país latinoamericano con ese estatus) y a formar parte del G-20, y las primeras conversaciones sobre el acceso de Argentina a la OCDE.

Equidistancia con costos

A los defensores de la neutralidad les parece importante mantener los vínculos políticos y comerciales con todos los participantes de las hostilidades, porque es lo mejor para los intereses de la nación. En el mejor de los casos, sobredimensionan la capacidad de maniobra y la relevancia relativa de Argentina como actor de la política internacional. En el peor, desestiman los altísimos costos que tuvo que pagar nuestro país por evitar decantarse por una de las coaliciones beligerantes.

Existe un amplio consenso en la disciplina sobre las consecuencias negativas que tuvo que afrontar Argentina por su actuación en la Segunda Guerra Mundial. Debido a los estrechos vínculos comerciales y políticos entre Alemania y Argentina y a la presión de sectores nacionalistas y germanófilos –que habían penetrado en el gobierno y que contaban con una fuerte influencia en la prensa y en la opinión pública–, Argentina se mantuvo neutral durante la mayor parte de la guerra. Desde el ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos se dedicó a acosar en público y en privado al gobierno argentino para que se uniera a la causa aliada. Sólo cuando la victoria aliada resultó inapelable, y frente al temor de ser excluido del nuevo orden mundial que se estaba gestando, Argentina le declaró la guerra a Alemania y Japón.

Desde el ataque a Pearl Harbor, Estados Unidos se dedicó a acosar en público y en privado al gobierno argentino para que se uniera a la causa aliada.

La inflexibilidad argentina le costó el boicot económico norteamericano, que comenzó en febrero de 1942 y perduró, con variable intensidad, hasta 1949. Durante los años de la guerra, el boicot consistió en privar a la Argentina de muchas provisiones vitales para las cuales Estados Unidos se había convertido virtualmente en la única fuente. Esto se combinó con una continua interferencia estadounidense en el comercio de Argentina en América Latina y con la presión a Gran Bretaña y a otros países europeos para que limiten sus exportaciones al país. Otras políticas norteamericanas estuvieron destinadas a reducir las exportaciones de máquinas e insumos a la Argentina y así retrasar la expansión de su industria pesada. Además, en el Programa de Recuperación Europea se prohibió que Europa adquiriera bienes de Argentina con los dólares del plan Marshall, mientras permitía que lo hicieran Canadá y Australia, sus competidores naturales en el sector alimentario.

En contrapartida, Brasil recibió en esos mismos años un trato preferencial por parte de Estados Unidos. Es cierto que la complicidad entre ambos países se había forjado décadas antes, a partir de un alineamiento estratégico en la región y de poseer estructuras económicas complementarias, en sintonía con lo que ocurría entre Argentina y Reino Unido. Sin embargo, las ventajas que le otorgó Estados Unidos a Brasil en esa época fueron extraordinarias. Durante la Guerra, Estados Unidos concedió préstamos para financiar el desarrollo de nuevas industrias y facilitó la transferencia de conocimiento en materia militar. Además, luego del ingreso de Brasil en 1942, el gobierno estadounidense cubrió todo el petróleo que requerían las fuerzas armadas brasileñas. Distintas fuentes hacen hincapié en que el objetivo de Estados Unidos era quebrar en favor de Brasil el equilibrio militar que tenía con Argentina.

Naturalmente, en la década del ’40, Argentina perdió el predominio militar en la región en manos de Brasil. Además, las tensas relaciones de posguerra con Estados Unidos y Reino Unido –los dos grandes policías del mundo occidental– dieron pie al inicio de una paulatina irrelevancia geopolítica y a la declinación del peso económico relativo de nuestro país en el escenario mundial. En efecto, ante la pregunta “¿cuándo se jodió Argentina?”, no son pocos los que ubican ese punto de quiebre en 1943, año en el que la revolución nacionalista sepultó cualquier posibilidad de alineamiento con el bando aliado.

Ideología argentina

A pesar de todo, es innegable que la neutralidad tiene encanto. El atractivo reside en su aparente justicia, en la estatura moral que otorga observar el pleito desde arriba, sin inclinar la balanza. En esencia, la neutralidad es la templanza que se requiere ante acontecimientos complejos y distantes, en los que ambas partes deben tener algo de razón. En la práctica, la neutralidad es el pragmatismo que habilita entablar relaciones con los dos bandos, despojadas de inconducentes pulsiones ideológicas, siempre en favor del interés nacional.

Más allá de cierta pereza intelectual, este razonamiento omite que, en los hechos, la neutralidad casi nunca es el posicionamiento equidistante. En rigor, ante escenarios flagrantemente desequilibrados, o ante cosmovisiones fuertemente antagónicas, la abstención es también una decisión ideológica que puede obedecer a afinidades políticas y morales, y que con frecuencia enmascara una complicidad con una de las partes.

Este razonamiento omite que, en los hechos, la neutralidad casi nunca es el posicionamiento equidistante.

