VICTORIA MORETE
Domingo

El colapso moral de Amnesty

La cooptación partidista y las políticas identitarias alejaron a una de las ONG más influyentes del mundo de los ideales universalistas que la fundaron.

Durante mucho tiempo, Amnistía Internacional (AI) fue sinónimo de defensa de los derechos humanos en el mundo. Esta equivalencia descansaba sobre el principal capital de cualquier organización no gubernamental: su credibilidad, basada en la imparcialidad ante colores políticos y una independencia económica financiada por sus miembros. El objetivo: dar testimonio para proteger y liberar, en cualquier punto del planeta, a quienes por sus opiniones políticas, color de piel, religión u orientación sexual fuesen perseguidos. En los últimos años, sin embargo, aquellos ideales universalistas parecen haber quedado en el camino, desplazados por la adscripción partidaria e ideologías excluyentes que minaron su reputación y ponen en duda su rol como garante de los derechos humanos, tanto en el mundo como en Argentina.

El despegue de Amnesty fue en 1961, con una campaña para sacar de la cárcel a dos estudiantes portugueses, prisioneros de conciencia por realizar un brindis por la libertad bajo la dictadura de Salazar. Su notoriedad mundial se cristalizó en el Nobel de la Paz de 1977, mientras crecía el eco de su lucha contra el apartheid en Sudáfrica y su rol de portavoz de las víctimas de las dictaduras en América Latina (se recuerda la visita de una misión enviada a la Argentina en noviembre de 1976). Doce años después, en octubre de 1988, Bruce Springsteen, Peter Gabriel, Sting, Tracy Chapman y Youssou N’Dour sellaban en los escenarios sudamericanos una alianza moral y pop entre Amnesty y una opinión pública global en ciernes. El contrato: una movilización sin fronteras contra los sátrapas poderosos y sus verdugos.

El avance de la democracia en el mundo y el colapso del bloque soviético ampliaron —otros dirán que cambiaron— las prioridades de la organización internacional.

El avance de la democracia en el mundo y el colapso del bloque soviético ampliaron –otros dirán que cambiaron– las prioridades de la organización, enfocada hasta entonces sobre todo en la liberación de presos de conciencia. En 2001, al calor de una drástica y debatida decisión interna, Amnesty resolvió expandir su mandato original a la protección y promoción de los derechos políticos, sociales, económicos y culturales. El nuevo abordaje fue denominado “Full Spectrum”. A la lucha contra la pena de muerte, le siguió, por ejemplo, la defensa del derecho al aborto. Así, los temas se fueron actualizando en función de la agenda ideológica de los miembros de la organización, paralelamente al aggiornamento de la izquierda, volcada tras el derrumbe soviético a los temas sociales ligados a las minorías étnico-sexuales.

Veinte años después de aquel giro, hoy es difícil distinguir los comunicados de Amnesty de los de Black Lives Matter, del activismo LGBTIQ+ , de indigenistas, de la prosa militante de los estudios de género, la llamada Critical Race Theory o de BDS (movimiento propalestino Boicot, Desinversiones y Sanciones). En otras palabras, ha endosado el discurso interseccional y los modales de la izquierda radical de los campus universitarios estadounidenses.

Sesgos y endogamia

No se espera de Amnesty que sea apolítica (no es la Cruz Roja): su misión inicial, defender la carta de los DDHH de la ONU, era eminentemente política. En cambio, y justamente tanto por pragmatismo como por su vocación universalista, necesita ser apartidiaria, estar por encima de los intereses de bandos y la polarización, arbitrando con la misma fuerza y rigor cuando el violador de derechos humanos mata, tortura o hace desaparecer en nombre de una ideología o de otra. De lo contrario, pasa a convertirse en un operador clandestino de la política local bajo la máscara de la imparcialidad.

En la segunda mitad del siglo XX, los depredadores de la libertad eran claramente identificables por los ciudadanos de las sociedades democráticas (el racismo institucionalizado en Sudáfrica, las dictaduras tropicales y comunistas: la URSS consideraba que los miembros de AI eran espías estadounidenses). A partir de entonces, el paradigma ha cambiado. Los blancos de las críticas de una de las ONG más prestigiosas del mundo son sobre todo las democracias occidentales, mientras las violaciones de derechos humanos son muchas veces obra de grupos terroristas, que merecen menos cuestionamientos morales por parte de AI. Van algunos botones de muestra muy recientes.

