ELÍAS WENGIEL
Domingo

Nuestro Voltaire,
nuestro Madison

Alberdi, otra vez de moda gracias a los elogios del presidente electo, era por supuesto liberal, pero también un progresista pragmático.

Incluso en un poco de Alberdi hay muchísimo Alberdi. Los que aún leen el libro por el que todos lo conocemos, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina (1852), que es apenas uno en una obra de al menos 24 tomos, se encuentran con un pensador inesperado entre los argentinos. Alguien a quien le sobran las ideas, las propuestas, los análisis, las lecturas y los conocimientos. El programa constitucional es sólo una parte de ese texto; luego hay ejercicios notables de derecho y política comparados a nivel internacional, una síntesis punzante y crítica de la historia argentina desde la Revolución hasta la caída de Rosas y un plan sorprendentemente práctico y honesto sobre cómo puede prosperar la Argentina. Y algo más importante, algo que sólo sentimos cuando leemos a los grandes autores: la inteligencia y la pasión marcadas por (y dirigidas a) la realidad y la vida que los rodea. Así se forjan, paradójicamente, los clásicos que superan las épocas: siendo personas muy metidas en la suya propia.

Juan Bautista Alberdi, que nació en Tucumán en 1810 y murió en París en 1884, es un verdadero clásico de nuestro país. Sus Bases se leen como el texto escrito por alguien que es, por momentos, nuestro Voltaire y, por momentos, nuestro James Madison, y está al mismo nivel intelectual de ambos sin nunca copiarlos. Pero eso es apenas una pizca de este autor, que fue uno de los más prolíficos de nuestras tierras. Escribió no menos de 60 obras de gran trascendencia. Fue un hombre creativo y culto, que tenía múltiples talentos, y su trabajo comprende obras musicales, piezas dramáticas, ensayos filosóficos y de teoría política, estudios económicos y literarios, tratados jurídicos y constitucionales, además de una enorme obra periodística. Pero, además, como destaca Roberto Pucci en su reciente Alberdi, ese desconocido y otros ensayos históricos (Biblos, 2022), fue el hombre que, con más tenacidad, valentía e inteligencia pensó cómo hacer crecer a nuestro país en formación, reflexionando sobre las causas de sus conflictos y buscando, con verdadero desgarro, terminar con sus guerras civiles.

Pareciera no haber mejor momento para revisitar a Alberdi. Pucci, un destacado historiador y ensayista tucumano, autor, entre otras cosas, de Historia de la destrucción de una provincia: Tucumán 1966 (2007), sobre la agonía de la industria azucarera en la región, murió tempranamente el año pasado, cuando no imaginábamos que Javier Milei iba a ser presidente. Hace dos domingos, en su primer discurso como presidente electo, Milei nombró a Alberdi y pidió volver a sus ideas, que, según él, hicieron a la Argentina dejar la barbarie y convertirse en una potencia mundial.

Un hombre cuyas ideas fueron en algún caso olvidadas, en otros casos nunca llevadas a cabo en el país o puestas en práctica muy tarde.

Sobre la complicada relación con el pasado argentino por parte de los nuevos actores de la política argentina, los libertarios, se escribió bien en esta revista hace poco, y yo no hablaré de eso. Prefiero centrarme en Alberdi, ese desconocido, un breve y erudito ensayo de Pucci que no sólo muestra la gran complejidad y riqueza de su pensamiento, sino que además revela a un hombre influyente por su tesón pero también muy combatido por sus numerosos rivales, en vida y después de muerto; un hombre cuyas ideas fueron en algún caso olvidadas, en otros casos nunca llevadas a cabo en el país o puestas en práctica muy tarde. Es decir, la relación de su vida y de su pensamiento con la Argentina del siglo XIX dista de ser simple y lineal.

Liberal, federal y democrático

Alberdi fue, para Pucci, “el más genuino pensador del liberalismo democrático y federal de la historia de las ideas argentinas”. Pero la idea política principal de Alberdi, sostenida desde sus primeros escritos, no era tanto el credo liberal en sí mismo sino más bien la necesidad urgente de que el país, a mediados del siglo XIX, construyera un orden político nacional y terminara con las guerras civiles. Eso significaría, para él, el fin de una etapa, digamos, no política de la nación y el comienzo de la vida del debate representativo y de la libre discusión de ideas. La política, para Alberdi, que era lo contrario de la guerra, podía ser, por cierto, ardiente, apasionante y conllevar la lucha –porque es libre–, pero lucha política. La guerra, en cambio, era la anulación de la política.

