DIEGO ALBÉ
Domingo

Tomala vos, dámela a mí

Una larga y detallada lista de quejas sobre unos de los principales responsables de que el fútbol argentino sea un espectáculo lamentable: los árbitros.

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El fútbol argentino tiene muchos problemas. Tantos que se hace difícil hacer una enumeración taxativa, no olvidarse ninguno. Más complicado todavía es jerarquizar esas dificultades, determinar cuál es la más urgente a resolver, por dónde empezar el camino de la reconstrucción.

El nivel de juego es bajo y eso es consecuencia de múltiples factores. Las ventas apresuradas y continuas de jugadores es el principal. La situación económica y las ofertas más que tentadoras del exterior hacen que muchos emigren demasiado pronto con un puñado de partidos en Primera. Eso perjudica a los clubes y también a los chicos que se van demasiado pronto y no logran madurar su juego. Era otro mundo, pero Diego Maradona jugó cinco temporadas y media en Argentina antes de ser vendido al Barcelona. Los últimos dos volantes locales que marcaron una diferencia y alcanzaron un nivel de excelencia fueron los Fernández, Enzo y Equi; ambos comparten un rasgo: sin lugar en los gigantes de Argentina, jugaron un año en otros clubes (Defensa y Tigre), en donde pudieron adquirir minutos y experiencia sin tanta presión. Después volvieron a River y Boca y, ya afianzados, se destacaron y produjeron ventas millonarias.

El otro motivo evidente son los 28 equipos, que pronto volverán a ser 30. Una cuenta sencilla: si cada plantel tiene 25 futbolistas y sobran ocho equipos, hay 200 futbolistas que en condiciones más normales nunca habrían jugado en Primera (en realidad, la falta de competitividad y la amenaza tenue de descenso para una veintena de equipos hacen que sus planteles también sean más débiles, así que podríamos sumar varias decenas más a esos 200).

Una cuenta sencilla: si cada plantel tiene 25 futbolistas y sobran ocho equipos, hay 200 futbolistas que en condiciones más normales nunca habrían jugado en Primera.

No hay que olvidarse de la caprichosa eliminación de los descensos a diez partidos del final de la temporada, lo que quita sentimiento agónico a la mayoría de los partidos y afloja la intensidad competitiva. Lo más sorprendente de esta decisión no fue lo tardía que resultó ni lo arbitraria. Fue que, cegados por la soberbia del poder, Tapia y los otros dirigentes ni siquiera se molestaron en maquillar la decisión, en inventar alguna excusa pueril o falaz para justificarla. Para qué molestarse.

De todos esos problemas intentemos centrarnos en uno y que afecta directamente al juego: los arbitrajes. El último domingo en la conferencia de prensa luego del partido de River contra Barracas Central, Marcelo Gallardo pidió que el juego se agilizara. Dijo que había cosas que se estaban naturalizando y que le hacían mal al juego. Para levantar la menor polémica posible, se restringió —y lo aclaró explícitamente— a lo que sucede dentro del campo de juego. Como suele ocurrirle, mientras fue hablando lo ganó la pasión, el tono sereno del principio de la alocución mutó en enojo, en crispación, cuando recordó que el segundo tiempo finalizó a los 45 minutos exactos porque el árbitro se apiadó del rival vencido y que nunca se adicionan de manera justa los minutos que se pierden de juego.

No suelo ver los programas de debates de los canales deportivos. Me cansaron. Casi nadie parece sostener una opinión personal y honesta. Están los que sólo alimentan el fuego de la polémica, del show del escándalo y del grito (un mecanismo rancio que ya parecía chirriar en los años ’70 cuando lo explotaba Polémica en el fútbol) que cada tanto genera un clip de poco más de un minuto que se viraliza, una loca carrera por convertirse en meme; y están los ventrílocuos de los poderosos, los que transmiten los mensajes de los que deciden y acomodan su parecer para filtrar la voz oficial. Pero el lunes, mientras trabajaba, puse algunos de esos programas de fondo. Quería ver cómo trataban estos dichos de Gallardo. Cualquier otra queja del director técnico de River, sobre cualquier otro tema, habría tenido enorme repercusión y les habría dado tema de (falso) debate para varios programas. En este caso, como habló de un tema sensible, de un tema generalmente acallado, prefirieron seguir de largo, a lo sumo hacer alguna leve referencia y nada más. Es probable incluso que la próxima vez que River vaya ganando un partido apretado y al pedir un cambio uno de sus jugadores salga despacio del campo, armen un informe especial contraponiendo las quejas de Gallardo con esas imágenes para “probar” que River hace tiempo.