El 20 de junio, cuatro israelíes, entre ellos dos chicos, fueron masacrados por terroristas palestinos. La cuenta de Twitter de AI publicó un rato después: “El apartheid es privación. El apartheid es segregación.  El apartheid es fragmentación. El apartheid es desposesión. El apartheid de Israel sobre los palestinos es un crimen contra la humanidad”.

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El sesgo antiisraelí y la deslegitimación de la existencia del Estado hebreo se han convertido en una constante de la organización, que insiste con la existencia de un apartheid en una sociedad ciertamente imperfecta, pero al fin y al cabo democrática y extremadamente multicultural donde árabes y musulmanes ocupan lugares en lo más alto del Ejército, la justicia, el Parlamento o el seleccionado de fútbol. Difícil decir algo similar del vecindario. ¿Cuántos judíos hay en Gaza o en el resto del mundo árabe, donde vivieron durante siglos antes de ser expulsados masivamente? Es precisamente el sitio de la región más inclusivo desde el punto de vista religioso, sexual y de libertad de expresión donde AI denuncia exclusivamente un apartheid, lo que tiene una terrible consecuencia: deslegitimar la existencia misma del Estado de Israel y llevar argumentos de “derechos humanos” a quienes buscan destruir el país que alberga a los sobrevivientes de la peor persecución de la historia. Y no, el plan que tienen aquellos para los judíos que viven en un espacio equivalente al de la provincia de Tucumán no está precisamente ligado a proteger sus derechos humanos.

En mayo de 2023, Amnesty denunció que “Israel utiliza reconocimiento facial para afianzar el apartheid contra la población palestina” por utilizar una tecnología diseñada para evitar los frecuentes atentados. Sobre el punto, AI parecía olvidar que menos de dos meses antes la propia ONG había fraguado con herramientas de Inteligencia Artificial imágenes de represión policial de 2021 por parte del gobierno del presidente Iván Duque en Colombia. Después de recibir una lluvia de críticas, la organización borró las fotos inventadas y difundidas. Mientras tanto, el gobierno de Gustavo Petro se destaca amedrentando periodistas desde su cuenta en Twitter. Pero esto parece menos motivo de escándalo.

A veces, la vieja y la nueva versión Amnistía Internacional entran en conflicto. Así, en 2021 le quitó al líder opositor ruso Alexey Navalny, encarcelado por el régimen de Putin, el estatus de “preso de conciencia”. ¿La razón? Usuarios de redes, entre ellos militantes cercanos al Kremlin, organizaron una campaña para denunciar que 15 años atrás Navalny había comparado a inmigrantes con cucarachas, lo que lo convertía, para la organización, en incompatible con la etiqueta “preso de conciencia”. AI argumentó que no había podido ignorar las quejas. La marcha atrás de Amnesty desprotegía simbólicamente así a un hombre que había sobrevivido al envenenamiento por Novichok y se pudre hoy en un gulag moderno de Putin. Este desamparo de un claro preso de conciencia frente un Estado mafioso fue públicamente aplaudido por la editora de la cadena estatal RT, Margarita Simonyan. Ahora, las víctimas deben ser ejemplares, si no, son canceladas con ayuda de la propaganda rusa.

Discursos de odio

Amnesty justificó la revocación del estatus a Navalny invocando que había incurrido en el pasado en un “discurso de odio”. Este concepto, tan difuso como potencialmente liberticida, es una de las herramientas preferidas por la censura en esta era de la cancelación. En la Argentina tuvo un capítulo especial con el informe “Trolling y agresiones a la libre expresión de periodistas y defensores de DDHH en Twitter Argentina”, de 2018.

Aquel documento fue publicado pocos meses después de la muerte de Santiago Maldonado, quien falleció –según 55 peritos unánimes– tras haberse ahogado en un río congelado, sin saber nadar, escapando de la Gendarmería. Esto no impidió que AI denunciara sin pruebas una “desaparición forzada”, sello terrible que remite al accionar de la dictadura militar, en momentos en que el gobierno de Mauricio Macri enfrentaba elecciones legislativas.

