Aunque no veo sus caras, sonrío al escucharlos. Son dos niños que caminan por Aristóbulo del Valle, a pocos metros de La Bombonera, y gritan “¡Vení, vení, cantá conmigo…!”. El verso lo oí antes, pero no me sé toda la estrofa. Faltan dos horas y media para el partido. Ya se escuchan los hinchas en la cancha. Otros, vestidos con la camiseta de Argentina, van ingresando. El autobús de la selección de Venezuela está en los alrededores del estadio. No reconozco a ningún venezolano entre las personas que arriban. El colorido de La Boca y el tono de voz de quienes llegan me recuerda que soy visitante, otra manera de decir que soy extranjero.
Vuelvo sobre los chicos y pienso que están abrazando una tradición que quizá no comprenden del todo y ya les produce alegrías. Desde 2016, cuando comencé a vivir en Argentina, veo a niños movidos por el fútbol desde muy pequeños. Son los que se adentran en la cancha o juegan en los parques. Hay familias en las que la pelota es lo que el mate en las plazas durante una tarde de verano: una excusa para compartir. “Vení, vení, cantá conmigo…”. Ya no lo gritan unos pequeños emocionados por ver a Lionel Messi sino la mayoría de los argentinos presentes en el estadio.
La Bombonera aún no está llena y ya puedo reconocer escenas que vi cuando estaba en mi país y caía por algún partido de la Albiceleste o la Copa Libertadores. Gente acercándose al acrílico que separa el césped de las populares. Jóvenes usando la bandera nacional como una capa. El sonido del bombo dentro y fuera del estadio. Los brazos derechos lanzándose hacia el verde. Los cánticos que nosotros, a 5.000 kilómetros de distancia, les saqueamos para intentar recrear esta pasión que late incluso antes de que los jugadores salgan a calentar.
La afición local reconoce a unos jugadores venezolanos que pisan la cancha. Aunque no los silban, esos que están sobre el campo son mi gente. Desde el área de prensa, sigo sin reconocer a un fanático de Venezuela. No se podía ingresar con nada alusivo a la Vinotinto. El detalle tuvo una resonancia importante: quienes no íbamos por la Albiceleste nos sentimos más solos de lo normal.
No se podía ingresar con nada alusivo a la Vinotinto. El detalle tuvo una resonancia importante: quienes no íbamos por la Albiceleste nos sentimos más solos de lo normal.
Hace cuatro años, cuando el partido se jugó en el Monumental, estábamos agrupados en la tribuna Centenario. Este viernes 25 de marzo de 2022, la mayoría estaba dispersa entre argentinos. Cientos de ellos cantaron sobre el himno de Venezuela, ignorándolo. A esas voces se sumaron miles, unos minutos después. Cuando ves a tantas personas gritar “¡Oh, juremos con gloria morir ! ¡Oh, juremos con gloria morir!” mientras saltan y vuelven a lanzar sus brazos derechos hacia la cancha, la sensación es que sí: en ese momento podrían dar sus vidas para defender esos colores. Esos que no son los míos.
La relación con la selección nacional es algo más forzada que cuando se trata de equipos. Los colores de un club son parte de una identidad que se hereda o cultiva más allá del lugar donde se nace. Debe haber hinchas de Sarmiento de Junín en Tierra del Fuego, por ejemplo; o, como yo, del Real Madrid, aunque nunca visité España. No hay muchos argumentos para justificar una nacionalidad: ¿qué poder tenemos en relación con el lugar donde nacemos? Desde que emigré, los controles migratorios para los venezolanos se han intensificado. Si me hubiera tocado elegir al momento de nacer, habría seleccionado el pasaporte europeo. No imaginé que vivir en mi país sería tan complejo ni que un proceso político, social y económico afectaría la calidad de vida, propiciando un conflicto entre bandos que comparten las mismas necesidades: salud, agua, comida, luz, empleo y seguridad.