Al examinar la neutralidad argentina en las guerras mundiales, por ejemplo, resulta evidente que aquella posición no se originó de un minucioso estudio desideologizado de la realidad internacional para sacar el máximo de provecho a la situación, sino que fue impulsada y sostenida por funcionarios y dirigentes germanófilos. Sólo a través de una presunta simpatía germana de Yrigoyen y de sectores de la sociedad –principalmente, la Iglesia– puede comprenderse la abstención de involucrarse de forma activa en la Gran Guerra frente a episodios como el fusilamiento del cónsul argentino en Bélgica por las tropas invasoras alemanas o los hundimientos de la goleta Monte Protegido y del vapor Toro. En la Segunda Guerra Mundial, la simpatía fue manifiesta, aunque no alcance para justificar la extensa neutralidad argentina, mantenida incluso luego de que se conociera gran parte de las atrocidades cometidas por el régimen nazi. Naturalmente, lo máximo a lo que podía aspirar la germanofilia doméstica era impedir que Argentina se uniera primero a la Triple Entente y luego a los Aliados, puesto que lograr un apoyo explícito a la causa alemana era una quimera. De este modo, la neutralidad fue la praxis usada para materializar su apoyo al segundo y al tercer imperio alemán, sustentada en coincidencias políticas, culturales y religiosas.

Para cerrar este punto, Carlos Escudé –a quien algunos neutralistas insólitamente acuden para respaldar sus opiniones a través de una extraña interpretación del realismo periférico– esgrimió sobre el comportamiento argentino: “La neutralidad argentina, como así también las políticas económicas de este país durante la temprana posguerra, fueron actitudes suicidas que revelan tanto falta de pragmatismo como megalomanía por parte de los gobernantes”. Escudé añade que, al adoptar esas políticas, Argentina “se embarcó en un curso autodestructivo que era cualquier cosa menos la persecución racional de su interés nacional”.

Sobreactuar un poco

La intención de estos párrafos es dejar en claro que la neutralidad no es una tradición pétrea de la política exterior argentina, que esa posición arrojó nefastas consecuencias económicas, geopolíticas y militares y, por último, que la neutralidad no implica la adopción de una postura pragmática, ya que en muchas ocasiones se encuentra motivada por simpatías de distinto tipo. Creo conveniente agregar un elemento central antes de finalizar: la importancia de la coherencia en las relaciones interestatales.

Desde el traspaso de gobierno en diciembre, Argentina se embarcó en profundas y dramáticas reformas en todos los órdenes de la estructura estatal. La política exterior del nuevo gobierno sufrió una de las transformaciones más pronunciadas respecto de la cosmovisión de la administración saliente. En efecto, en menos de seis meses, Argentina desistió de la invitación para unirse a los BRICS, optó por el bajo vuelo en UNASUR, aceleró el proceso de acceso a la OCDE, se distanció de los socios internacionales más polémicos (Cuba, Nicaragua, Venezuela) y reforzó su alianza con el mundo occidental en general y con Ucrania e Israel en particular. También marcó sus diferencias con los regímenes autoritarios –principalmente con China, a pesar de la continuidad del vínculo comercial– y prestó incondicional fidelidad con Estados Unidos, “sean demócratas o republicanos”.

Este reposicionamiento obedece a la necesidad de recuperar la credibilidad internacional y mostrarse como un actor predecible y confiable.

Es evidente que este reposicionamiento obedece a la necesidad de recuperar la credibilidad internacional y mostrarse como un actor predecible y confiable, principalmente entre los países occidentales, que cumplen un rol crucial en el orden multilateral. Argentina busca volver al mundo y asegurarse, además de nuevas fuentes de financiamiento, quedar encasillado del lado de las democracias liberales y capitalistas. Quizás en esa búsqueda exista cierto grado de sobreactuación, aunque es difícil imaginarse un camino alternativo para convencer a las potencias occidentales de que esta vez sí pueden contar con Argentina como un aliado estable, que honra sus compromisos y que defiende los valores democráticos, liberales y capitalistas, luego de décadas de una política exterior errática y zigzagueante.

En este contexto, adoptar una posición neutral mermaría de forma seria la coherencia de una plataforma exterior que está en plena configuración y que ya ha dado pasos importantes en el camino correcto. Pensemos que incluso estados como Jordania y Arabia Saudita prestaron apoyo logístico a la defensa israelí para interceptar el bombardeo de Irán y que todos los países del G-7, la OEA, Australia, Nueva Zelanda y Canadá, entre muchos otros, condenaron categóricamente el ataque iraní. En el otro extremo, entre los países que pivotaron entre manifestar preocupación por la situación y justificar la ofensiva, se encuentran verdaderos parias como Venezuela, Pakistán, Rusia y Corea del Norte. Con todo esto, ¿es posible permanecer neutral?

 

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Santiago García Vence

Abogado (UBA). Máster en derecho internacional en London School of Economics. Trabaja en la Secretaría General y de Relaciones Internacionales del GCBA.

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