Tiempo, juez

Lo cierto es que Gallardo dio en la tecla habló de uno de los grandes males de nuestro fútbol: los partidos muertos, esos en los que cuesta que la pelota se ponga en juego. Es una gran manera de condicionar los trámites, de manipular el desarrollo de los partidos. Y los árbitros son de los primeros responsables de la cuestión. La discusión esta semana se centró —en realidad se evadió— de manera esperable en el affaire Spreen y Deportivo Riestra. Pero eso no resiste mayor análisis. Fue una payasada y no mucho más. De valor simbólico, pero de escasas consecuencias fácticas. De hecho, el primer perjudicado fue el propio Riestra, que malgastó al minuto de juego un cambio y una ventana. Es más fácil tomar posición y sobreactuar indignación porque las consecuencias no pueden ir demasiado lejos.

El tiempo neto de juego en la Liga Profesional de Fútbol (“la liga de los campeones del mundo”) es vergonzoso. La gran mayoría de los equipos hacen tiempo (lo pierden) desembozadamente apenas se ponen en ventaja, y muchos otros —dada la disparidad entre planteles— desde el comienzo del partido: otro estertor de la liga mastodóntica. Hay algunos segundos tiempos en que los espectadores lloran de emoción si la pelota está un minuto consecutivo en juego. Tras el último parate del fútbol argentino, el descanso por las vacaciones, hubo más de un mes en el que sólo tuvimos para ver fútbol europeo. Cuando comenzó el campeonato local, las dos primeras fechas resultaron insoportables, habíamos perdido la costumbre. Parecía que la pelota nunca estaba en juego. Entre protestas, lesiones simuladas, cambios interminables, carritos que surcaban el círculo central. Después, como a todo, uno se acostumbra.

Los árbitros son partícipes necesarios de estas dilaciones intencionales. No pretenden que se juegue más. No adicionan el tiempo que corresponde. Es más, ni siquiera recuperan los minutos que ellos pierden en las decisiones del VAR. El que hace tiempo siempre tiene premio. Eso fomenta que haya más jugadores que piden el carrito al momento de ser cambiados, o que se quedan tirados cuando son amonestados los rivales, o arqueros agonizantes de manera súbita. El periodismo deportivo es otro factor. No suele hablar del tema y exagera indignación si el árbitro da más que el tiempo crucero de adición, que suele oscilar entre los cinco y los seis minutos. Callan muchas de estas cuestiones sometidos a las presiones de los dueños del negocio.

El periodismo deportivo es otro factor. No suele hablar del tema y exagera indignación si el árbitro da más que el tiempo crucero de adición, que suele oscilar entre los cinco y los seis minutos.

Hace un par de años, Israel Damonte obtuvo una seguidilla de buenos resultados dirigiendo a Sarmiento de Junín. El periodismo deportivo ensalzó su forma de defender los corners con los once jugadores sin superar el punto del penal y sin moverse aun cuando los rivales movieran la pelota hasta dentro del área; les parecieron muy divertidas todas sus maneras de evitar que la pelota se pusiera en juego, los mil y un modos de perder tiempo: el kilometraje del carrito de lesionados de Sarmiento  debió batir por esos días algún récord Guinness. Hasta que las derrotas se acumularon sobre su equipo. Y Damonte, su equipo y sus modos fueron olvidados.

Existen estadísticas que demuestran que un equipo mientras va ganado tarda el doble de tiempo en hacer los laterales, ni hablemos de los saques de arco en los que los arqueros se convierten en adoradores de la secta René Lavand: no se puede hacer más lento. Detengámonos un momento en ellos, los arqueros. Son los que más vicios incorporaron y los más usados para dejar correr el tiempo sin que la pelota se ponga en juego. Un hábito ridículo relativamente nuevo es el de tomar una pelota de pie y luego de apretarla bien fuerte contra su pecho tirarse al piso, quedarse allí varios segundo hasta pararse con extrema lentitud. Luego caminan hasta el borde del área, miran varias veces hacia donde volear y casi 30 segundos después de haber entrado en contacto con la pelota hacen el saque.

