BERNARDO ERLICH
Domingo

El aroma a guefilte fish en Canning y Corrientes

En 'La epopeya del colibrí', Dalia Ber retrata la identidad judeoargentina atravesada por la herida del atentado a la AMIA.

La epopeya del colibrí
Dalia Ber. Dibujos de Bernardo Erlich
Libros del Zorzal, 2024
144 páginas, $14.900

 

A los 17 años me dormía escuchando la Rock & Pop y amanecía con Rompecabezas, el programa de Jorge Lanata con Román Lejtman, Marcelo Zlotogwiazda, Carlos Polimeni y el Ruso Verea. Pero eso era cuando madrugaba para ir al colegio. Ese 18 de julio de 1994 era vacaciones de invierno y podía dormir hasta tarde, así que recién abrí los ojos con la voz de Mario Pergolini y noté el ambiente enrarecido al instante. Eduardo de la Puente y Marcelo Gantman estaban callados, no recuerdo que hubiera música de fondo, y Pergolini mascullaba algo así como “era una asociación, una mutual que ayudaba a la comunidad judía”, explicándoles a los oyentes y quizás también a sí mismo que lo que habían acabado de volar los terroristas no era siquiera un objetivo “político”, como la embajada de Israel dos años atrás.

No me acuerdo nada más de ese día. Como no tuve conocidos víctimas del atentado, no fue un día memorable. Supongo que, junkie de la actualidad y de los medios como era (en eso no cambié ni un poco), me habré pasado el día pegado al televisor.

Claro que el atentado a la AMIA no ocurrió sólo ese 18 de julio. Nos cubrió con su halo oscuro las semanas posteriores a todos los miembros de la comunidad, sobre todo a los que teníamos algún vínculo institucional. En mi caso, iba a la ORT, y cuando retomamos las clases fue el tema excluyente en la materia Historia Judía pero también en todas las demás, desde Matemáticas y Química hasta Gimnasia y Natación.

Claro que el atentado a la AMIA no ocurrió sólo ese 18 de julio. Nos cubrió con su halo oscuro las semanas posteriores a todos los miembros de la comunidad.

El viernes leí el extraordinario La epopeya del colibrí, de Dalia Ber, con dibujos de nuestro Bernardo Erlich, que, entre otras cosas, me transportó a esa época. Pero el libro de Dalia es mucho más que una crónica en primera persona de la hija de un sobreviviente del atentado. Es también una reflexión de cómo aquel atentado cambió a la comunidad judía argentina, de cómo las tragedias reafirman nuestra identidad, de la importancia que le damos los judíos al patrimonio cultural y de cómo ese atentado afectó ese patrimonio (algo de lo que no se habla tanto). Y también es, en el fondo, una elegía dedicada a su padre.

La epopeya del colibrí es una rara avis. Pasa de la crónica a la entrevista y hasta entra en el terreno de la novela gráfica (de la mano de Bernardo, standing on the shoulders of Art Spiegelman) en apenas 142 páginas contundentes, bellas y tristes que recién al final le dan con una puntada sentido al todo.

El pueblo del libro

Una de las cosas que me quedaron grabadas de esas mil horas de televisión que debo haber devorado por esos días fue la presencia del humorista Norman Erlich, creo que en Tiempo nuevo, el programa de Bernardo Neustadt. Estaba destruido, como nunca lo había visto, como si en la AMIA hubiera muerto toda su familia. Es que de alguna manera eso había ocurrido.

Dijo que todo el mundo hablaba de los muertos, que obviamente eran por lejos lo más terrible del atentado, pero nadie estaba hablando del patrimonio cultural que se había perdido. Creo que me quedó grabado porque recién ahí entendí que yo, como parte de la comunidad, también era en cierta forma una víctima. La inconsciencia adolescente me había impedido verlo hasta ese momento.

Por eso me pareció particularmente reveladora la parte del libro en la que se relata la epopeya de Ester Szwarc, coordinadora académica de la Fundación IWO (Instituto Judío de Investigación), para rescatar el material de la biblioteca de la fundación, el archivo histórico y el museo que funcionaban en el tercer y cuarto piso del edificio de la AMIA.

Recién ahí entendí que yo, como parte de la comunidad, también era en cierta forma una víctima. La inconsciencia adolescente me había impedido verlo hasta ese momento.

Cuenta que 800 jóvenes voluntarios rescataron la mayor parte del material, haciendo una cadena humana de una cuadra y media. Yo fui uno de esos jóvenes. Pero no quiero adjudicarme ningún tipo de valor: fui con el colegio y seguramente estaba más feliz por faltar a clase que por rescatar nada. Sí recordé, leyendo el libro, que sólo los mayores de 18 años podían ingresar al sector de los escombros, cosa que me puso de muy mal humor.

Cuenta Dalia que el IWO fue creado en Vilna en 1925. Un año antes había nacido mi abuelo en esa misma ciudad, de la que por suerte se fue con su familia de bebé, ya que en la Shoah liquidaron al 95% de la población judía (por si alguien quiere saber de qué se trata un verdadero genocidio). En 1928 el IWO abrió su sede en Buenos Aires, la única que quedó en pie luego de la destrucción nazi. “Yo no iba a permitir que los que habían empezado la tarea de destruir siguieran destruyendo”, dice Ester Szwarc. Con esto se entiende la desazón de Norman Erlich: durante mucho tiempo, la patria de los judíos fueron sus libros.

