A 39 años de aquel 30 de octubre, me gustaría poder escribir sobre un recuerdo que voy a tratar de relatar de la mejor manera posible. Arranca a eso de la medianoche, cuando ya estaba clara la irreversibilidad del triunfo de quien había propuesto ni más ni menos que una idea: necesitábamos abrazar la democracia como objetivo, incluso más que como mero régimen competitivo o sistema de reglas. Le democracia como utopía posible, como una nueva casa en la que pudiéramos vivir, lejos de la violencia política que nos venía encerrando desde hacía décadas y cuyo infierno más siniestro había sido la dictadura que estaba terminando y que, en mi caso, me había expulsado del país. Un país al que, además, yo acababa de volver después de siete años en Brasil y México, y que no terminaba de asimilar del todo.
¿Cómo seguiría el recuerdo? El llanto emocionado por un hombre que defendía los derechos humanos, que se había resistido a la tentación de montarse al show malvinero al que se había subido casi toda la clase política nacional y que podía mostrar frente a la sociedad una carrera política de coherencia, honestidad y civismo. Porque ese hombre, Raúl Alfonsín, había ganado las elecciones.
Quisiera poder trasmitir con fuerza cómo –aquel 30 de octubre de 1983, casi terminando el día– me dejé llevar por la marea de chicos emocionados, en primer lugar porque se terminaba la dictadura, como él mismo había pregonado en el histórico discurso de Ferro cuatro días antes. Y en segundo lugar porque él había ganado. Primero había sacudido a una UCR anquilosada, provocando una ola de afiliaciones de jóvenes entusiasmados y luego le había demostrado al peronismo que no era inmune ni invencible, y que si quería volver a ser competitivo no podía mostrar actos como el de Vélez, cajones quemados, violencia a ladrillazos o pactos cancelatorios de la más mínima noción de reparación.
¿Cómo no compartir la emoción al recordar los discursos potentes de quien le puso un freno a la autoamnistía militar y denunció el pacto militar-sindical?
Una mayoría clara traducía en el voto el hartazgo frente a la violencia, el agobio de siete años de dictadura y, sobre todo, la necesidad de construir un país bajo el imperio de la ley con un mínimo, humilde, pequeño, sentido de justicia.
¿Cómo no compartir la emoción al recordar los discursos potentes de quien le puso un freno a la autoamnistía militar y denunció el pacto militar-sindical, pero jamás encendió una mecha contra el peronismo ni incitó a pregonar por su desaparición? Alfonsín nos invitaba a un nuevo programa, lejos de la lógica política amigo-enemigo que nos había llevado tan abajo.
En fin, me gustaría cerrar esto con el recuerdo vivo de la emoción en cada acto político de la campaña al escuchar el “rezo laico”. Alfonsín interpretó la tragedia argentina al emocionarnos con algo tan sencillo y carente de épica como un preámbulo constitucional. Algo así como “volvamos al principio, abracémonos a este texto y reconstruyamos todo de nuevo”.
Me gustaría compartir todos estos recuerdos, pero no puedo.
Porque no son reales.
Traigan al gorila de Alfonsín
El 30 de octubre de 1983 yo no voté a Alfonsín. Voté a Luder. Corté boleta: voté a Luder como Presidente y al Partido Intransigente para el resto de los cargos. ¿Me gustaba Luder como candidato? No. ¿Pensaba que Alfonsín mentía, que el peronismo era garantía de justicia frente a las violaciones de derechos humanos? No. Pero a mis 18 años, volviendo de México y siendo hijo de militantes de la izquierda peronista, Alfonsín era simplemente inconcebible.
El peronismo –eso estaba claro– era un desastre. Estaba atrapado en un mar de violencia entre los sindicatos, los grupos de ultraderecha y la dirigencia política. Un remolino que ahogaba a quienes, justo es decirlo, intentaban llevarlo por otro lado. Pero para mí (y para muchos otros, me parece) el peronismo no era eso. Era una utopía irredenta que irremediablemente ya llegaría. El peronismo no era lo que existía, era lo que queríamos ver.
Digo esto con mucho respeto y cariño por gente que aprecio, pero la realidad es que, en aquellos primeros años, muchos identificábamos el triunfo de Alfonsín como una suerte de consecuencia del rediseño que la dictadura había logrado imprimirle a la sociedad argentina, que no acompañaba la utopía revolucionaria que no estábamos dispuestos a abandonar.
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Alfonsín nos era incluso personalmente simpático (por lo menos a mí), pero en nuestra matriz ideológica representaba lo que no habían podido lograr ni Onganía ni Lanusse: la derrota del peronismo y, con ello, la derrota del “pueblo”. Unos meses después de la elección comencé a militar en el PI, no en el peronismo. Y desde ahí marcábamos distancia de las locuras del Partido Justicialista. Pero la simbiosis entre peronismo y pueblo estaba en nuestro ADN.
En definitiva y yendo al punto: muchos de quienes hoy somos adultos no acompañamos el triunfo de Alfonsín. No nos representaba. No es grato reconocerlo, pero tampoco sería honesto no hacerlo.