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El orden político que Alberdi anhelaba era un camino necesario para la civilización del pueblo y el progreso económico de sus habitantes, pero no era un “orden inmóvil, dogmático o sagrado”, en el que no hubiera discrepancias grandes y debates públicos acalorados. Este es el aspecto central que Pucci le da al liberalismo de Alberdi: una defensa de la posibilidad de disentir libremente.

El debate dentro de la ley es el liberalismo alberdiano que, como vemos, está muy ligado al momento de una Argentina que debía superar la guerra. El conflicto, ya notaba el tucumano, iba a estar en todo tipo de sociedad, pero la república podía construirse en base a dar un canal constitucional al combate político. Ese era el camino, pero el conflicto no debe disolverse, en ningún sentido. Dijo al respecto también: “No hay más que un gobierno sin lucha y sin discusión: es el gobierno servil y despótico”.

Alberdi sabía que la libertad no era una declamación retórica, sino que debía estar garantizada por instituciones políticas efectivas que funcionaran republicanamente.

Alberdi, en ese sentido, recalca Pucci, se consideraba más liberal que otros próceres que volvieron al panteón nacional en los últimos años, como Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. El tucumano veía, como buen liberal, por cierto, que la libertad era algo múltiple y multiforme que debía colarse en todos los aspectos de la vida: uno tiene libertad, decía, de “querer, optar, y elegir; libertad de pensar, de hablar, escribir, opinar y publicar; libertad de obrar y proceder; libertad de trabajar, de adquirir y disponer de lo suyo; libertad de estar o de irse, de salir y entrar en su país, de locomoción y de circulación; libertad de conciencia y de culto; libertad de emigrar y de no moverse de su país; libertad de testar, de contratar, de enajenar, de producir y adquirir”.

Pero, anticipándose a la teoría democrática del siglo XX, Alberdi sabía que la libertad no era una declamación retórica, sino que debía estar garantizada por instituciones políticas efectivas que funcionaran republicanamente: entre ellas, la elección periódica de los gobernantes, la división de poderes del Estado y el derecho de la oposición a controlar y censurar al Gobierno. Mitre y Sarmiento, pensaba Alberdi, con su falta de creencia en esto último, se parecían todavía bastante al tirano de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, que los dos, junto a Alberdi, habían ayudado a derrotar para, por fin, imponer el orden liberal en la nación. Aquellos, relata Pucci, “aunque se proclamaban liberales, amenazaron y suprimieron la libertad de los ciudadanos, prohibieron la prensa disidente, vilipendiaron y asesinaron a los opositores, y obligaron al exilio a aquellos que no lograban encarcelar”.

Madre de batallas

Alberdi no era un pensador obtuso ni dogmático. Incluso siendo un hombre que había leído mucho –“más que nadie en su tiempo”, según Pucci– no abrazaba los eslóganes intelectuales en el aire, sino que miraba la realidad del país, y en base a esa mirada proponía lo que podía hacerse y combatía lo que obstaculizaba los avances. Una inteligencia pragmática, no doctrinaria, “una rareza completa en estas tierras”.

Así refutaba el teorema abstracto sarmientino de que el problema argentino era el enfrentamiento entre “la civilización y la barbarie”, entendiendo la primera como proveniente de las ciudades y la segunda, del campo. Pucci muestra que, por el contrario, Alberdi pensó el país real, con sus actores reales y sus circunstancias reales, y notó que muchos “caudillos bárbaros” no venían de puntos aislados del territorio, sino que obtenían su poder y fuerza de las ciudades. Rosas y su policía criminal, por ejemplo, tenían su asiento en la ciudad-puerto de Buenos Aires, no en la campaña argentina. Además, era capaz de reconocer que, en el interior del país, no todo era lo mismo: había líderes con rasgos de caudillismo que imponían y extendían la tiranía, verdaderos “señores de la guerra”, y otros que, con una mirada humanista, en cambio, la combatían y buscaban nuevos órdenes políticos para sus provincias.

Alberdi consideraba que el conflicto que dividía a los argentinos era distinto al que veía Sarmiento y, en todo caso, tenía “civilizados y bárbaros” de ambos lados. Para el tucumano, el centro de todos los problemas en la construcción de un país próspero y la madre de todas las batallas era la política monopolista de Buenos Aires durante el siglo XIX, política a la que las provincias, con justicia, se resistían.

