En septiembre de 2012, en una improbable charla pública en el centro cultural de Gabriela Cerruti, discutimos con el dirigente progresista Oscar Laborde y los periodistas Santiago O’Donnell y Sebastián Lacunza (¡un manel total!) sobre Julian Assange, Wikileaks y “lo que se viene en Sudamérica”. Recuerdo, en particular, que en un momento Lacunza cuestionó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) por cómo monitoreaba la situación de Ecuador, en un momento especialmente álgido de la relación entre el gobierno de Rafael Correa y el sistema interamericano de derechos humanos. El cuestionamiento me pareció especialmente problemático, por dos motivos. Por un lado, Correa estaba impulsando una ley de medios muy parecida a la que unos años antes había aprobado Hugo Chávez en Venezuela. La ley era problemática porque iba en contra de estándares de derechos humanos, pero además porque para ese entonces ya sabíamos que en Venezuela había sido uno de los principales pasos del chavismo hacia el autoritarismo. Hacia 2012 Chávez ya había cooptado al Poder Judicial y perseguido, con éxito, a los medios de comunicación que se oponían a su gobierno. Dos grandes salvaguardas democráticas (la libertad de expresión y un poder judicial independiente) habían caído.
Me interesa rescatar esa anécdota para abordar una cuestión que estimo pertinente y relevante para nuestro tiempo, en la región y también en Argentina. ¿Cuándo se deben hacer sonar las alarmas de los retrocesos democráticos? ¿Estábamos exagerando respecto del correísmo en 2012? ¿Habíamos exagerado sobre el chavismo en 2004? Creo que no es una pregunta sencilla de responder, porque la pregunta esconde un dilema: si esas alarmas se activan demasiado temprano se colabora con la dinámica de polarización que atraviesan muchos países de la región desde hace por lo menos una década. Si, en cambio, se activan demasiado tarde… bueno, ahí están en Caracas. Todo debatible y matizable, hasta que ves a una colega venezolana en un encuentro internacional llenando sus valijas con papel higiénico y latas de garbanzos antes de volver a casa.
La erosión democrática es “para muchos, casi imperceptible”, dicen los autores. He ahí el dilema.
Hace ocho años no hablábamos de “erosión” democrática, sino –simplemente– de violaciones a derechos humanos. Pero desde entonces, especialmente desde la elección de Donald Trump y el creciente autoritarismo en países de Europa del Este (Hungría, Polonia, Turquía) y América Latina (Venezuela, Nicaragua), el problema se enmarca de una forma más precisa. Numerosos libros han procurado abordar la cuestión en los últimos años, y creo que uno de los mejores es Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores de la Universidad de Harvard, publicado en 2018. Su tesis central es que las democracias ya no mueren como antes, a través de golpes de estado, sino lentamente, a través de la erosión interna producida por líderes elegidos que “subvierten los procesos que los llevaron al poder”. El ejemplo venezolano inspira a los autores: creen que la lenta debacle de la democracia venezolana es el modelo de erosión que demanda nuestra preocupación más urgente. Pero, como no hay un momento preciso de amenaza –no hay tanques en las calles contra los cuales salir a protestar– es posible que “nada dispare la alarma de la sociedad”. La erosión democrática es “para muchos, casi imperceptible”, dicen los autores. He ahí el dilema.
Para Levitsky y Ziblatt, las democracias a veces mueren sin que sus asesinos hayan despertado con ganas de matarla. A veces es el resultado de una “secuencia de eventos no anticipados”, en los que un líder demagogo y poco afecto a las reglas de juego escala confrontaciones varias. La subversión de la democracia “desde adentro” puede adoptar diversas formas, pero en la tesis de Levitsky y Ziblatt el elemento definitorio es que es un proceso lento, que ocurre a través de “pasos de bebé” que, considerados de modo aislado, no implican en sí mismos grandes amenazas. “El presidente llama traidores a la patria a los opositores”. ¿Y qué?, podrían responder algunos: retórica encendida, pasión en la política. “La corte constitucional le da el derecho al presidente a ser reelecto en violación de la prohibición constitucional”. ¿Tanto problema por eso? A fin de cuentas, ¿no son los ciudadanos los que eligen a los presidentes? Esas restricciones, ¿son realmente democráticas?