Lo dice Martín Caparrós en otro pasaje de La epopeya del colibrí, cuando habla de Moisés Ville: “Me emocionó ser parte de una cultura que, cuando fue a buscarse la vida al fin del mundo, pensó que entre sus primeras necesidades estaba tener un teatro y una biblioteca. Ese día sí tuvo sentido aquello del «pueblo del libro»: no de un libro, como pretende la frase original, sino del libro en general, de los libros, las palabras, el debate, la interpretación, los distintos saberes”.

Todos los judíos, en algún momento, nos emocionamos por pertenecer a este pueblo. Hasta Caparrós.

La conversión

Otro momento clave, y que resuena especialmente hoy, es el testimonio de la psicóloga Diana Wang. Hija de sobrevivientes del Holocausto, creció escuchando esas historias de boca de sus padres. “Mis cuentos de hadas fueron historias como esas”, dice, y en esa frase encuentro ecos de mi biografía. Yo también crecí escuchando anécdotas de huidas y de escondites en placares, pero de boca de mi abuelo (el otro, el que no se fue de Europa a tiempo). Siempre me pregunté cuándo me enteré de que mi abuelo era un sobreviviente, o incluso de que había ocurrido el Holocausto, y no lo puedo recordar. Literalmente crecí con ese saber, como los niños crecen sabiendo el nombre de los colores.

Pero lo que cuenta Diana y que remite directamente a hoy es cómo el atentado la conectó con su identidad. Cuenta que ese día su madre la llamó llorando por teléfono y le dijo: “¡Nos quieren matar otra vez!” Y sigue: “Hasta ese día, mi vida como judía transcurría sin que ese fuera un tema esencial. Sin educación religiosa ni haber participado en organizaciones comunitarias, ese aspecto de mi identidad no me definía ni me interesaba o preocupaba. El «nos» y el «otra vez» de mamá implosionaron en mi subjetividad y cayó sobre mí, así como los cascotes del derrumbe, la noción concreta de que eso que había pasado me atañía personalmente”.

Es que la cuestión de la identidad es central para nosotros, y por lo tanto es central en La epopeya del colibrí. Junto con el perfil esquivo que traza de su padre, traza también el perfil de ese sujeto tan particular que es el ser “judeoargentino”, desde el aroma a guefilte fish en las inmediaciones de Canning y Corrientes hasta el Bar León de Corrientes y Pueyrredón en los años ’50, donde se jugaba al ajedrez y al dominó. Y el detalle entre tétrico y gracioso de que a Corrientes a fines del siglo XIX la conocían como el Camino de los Muertos.

Pese a que en mi colegio tuvieron que poner pilotes, yo no sentí después del atentado a la AMIA la hostilidad o indiferencia social que sentí después del 7 de octubre.

Igual que a Diana Wang, a quien la tragedia de la AMIA la despertó a su judaísmo, a muchos nos pasó lo mismo con la del 7 de octubre. Lo dijo mejor que nadie el actor Ilan Muallem a poco menos de un mes del ataque de Hamás:

Quiero confesar algo. Y creo que va a ser cierto para muchos judíos por ahí. Es una gran lección para ustedes, para los que odian a los judíos, así que les sugiero que escuchen, todos ustedes, los antisionistas. De adolescente, mi identidad judía era una parte completamente secundaria, ni siquiera pensaba en eso, de verdad. Mis padres me habían contado historias sobre lo que pasaron, mi madre tuvo que escapar de Irak porque era judía, y mi padre, lamentablemente la mayor parte de su familia fue asesinada en el Holocausto. Pero nunca lo personalicé, nunca fue algo que fuera super super real para mí. Eran sólo historias de cosas por las que habían pasado.

Pero después del 7 de octubre, ver la forma en que el mundo respondió al ataque y la cantidad de odio hacia los judíos que realmente existe, despertó un poco mi lado judío. Me hizo volver a conectar con él plenamente. Creo que la gente no se da cuenta de cuántos judíos se han reconectado con su identidad judía ahora. Estábamos desapareciendo, un montón nos casábamos con no judíos, la mayoría de nosotros no seguimos la religión, quiero decir, mírenme, estoy cubierto de tatuajes. Y ahora muchos de nosotros estamos movilizados. Nos fortalecen cuando nos atacan. Estábamos desapareciendo. Así que tengo que dar las gracias a todos los que nos han recordado a todos los judíos lo que realmente significa ser judío. Gracias por mostrarnos la verdadera cara del antisemitismo. Y gracias por unirnos una vez más, porque, se lo prometo, ahora somos más fuertes que nunca.

Una de las escenas más desgarradoras es aquella en la que Dalia, esperando noticias de su padre, escucha por televisión que en la AMIA murieron “judíos y personas inocentes”. Recuerdo perfectamente esa fórmula repetida, pero también la de “todos somos judíos”, que se había originado por un texto de Mario Diament en El Cronista Comercial en ocasión del atentado a la embajada de Israel.

Pese a que en mi colegio tuvieron que poner pilotes, yo no sentí la hostilidad o indiferencia social que sentí después del 7 de octubre, y quizás por eso mi “conversión”, como la llama Diana Wang, se dio luego de un ataque a 12.000 km de distancia y no de uno en mi ciudad. O quizás tenga que ver la inconsciencia adolescente.

Preguntas inevitables que provoca la lectura de La epopeya del colibrí, un libro fundamental para entender la relación simbiótica de los judíos y la Argentina, una relación atravesada por la herida profunda que dejó el atentado a la AMIA.

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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