¿Qué vino después? La CONADEP, los juicios y lo que ya conocemos. Y a pesar de que nos entusiasmamos con esto, siempre mirábamos el costado negativo, “lo que faltaba”. Sobre todo estábamos a la espera de que se cumpliera la profecía: Alfonsín no va a avanzar, decíamos, por ahora sigue porque le conviene, no va a tener huevos, no va a poder, la derecha radical lo va a frenar. Y por supuesto, luego de Semana Santa, la profecía se autocumplió: el punto final es una defección, decíamos, la obediencia debida es una traición. Y de paso: Grinspun está aplicando el ajuste del FMI (¡Grinspun está aplicando el ajuste del FMI!). Un tiempo después: el Plan Austral es un ajuste salvaje. Y largo etcétera.
Acomodábamos el mundo a nuestra propia alegoría. Alfonsín no va a ser Alfonsín porque es radical, sino porque es el gorila de Alfonsín. Nosotros en el PI lo acompañamos en algunas (el peronismo prácticamente en ninguna), pero siempre hasta ahí. Mirábamos el fondo de una caverna clavada en la década del ‘70 mientras la realidad de los ‘80 nos pasaba por la espalda.
Algo de la realidad se nos colaba. Pero romper con el mundo pan-peronista era, en mi caso, casi traicionar la militancia paterna.
Por supuesto que había ruidos: algo de ese hombre nos interpelaba. Algo de la realidad se nos colaba. Pero romper con el mundo pan-peronista era, en mi caso, casi traicionar la militancia paterna. No era un paso sencillo de dar y no estaba dispuesto a darlo en ese momento. Mejor seguir así: traigan al gorila de Alfonsín para que vea, que este pueblo…
Hay dos anécdotas que ilustran bien lo que estoy relatando. La primera es una conversación con el querido Negro Juan Carlos Portantiero, alrededor de 1987. “Ustedes están locos, tendrían que ser la izquierda alfonsinista, acompañarlo o en todo caso marcarle límites”, nos decía. “Pero no ponerse en la oposición irreductible. No es eso lo que les pide su electorado. Hereden a Alfonsín, no lo combatan”. Imposible.
La segunda es en Chile, también por 1987. Después de Semana Santa, participé de un congreso estudiantil en Santiago, representando a la FUBA junto con otros. Recuerdo mi discurso incendiario denostando la Ley de Obediencia Debida y calificando a Alfonsín como un traidor a los muertos y desaparecidos. Al terminar el discurso, se me vinieron encima un par de amigos dirigentes de la Juventud Comunista de Chile, a decirme más o menos que yo estaba delirando, que criticaba algo que el resto de América Latina vivía como una utopía irrealizable.
Los comunistas chilenos, mientras radicalizaban su acción contra Pinochet, me decían amablemente que yo era un pelotudo por lo que había dicho.
Los comunistas chilenos, mientras radicalizaban su acción contra Pinochet, me decían amablemente que yo era un pelotudo por lo que había dicho esa tarde en discurso inflamado y soberbio, con el dedito levantado, en el que les contaba a los estudiantes chilenos durante la dictadura pinochetista que la Argentina de Alfonsín era una defección.
En fin. Algunos de nosotros finalmente nos hicimos alfonsinistas (muy tardíamente, casi al final), cuando ya mucho sentido no tenía. Y luego la vida siguió, Alfonsín terminó como terminó y vino todo lo que vino. Y cada uno de nosotros hizo su recorrido personal y político.
Lecciones y consensos
Hoy, mayoritariamente, la dirigencia política y la intelectualidad argentina reivindican a Alfonsín. Eso es bueno. Mucho después de su salida, se ganó un lugar en la historia. No por sus fracasos, no por lo que no pudo o no supo. Sino por lo que sí quiso y sí pudo: mostrarnos que era posible construir un país que respete la ley y resuelva sus conflictos sin destruirse. No lo hagamos responsable a él de lo que hicimos o no hicimos después de su tiempo.
¿Strassera estuvo solo? Strassera no estuvo solo, porque lo tuvo a Alfonsín. Y Alfonsín no estuvo solo, porque aún en la salida tuvo gente que siempre lo acompañó. Pero en su momento seguramente necesitó también que muchos de nosotros lo acompañáramos más, quizás no aceptando todo, pero privilegiando el apoyo por sobre el dedito levantado de quienes la miraban desde la tribuna.
Creo que hemos aprendido a dimensionar su valor en ese momento clave de nuestra historia contemporánea. Alfonsín se ha transformado en el padre de la democracia. Incluso hasta hablamos del “consenso alfonsinista”. Bien. Pero a mí, al menos, en voz baja y casi en la intimidad, me gustaría decirle “disculpame Raúl, no la vimos ni de lejos. No sabés cuanto lo lamento”. Porque sin eso, falta un capítulo en esa película que termina con todos nosotros haciéndole una estatua al prócer Alfonsín.
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