Hace más de dos décadas parecía que este problema se había resuelto con la regla de los seis segundos. Pero, en las escasas ocasiones en las que los árbitros cobraban la falta, se producían quejas, tumultos y la preparación para ejecutar el tiro libre indirecto dentro del área consumía varios minutos (casi siempre las barreras no respetaban la distancia porque el equipo atacante debía conformarse con que el referí hubiera cobrado la infracción).

Tirate al piso, LPQTP

De todos los ardides de nuestro fútbol, el que constituye la estafa más vil es el de las falsas lesiones de los arqueros. Se tiran al piso para obligar a detener el juego, los médicos ingresan como arrastrándose —se prestan a la pantomima—, el árbitro los mira en el piso con preocupación cómo evaluando si iniciar él mismo las maniobras de RCP, hasta que algunos minutos después se ponen de pie y todo sigue igual pero con menos minutos por jugar. Esto tiene un correlato hermoso en las ocasiones en que se impone la justicia, el resultado se da vuelta y el arquero que había perdido tiempo con descaro pasa a tratar de apurar el juego. Y es el canto de venganza que truena (y es el favorito de mi hija): “Tirate al piso, la puta que te parió, tirate al piso…”. Una aclaración: estos ardides de los arqueros son puestos en práctica por casi todos los equipos. Gabriel Arias, de Racing, y Rodrigo Rey, de Independiente, son dos ejemplos de especialistas en ralentizar trámites cuando les conviene.

Otra deslealtad que se hizo costumbre: ya ningún jugador ni siquiera trota con pasos cortos —un remedo de trote— cuando es reemplazado y el resultado favorece a su equipo. Salen caminando lentamente, con el desafío en la cara, y hasta el gesto ofendido si alguien osa apurarlos. Todo empeora cuando recordamos que ahora los cambios permitidos son cinco.

Las pérdidas de tiempo son un problema gravísimo que los arbitrajes laxos, poco valientes, acomodaticios, fomentan. Está claro que no son el único inconveniente grave en relación al arbitraje argentino. Hay peores. No debe haber muchos lugares del mundo como Argentina en el que aplicar la palabra fallo a las decisiones de los árbitros de fútbol sea tan adecuado, tan preciso. Todo esto no es nuevo. Es posible que haya ocurrido siempre. Julio Grondona perfeccionó los sistemas para desarrollar árbitros (y jueces de línea) que ayudaran a que se cumplieran sus deseos dentro de una cancha. En realidad, el Grondona consolidado en el poder ya no tenía deseos sino intereses.

Julio Grondona perfeccionó los sistemas para desarrollar árbitros (y jueces de línea) que ayudaran a que se cumplieran sus deseos dentro de una cancha.

Una digresión: Robert Caro, el mayor biógrafo norteamericano, se dio a conocer luego de publicar The Power Broker, una monumental biografía de más de mil páginas de Robert Moses, el encargado durante décadas de las autopistas y espacios públicos del área metropolitana de Nueva York. Moses atravesó múltiples administraciones de distinto signo político. Todo cambiaba pero él seguía en su puesto. Caro siempre aclaró que el libro se trataba de mucho más que la de la vida de Moses: hablaba sobre el poder, era una historia del poder –su manejo y su construcción– durante cuatro décadas. Nos está faltando quién escriba nuestro The Power Broker y la historia de cómo cambió el poder entre los 20 años finales del siglo pasado y los primeros 15 de éste. Y parecería que eso sólo se lo puede contar a través de la vida de Julio Grondona y su ambición, su voracidad única de poder, el hombre que logró atravesar todo el período que va desde la dictadura al kirchnerismo.

Dicen que Grondona afirmaba que a los que había que arreglar era a los jueces de línea. Hay mil maneras de manipular un partido. No siempre es necesario inventar penales. Basta con amonestar a un central o al 5 en los primeros minutos para condicionarlo, ignorar faltas o acorralar a un equipo cobrando tiros libres cerca del área, sacándole la pelota cada vez que la obtiene.

La conducción del Chiqui Tapia tomó de Grondona lo peor. El abuso de poder, la compra de voluntades a fuerza de destruir los torneos, la impunidad, la persecución a los pocos disidentes, la vocación totalitaria. Y todo a la luz del día, sin siquiera maquillar las acciones. Como si pretendieran abusar de la coraza protectora que les otorgaron los triunfos de la Selección.