Tan lejos, tan cerca
La Vinotinto representa parte de mi cultura. Con estos jugadores comparto códigos e, incluso, gestos. Como yo, ellos pueden señalar con la boca; a ellos no tengo que explicarles cuándo “marico” puede ser una ofensa o solo una manera de llamarnos; tampoco debo responder, por enésima vez, qué pasa en mi país o atender a la pregunta “¿De verdad está todo tan jodido como dicen?” o “¿Desde cuándo no ves a tus papás?”. En ellos reconozco rasgos que también nos describen, como nuestro tono de piel o el tipo de cabello, productos del mestizaje que se filtra en nuestro tono de voz y en nuestra forma de vida.
También reconozco aquello con lo cual ya no me identifico o actitudes que quiero cambiar. El machismo presente en nuestros chistes, en otras expresiones de la oralidad o en las actitudes cotidianas. La necesidad aparente de querer explicar, desde nuestros traumas, los escenarios de una sociedad ajena a la nuestra. No ayuda el discurso político ni la línea mediática que grita “Argenzuela” cada vez que puede, omitiendo procesos particulares y minimizando cada uno de los dramas que los países atraviesan. Luego de cinco años viviendo en Buenos Aires, aquellos que en La Bombonera defienden colores ajenos a los míos ya no me resultan tan extraños.
Luego de cinco años viviendo en Buenos Aires, aquellos que en La Bombonera defienden colores ajenos a los míos ya no me resultan tan extraños.
Sé sobre su solidaridad hacia los venezolanos, recordando que durante la dictadura militar muchos emigraron hacia Venezuela. Sé sobre su interés por la memoria, por que el perdón no sea olvido. Sé sobre la tranquilidad que me produce caminar por sus calles de noche. Aun siendo insegura, Buenos Aires es más tranquila que la Caracas en la que crecí. Sé sobre su fascinación por los símbolos, desde Perón hasta Messi. Sé sobre su carácter, a ratos imprevisible como su clima. Sé sobre mujeres que quieren un mejor futuro para ellas y las niñas que están creciendo. Sé sobre la percepción acerca de los venezolanos, bien vistos porque, en sus palabras, “somos personas educadas y trabajadoras”. Sé sobre cómo nuestra gastronomía se ha ido colando en el paladar porteño, con tequeños y arepas en el menú o en fiestas. También sé sobre la explotación que se sufre en los trabajos “en negro”. Sé sobre la incomodidad que muchos venezolanos sienten con los imperativos locales al momento de hablar. Sé sobre la inestabilidad económica, esa que se refleja en los precios de los alfajores o que influye al momento de alquilar un monoambiente. Sé sobre esas zonas que, no muy lejos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, sólo tienen calles de tierra y que un poquito de luz de la urbe bastaría para alumbrar barrios enteros.
Cuando digo que tengo cinco años viviendo en Argentina, el comentario que escucho es que ya es bastante tiempo. Lo escuché cuando decía que tenía dos o tres. Suelo incomodarme. Evito valorar ese tiempo en términos absolutos. Cinco años fue lo que me tomó graduarme como licenciado en Comunicación Social, por ejemplo. Eso es sólo una parte de mi vida. Ninguno de los trabajos periodísticos a los que he accedido desde Buenos Aires se interesó por ver el diploma.
De ese lustro, durante cuatro años he vivido buscando una estabilidad que recién comenzó. Hice pisos para piscinas, en casas que sé que no podré comprar. Trabajé en el departamento de producción de una hamburguesería, donde aprendí sobre cortes y también insinuaron que era un ladrón. Fui parte de un call center, desde donde llamé preguntando por un señor que había muerto el día anterior. Si se trata de armar una vida desde cero, ese tiempo parece poco; pero si se tiene en cuenta que es el mismo lapso que llevo sin ver a mis papás, hermanos y amigos, esa brecha se vuelve insalvable: cuando nos volvamos a encontrar, ellos y yo seremos distintos; el recuerdo físico que guardo, su cara, su olor, las dimensiones de su cuerpo, se ha difuminado durante ese tiempo.
Si se trata de armar una vida desde cero, ese tiempo parece poco; pero si se tiene en cuenta que es el mismo lapso que llevo sin ver a mis papás, hermanos y amigos, esa brecha se vuelve insalvable.