Curiosamente, una semanas después fueron justamente las “fake news” el ángulo utilizado por la filial argentina de Amnistía para salir en defensa de periodistas, en su gran mayoría kirchneristas o filokirchneristas, así como a su propia directora, Mariela Belski, en este documento. También protegía de paso al Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, experto en cerrar los ojos sobre las violaciones de derechos humanos de las dictaduras de Cuba, Venezuela y Nicaragua. ¿Puede este militante partidista aún ser considerado el referente de algo? La misma pregunta vale para todas las organizaciones cooptadas por el kirchnerismo, como Abuelas y Madres de Plaza de Mayo que abandonaron cualquier veleidad de neutralidad y militan abiertamente por los candidatos de Cristina Kirchner en campaña.

La nueva izquierda tiene un grave problema con la libertad de expresión y una indisimulada pasión por los censores.

El informe de Amnistía Argentina utiliza una metodología y terminología caprichosa y confusa. Lo que queda claro es que la “libertad de expresión” está en peligro cuando un ciudadano, identificado abusivamente como “troll” o “ciberpatrulla”, precisamente usa su libertad de expresión para cuestionar a una personalidad que domina el espacio mediático. En ese caso, y sin prueba, el ejercicio de esa libertad es considerado “una agresión”. La nueva izquierda tiene un grave problema con la libertad de expresión y una indisimulada pasión por los censores.

El sesgo kirchnerista de la rama local de Amnesty quedó de manifiesto en el caso Maldonado, en el apoyo ciego a Milagro Sala (condenada por asociación ilícita fraude y extorsión, acusada de gravísimas violaciones de derechos humanos), el silencio inicial a las restricciones draconianas de la pandemia o cuando se apresuró a alinearse con las tesis oficialistas y maximalistas del caso de “los Copitos” tras el intento de asesinato de Cristina Kirchner.

Esta es la opinión de Julio Montero, ex presidente de Amnistía Internacional Argentina y miembro del Consejo Académico de CADAL. “Creo que hubo dos decisiones de AI Argentina que fueron poco felices desde el punto de vista de su neutralidad. La primera fue la decisión de plegarse al discurso de los organismos más tradicionales en el caso Maldonado. Era razonable que AI expresara preocupación y exigiera un esclarecimiento rápido del caso. Pero se habló de una posible desaparición forzada sin que hubiera ninguna prueba, con el daño que eso implica para la reputación de un gobierno. No conozco otros casos en que AI haya hecho esto”, dice a Seúl.

“La segunda fue la decisión de firmar comunicados que decían que el atentado contra CFK ponía en peligro la democracia. El atentado fue un acto totalmente condenable, pero presentarlo como un peligro para la democracia hubiera requerido mayor conocimiento de los motivaciones de los autores y de sus relaciones con el mundo de la política. En este caso también se deslizaron en la grieta sin ninguna necesidad. Adoptaron un relato ajeno en lugar de hablar con voz propia, que es lo AI siempre intenta hacer”, agrega.

Nuevamente, AI se ponía al compás del kirchnerismo, que buscaba que la opinión pública tuviese la mirada puesta en Jujuy.

Más recientemente, AI exigió —es el verbo que usó— la suspensión de la reforma constitucional en Jujuy, pese a que el cambio se ciñó a los requisitos democráticos previstos y con un gobierno provincial que gozaba de un fresco mandato para llevarlo a cabo tras hacer campaña a favor de esta reforma. Nuevamente, AI se ponía al compás del kirchnerismo, que buscaba que la opinión pública tuviese la mirada puesta en Jujuy mientras una verdadera desaparición forzada, en Chaco, estaba teniendo lugar, salpicando a los aliados del gobierno nacional.

Si las organizaciones de derechos humanos no quieren ver dilapidada su credibilidad, deberían revisitar sus orígenes: sus llamados a liberar a las personas encarceladas arbitrariamente, principalmente allí donde no hay estado de derecho; a defender la libertad de expresión como lo supo hacer, en lugar de ponerse del lado de la censura en nombre de un difuso “discurso de odio” y de la ofensa; a abandonar el partidismo y la endogamia, que hace que sus empleados se reciclen con facilidad en los despachos oficiales del gobierno, ya que pertenecen al mismo ecosistema. Así desmentirían al director de cine Juan Campanella cuando afirma que “La decadencia absoluta de Amnesty Argentina es otra consecuencia de 20 años de kirchnerismo. No dejaron nada sano”.

 

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Alejo Schapire

Es periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Es autor de La traición progresista (Libros del Zorzal/Edhasa, 2019).

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