Si las películas favoritas de Grondona eran El padrino, Buenos muchachos o Érase una vez en América, parecería que las del Chiqui Tapia y Pablo Toviggino (tesorero de la AFA y mano derecha del presidente) son las series que narran el apogeo de Pablo Escobar Gaviria o el Chapo Guzmán. No hay lugar para sutilezas ni códigos (mafiosos). No eligen ni el medio tono, ni pasar desapercibidos. Su ejercicio del poder es impúdico y les gusta que la prepotencia (todo poder la ejerce) sea bien visible, que los disciplinamientos sean vistos a kilómetros de distancia. Hombres algo literales, desconfían de las segundas lecturas y temen que sus mensajes no sean decodificados del modo correcto. Así, Toviggino patotea a dirigentes díscolos por las redes sociales mientras se encarga de designar árbitros (in)fieles en los partidos en los que tienen algún interés.

La casualidad permanente

Una nueva realidad: Santiago del Estero, la provincia de Toviggino, se convirtió en una potencia futbolística. Central Córdoba en la A y en la final de la Copa Argentina, Güemes y Mitre en la Primera Nacional y Sarmiento de La Banda a punto de ascender en el Federal A. De la nada a tener equipos competitivos y siempre ascendentes en todas las divisiones. Eso sí, que nadie intente averiguar cómo consiguen esos ascensos. Basta repasar los videos que los usuarios suben a Twitter cada semana para ver que sin el menor pudor muchos de estos equipos son favorecidos cada fecha. El ejemplo más reciente: en la primera semifinal del Federal A, Sarmiento de La Banda fue beneficiado de una manera escandalosa. A Germinal de Rawson, su rival (los equipos patagónicos también suelen gozar de buena suerte con los arbitrajes), le anularon un gol imposible. El juez de línea levantó la bandera cuando en las imágenes se ve que el delantero estaba habilitado por, al menos, un par de metros. Si a algún desprevenido le llama la atención que la carrera dirigencial de Toviggino haya crecido a partir de su manejo de la Liga Santiagueña, puede que esto no sea una simple coincidencia.

Otro ejemplo: dos fechas atrás Racing jugó contra Barracas Central. Como siempre que lo hacen de local Barracas y Riestra, el partido fue un día de semana a las cuatro de la tarde. Son casi los únicos dos equipos que no deben esperar la programación para saber qué día y en qué horario les toca jugar. El árbitro fue Pablo Dóvalo. Se sabe: en la vida hay que tener suerte y Dóvalo esa tarde tórrida no la tuvo. Venía haciendo los deberes hasta que a principios del segundo tiempo, apenas al minuto de juego, un jugador de Barracas le metió un planchazo en el empeine a Agustín Almendra (lo sacó de la cancha). Poco después, el hijo del DT de Barracas, Rodrigo Insúa, le aplicó un cortito a lo Martín Karadagian a Maravilla Martínez contra un cartel de publicidad: la respuesta de Dóvalo fue pedirle, con algo de exasperación, como si le estuviera diciendo “¡Cómo me exponés así!”, que pensara: lo mandó al rincón, a la punta izquierda que debía marcar, a reflexionar; un referí pedagogo. Pasados cinco minutos el que recibió una patada brutal fue Salas, y Dóvalo prefirió dejar seguir para no tener que aplicar una sanción. La primera amarilla la mostró a los 38 minutos del segundo tiempo.

Estas tres jugadas fueron una desgracia para el referí que en el primer tiempo “había hecho todo bien”: es decir, había privado a Racing de seis o siete ataques inventando faltas de los delanteros, ignorando las que hacían los defensores o transformando, como con un pase de magia, córners evidentes en saques de arco. Maniobras imperceptibles excepto para el hincha atento, invisibles en los resúmenes. Pero la desgracia se abatió sobre él. Almendra hizo un gol de la única manera en que un árbitro no lo puede impedir: con un tiro desde 30 metros; ni el más imaginativo de los pitos podría haber encontrado un resquicio legal para anularlo, ¡ni siquiera Dóvalo! Pero su mayor desgracia fue lo del segundo tiempo: los jugadores de Barracas, empujados por la desesperación de la derrota y por la sensación de impunidad, pegaron tres golpes que fueron directo a los highlights del partido. Sin esas tres acciones, su tarea absolutamente parcial del primer tiempo no habría sido comentada en los medios. Lo que siguió fue algo que cada tanto aparece: la escandalosa estadística favorable que tiene Barracas cuando lo dirige Dóvalo, que además debe vivir cerca de la cancha del equipo de Chiqui Tapia porque lo designan muy seguido para sus partidos. Barracas, cuando lo dirige Dóvalo, tiene números de eficacia cercanos a los del Real Madrid.