Volver a ver a la Vinotinto en Buenos Aires me hizo recordar quién era hace cuatro años, cuando trabajaba como buscador de donantes en la calle para ALPI y vivía en la misma pensión desde la que escribo este texto, en una habitación de poco más de tres metros de ancho y de largo. No conocía a varias de las amistades argentinas que ahora tengo. Ellos me han mostrado su sociedad, sus traumas, sus pasiones y el valor de hechos específicos, desde el campeonato de Racing en 2001 hasta la influencia que tiene Marcelo Bielsa en un hincha leproso, o el colorido de aquella canción que los de Unión cantan a Colón durante cada clásico, pasando por la historia deportiva y bélica que late cuando en La Bombonera se escucha: “Y ya lo ve y ya lo ve / el que no salta es un inglés”. Acercarse a esos relatos es tener una pequeña muestra de alegrías y tristezas que van pasando de generación en generación, más allá de que sean próximos o no. Por eso los niños que gritaban “Vení, vení, cantá conmigo…”, no paraban de hacerse fotos en un mural de Diego Maradona, a pocos metros de la cancha.
Siendo del Real Madrid, mi relación con Messi tiene más traumas que alegrías. Hasta este día en la cancha de Boca, a la que levanta cada que vez que tiene la pelota. Leo comenzó manipulándola a su antojo y ahora es capaz de mover masas a pura habilidad y despliegue físico, una mezcla tan pragmática como estética. Luego de un remate suyo en el lateral de la red en el minuto 32 del segundo tiempo, me reconocí deseando que anotara un gol. Venezuela perdía 1 a 0. Me daba igual si era el segundo o el séptimo contra mi equipo. Pedía un gol del tipo que me arruinó tantas tardes como merengue porque quería ver cómo reaccionaba la grada, que es como decir que quería verlos felices.
Canta conmigo, canta
Primero anotó Ángel Di María, pieza clave del Madrid de la Décima. Mientras el Fideo hacía el corazón con sus manos, las tribunas gritaban: “Soy argentino, es un sentimiento, no puedo parar. Olé olé olé, olé olé oleolá, olé olé olé, cada día te quiero más”. A diferencia del primer tiempo, cuando esos cánticos me hacían sentir pequeñito, incómodo, vulnerable, una parte de mí quería cantar lo que ellos, mover el brazo derecho como ellos, manifestar que me he vuelto parte de ellos durante mi tiempo en este lugar, sin dejar de ser aquello que soy ni sentir vergüenza de mi nacionalidad.
Eso lo terminé de reconocer cuando Messi anotó el tercer gol. La hinchada empezó a corear todos los versos que cuatro horas antes estaban gritando los niños:
Vení, vení, cantá conmigo
que un amigo vas a encontrar,
que de la mano de Leo Messi
todos la vuelta vamos a dar.
Cuando reparo en todos los versos de la estrofa, me detengo en el segundo: “que un amigo vas a encontrar”. Es una invitación a quien está solo para que se sienta parte de algo. Esa gente que viste otros colores y está de fiesta es la misma que me ayudó a conseguir un trabajo; que me escuchó cuando mis amistades venezolanas más próximas, al otro lado del continente o en otro país, no podían hacerlo. Pienso en la piba que me explicó las primeras palabras del lunfardo o la diferencia entre “boludo” y “pelotudo”; en quien me cebó mate o tereré; en quien me pregunta por mis viejos, a quienes no conoce, y me regaló un bowl que hizo con sus manos; en quien me dio unos stickers de Newell’s para que los pegara en los postes de la ciudad; o en el periodista argentino que, cuando sonaba el himno de Venezuela antes del juego, recitaba el verso “la ley respetando…”. Lo aprendió en la escuela donde estudió, la República Bolivariana de Venezuela.
Salí del área de prensa tarareando aquel cántico que no conocía, un poco apenado por lo que pudieran pensar los otros periodistas venezolanos o lo absurdo que podría ser, para un argentino, ver a un extranjero cantando “que de la mano de Leo Messi todos la vuelta vamos a dar”. Alejándome del estadio, imaginé ese escenario en el que, como otro de los cánticos, “volveremos, volveremos, volveremos otra vez , volveremos a ser campeones como en el 86”; queriendo que lo que acababa de ver no terminara, que esa gente siguiera brincando, gritando y aplaudiendo sin parar. Al acercarme a sus búsquedas durante estos cinco años también he podido comprender el porqué de eso que anhelan y sus alegrías ya son un poco las mías.
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