Alberdi recién volvió al país en 1879, en las vísperas de la presidencia de Roca, otro tucumano que goza de buena fama entre los seguidores del presidente electo.

En los hechos, este orden de cosas, para Alberdi, significaba que hubiera dos países y no uno: Buenos Aires, el “Estado-metrópoli”, que gozaba del puerto y de siglos de centralidad que venían de la colonia y seguían en el presente; y el “país vasallo”, que había quedado retrasado y olvidado por España y no era ayudado ahora por sus compatriotas de Buenos Aires. Para Alberdi, quedarse con la Revolución de Mayo de 1810 y no avanzar en la construcción de una nación unida era, para las provincias, simplemente suplantar la opresión de la Corona Española por la opresión de Buenos Aires.

Los tres principales antagonistas de Alberdi, según Pucci, fueron Rosas, Mitre y Sarmiento, los tres en función de su visión de este problema. El primero, el tirano de Buenos Aires, Rosas, que pretendía la preeminencia de su provincia sin permitir la unión nacional; el segundo, Bartolomé Mitre, que como militar y presidente fue un “adalid del separatismo y del centralismo porteño”; y el tercero, Domingo Faustino Sarmiento, quien, luego de que el ejército de Urquiza venciera a Rosas e intentara imponer un orden político que terminara con el monopolio de Buenos Aires, lanzó una guerra política y periodística contra la Constitución de 1853 y contra Alberdi, su inspirador.

Alberdi fue un exiliado político durante los gobiernos de estos tres políticos argentinos. Recién volvió al país en 1879, en las vísperas de la presidencia de Julio Argentino Roca, otro tucumano que goza de buena fama entre los seguidores del presidente electo Milei. Roca enarbolaba, a diferencia de sus antecesores en el puesto, muchas de las ideas alberdianas y en esos años implementó algunas de ellas. Alberdi, que murió poco después, llegó a ver, al final de su vida, la nacionalización de la Aduana y del Tesoro, el final del conflicto entre los “dos países” y el comienzo de la verdadera consolidación de la nación unificada bajo la presidencia de Roca.

Roberto Pucci, alberdiano

Roberto Pucci será recordado por su enorme erudición por cualquiera que haya hablado o tomado clases con él y como un ejemplo de convicción democrática y republicana por quienes los admiramos o fuimos sus discípulos. Hasta el final de su vida combatió el pensamiento uniforme y el autoritarismo en todas sus especies y representaciones.

Pucci estaba recientemente jubilado como profesor titular de la Facultad de Filosofía y Letras de Tucumán, la institución donde trabajó toda su vida, salvo durante los años de la dictadura militar, en los que fue cesanteado por su militancia política. Lamentablemente, en el último tramo de su intachable carrera universitaria sufrió esa nueva forma de intolerancia por la cual sólo los simpatizantes del kirchnerismo fueran reconocidos académicamente, propuestos para programas y proyectos o invitados a participar de otras maneras de la vida institucional.

En nuestra última charla telefónica me llamó para preguntarme dónde publicar este libro que él sabía, por sus problemas de salud, podía ser el último. Era mucho lo que Pucci veía en Alberdi y, por eso, pasó gran parte de su vida leyendo profundamente toda su obra. Veía a un hombre valiente y verdaderamente liberal en su defensa de la disidencia política, pero también veía a un progresista pragmático, que quería que la Argentina explotara sus posibilidades y sus beneficios lo más justamente posible, de una manera en que se le diera una oportunidad de prosperar del conjunto de una nación que ya entonces tenía lugares retrasados y pobres. Alberdi, ese desconocido es su intento, fundamentado y explicado, de mostrar que ese era, de verdad, Juan Bautista Alberdi: no sólo el abogado tucumano que vio y propuso un orden constitucional, como solemos recordarlo, sino un tenaz pensador del problema nacional en todas las aristas de su complejidad.

Pucci tiene éxito en este intento final. Su triste y temprano fallecimiento ha hecho llover los homenajes a su persona y su obra y ha puesto de manifiesto, una vez más, que en los sectores serios de la comunidad intelectual el trabajo de los mejores de nosotros obtiene, al cabo, el reconocimiento que se merece.

 

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Manuel M. Novillo

Licenciado en Filosofía (UNT). Máster en Ciencia Política (NYU). Docente universitario e investigador doctoral del CONICET. Vive en Tucumán.

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