Los árbitros no juegan. Eso lo sabe cualquiera. La elección de ese verbo denota, también, su falta de conciencia respecto a cuál es su rol dentro de la cancha.

Siempre me molestó cuando los referís, hablando sobre ellos mismos, dicen que juegan los partidos. Los árbitros no juegan. Eso lo sabe cualquiera. La elección de ese verbo denota, también, su falta de conciencia respecto a cuál es su rol dentro de la cancha. Nadie puede desempeñar bien una tarea si no entiende lo que hace, su naturaleza. Lo de Dóvalo contra Racing no fue una excepción. Ahí están las patadas criminales que sufrieron los jugadores de San Lorenzo o el tiempo desperdiciado en el partido con River que motivó la queja de Gallardo. Barracas y Riestra siempre son beneficiados. Si esto ocurre en los partidos contra equipos grandes en los que la visibilidad es mayor, imagínense cuando enfrentan a equipos con los que peleaban el descenso. Hace años que esos partidos de seis puntos siempre los ganan los equipos del poder. Lo mismo ocurre cuando uno de los grandes corre el riesgo de quedar fuera de alguna copa.

El fútbol es tan fenomenal que ni siquiera con arbitrajes parciales el resultado es predecible. Los arbitrajes no te sacan campeón ni te mandan al descenso. Pero es innegable que te impulsan hacia arriba o te empujan hacia abajo. Cuando los árbitros favorecían sólo a los grandes, estos solían honrarlos y aprovechaban la ayuda que acaban de recibir. Era como si les dieran una chance más, un tiro más que al resto. Ahora esa colaboración debe ser permanente, persistente, porque está dirigida, muchas veces, a equipos que tienen jugadores sin demasiado talento.

En los torneos de ascenso la situación es mucho peor. Sin VAR, sin tanta exposición, a veces sin televisación, los escándalos arbitrales suceden fecha a fecha. Y los beneficiados y perjudicados no se alternan, siempre son los mismos. Este año, San Telmo tuvo la mala idea de no vender a Toto Fernández,  su talentoso número 10, a Barracas Central. En algún momento se interesaron en él algunos equipos grandes pero, de un día para el otro, sin explicar por qué, el deseo de incorporarlo desapareció. Lo terminó comprando Peñarol de Uruguay. A partir de ese momento y se supone que por haberse resistido a los caprichos del presidente de la AFA, San Telmo fue perjudicado metódicamente: no hubo un partido en el que los árbitros le dieran descanso. Aun así peleó el torneo hasta el final.

VAR criollo

Los videos que se viralizan en Twitter de partidos del ascenso o del Federal A muestran fallos arbitrales grotescos, que no resisten el menor análisis. Tras varios fallos injustos (no se los puede llamar errores), los árbitros no tienen consecuencias negativas en su carrera. Al contrario, su status por lo general mejora. Suelen obtener ascensos, designaciones para torneos sudamericanos y mundiales juveniles, algún Juego Panamericano,  partidos menores de copas regionales. Los malpensados creen que son premiados por hacer los deberes, por favorecer a los señalados. Tal vez no se trate más que de una cuestión terapéutica y los árbitros sean mandados de viaje por América para que olviden sus penas, para disipar las culpas por sus pifias profesionales. A menos de que esos fallos sean demasiado estentóreos y se den en una instancia definitiva. Allí están los casos de Diego Ceballos y Gabriel Brazenas, que jugaron al fleje durante años hasta que un día llegaron a un punto de no retorno. El olvido ya era imposible.

Me da mucha impotencia cuando los árbitros argentinos dirigen mundiales o finales de Copa Libertadores. Siempre se destacan, son alabados, llegan hasta los últimos partidos. Nunca se equivocan. Eso demuestra su solvencia técnica que, en los casos de los jueces de línea, por momentos es sobrehumana, con un nivel de precisión inverosímil: tienen un altísimo porcentaje de acierto en jugadas muy veloces y muy finas. Por eso cuando en el fútbol local cometen tantos errores a uno sólo lo envuelve la bronca. Y no puede más que sospechar.

El VAR es otro problema. Soy uno de los que cree que su implementación es beneficiosa. Impide varias injusticias y repone errores evitables. Pero su aplicación en Argentina es coherente y hace juego con el resto del fútbol local: es un mamarracho. Sus problemas son exactamente los mismos que los del arbitraje en el campo de juego. Falta de sentido de justicia, manipulación, criterios dispares según la camiseta y según la ocasión, escasa inteligencia en su uso. Acaso el principal problema de los árbitros sea su vocación de protagonismo, ese gusto por la omnipotencia que el uso de la tecnología hace más fuerte. La mirada retrospectiva, algo más fría del VAR, permite mayores muñequeos, distorsiones más contundentes.

La demora en tomar decisiones a veces es inconcebible. Más de tres minutos para revisar una posible falta o una mano sancionable, olvidándose de que deben intervenir en casos flagrantes y en los que haya evidencia incontrastable. A muchos árbitros puestos frente a las pantallas del VAR les cuesta entender que, en más ocasiones de las que uno podría suponer, ni siquiera las cámaras HD pueden determinar qué sucedió. Su omnipotencia (surgida vaya uno a saber dónde) les impide de abstenerse de modificar la decisión de cancha ante la ausencia de pruebas incontrastables. Otro grave problema del VAR local es que muchas veces se convierte en un detective de nimiedades, un monstruo que rebusca alguna falta imperceptible para favorecer a un equipo (aunque es muy frecuente, también, que busquen perjudicar a otro y el beneficiado sólo tenga la fortuna de enfrentarlo ocasionalmente).

Otro grave problema del VAR local es que muchas veces se convierte en un detective de nimiedades, un monstruo que rebusca alguna falta imperceptible para favorecer a un equipo.

En los off sides hemos vistos trazar líneas parkinsonianas u oblicuas, o que nos ofrecían como pruebas cámaras que no contemplaban todo el ancho de la cancha, o elegir arbitrariamente el momento de salida de la pelota del pie del último compañero sólo en función de justificar la decisión que tomarían después. Nadie habla, nadie se entrega a las limitaciones técnicas que ofrecen varios estadios de nuestro fútbol en los que debido a su precariedad, a su estrechez, las cámaras difícilmente pueden situarse para poder mostrar de manera adecuada estas situaciones. El ejemplo más contundente es, otra vez, el de Deportivo Riestra.

Dicen que el mejor árbitro en el VAR es Mauro Vigliano. Se instaló como una verdad revelada que todos repiten. En caso de ser cierto sería muy sorprendente porque las aptitudes arbitrales que mostró en el campo de juego fueron escasas. Siempre me sorprendieron los linajes arbitrales, esas familias en las que convertirse en referí parece ser una vocación, en las que los hijos continúan el oficio del padre. Tal vez de esos los más dignos hayan sido los Lousteau. Después están, entre otros, los Lamolina, los Vigliano, los Mastrángelo, alguna vez los Dellacasa. En todos los casos, los hijos desmintieron eso de que la especie mejora de generación en generación. Ahora es el turno en Primera de Sebastián Martínez, el sobrino de Federico Beligoy. Comparte con el tío su modo antiestético para correr, su escasa calidad técnica, su nulo sentido de justicia. Me imagino esas cenas familiares y me da cierta tristeza. “¿Cómo te fue hoy?”. “Bárbaro, cobré tres laterales, amonesté dos marcadores de punta y putearon a mamá cinco veces”.

Nuestro fútbol —nuestros árbitros— no castiga las deslealtades, los ardides que atentan contra el espíritu del reglamento, las acciones premeditadas para matar el juego. Cada lateral se saca diez metros delante de dónde salió la pelota, los tiros libres se ejecutan desde cualquier lado, las barreras se adelantan (valga la paradoja: otro retroceso porque parecía que la cuestión se había solucionado con el aerosol), no se adiciona lo que corresponde.

El fútbol argentino parece regirse por un concepto de hierro: siempre es preferible quedar como indigno antes que como un boludo.

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Matías Bauso

Escritor, periodista y abogado. Autor de 78. Historia Oral del Mundial y otros libros.

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