Ir por todo (y fracasar)
En nuestro propio país hemos atravesado muchos de esos momentos en los últimos años, y creo que he escrito en más oportunidades que las necesarias que la Argentina no fue ni es Venezuela. Siempre creí que como comunidad política tenemos anticuerpos suficientes para evitar ese destino. Aquí hay frenos y contrapesos que en Venezuela fracasaron. Esos controles funcionan como restricción externa pero operan, también y significativamente, como restricción interna para los actores políticos. Utilicé un ejemplo para ese diagnóstico: lo que ocurrió en nuestro país con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Así, cuando en nuestro país se avanzó en una reforma del sistema de medios audiovisuales, la ley en cuestión fue revisada de manera cuidadosa por una Corte Suprema independiente, que rechazó un ataque “frontal” (y algo atolondrado) sobre la norma por parte del principal conglomerado de medios local, pero que realizó importantes advertencias respecto de cómo la norma debería aplicarse para no generar problemas constitucionales. De todos modos, algo más relevante ocurrió en el proceso de creación de la norma: el propio oficialismo, al redactar la norma, tuvo en cuenta los estándares internacionales de derechos humanos que por ese entonces el chavismo y Rafael Correa se enorgullecían en repudiar. Esa restricción interna era notable: distinguía a la ley argentina de las leyes venezolanas y ecuatorianas. Sin embargo, cuando en 2013 el oficialismo avanzó con la llamada “democratización de la Justicia” mediante la cual buscaba controlar el Consejo de la Magistratura, el escenario ya parecía distinto. Dicen Levitksy y Ziblatt:
Capturar a los árbitros da a los gobiernos más que un escudo. Usualmente ofrecen un arma poderosa, que le permite al gobierno aplicar la ley de modo selectivo, castigando a los oponentes mientras se protege a los aliados. Las autoridades impositivas pueden dirigir su atención a políticos rivales, negocios y empresas de medios. La policía puede reprimir protestas de la oposición y tolerar actos de violencia de los matones gubernamentales. Los servicios de inteligencia se pueden usar para espiar a críticos o encontrar cosas que sirvan para el chantaje. De manera más usual, la captura de los árbitros ocurre de manera silenciosa mediante el despido de funcionarios de carrera y otros actores no partisanos, para reemplazarlos por personas leales al gobierno. En Hungría, por ejemplo, el Primer Ministro Viktor Orbán capturó a la nominalmente independiente Procuración, a la Auditoría, al Ombudsman, a la oficina estadística y al Corte Constitucional.
¿Cómo enmarcar ese intento por capturar a los árbitros? ¿Cómo caracterizar a los intentos actuales por modificar las mayorías necesarias para designar al procurador general? ¿Es el momento de sonar la alarma? ¿O es demasiado pronto?
No tengo buenas respuestas para estas preguntas. Por un lado, el riesgo de faccionalización del Poder Judicial en Argentina es real y en Venezuela precedió al autoritarismo chavista. El proyecto de ley en discusión debilita la independencia de la que se supone deben gozar los fiscales por mandato constitucional. Pero, por el otro, hasta ahora intentos más osados, como aquel de 2013, encontraron frenos eficientes en nuestras instituciones. Además hay un costo implícito en acusar al adversario de querer erosionar la democracia: nos lleva a jugar, incluso sin quererlo, el juego de la polarización populista que proponen. Ello eleva la apuesta del juego político y agrava el problema de fondo. Tenemos problemas muy serios y muy graves como para darnos el lujo de las desmesuras de comunismo versus libertad o el amor versus el odio.
Levitsky y Ziblatt tampoco tienen buenas respuestas: su libro no esconde ninguna “bala de plata” que podamos invocar para saber cuándo un actor político pasa de jugar al fleje de la democracia a empezar a cambiar las reglas del juego. Pero, atemorizados ante la llegada de Trump, imaginaban tres escenarios para Estados Unidos que creo pueden ser útiles para enfocar nuestra atención inmediata. El primer escenario era de “rápida recuperación democrática”, en el que Trump fracasaba políticamente. El segundo imaginaba a un Trump reelecto, que crecía de la mano del “nacionalismo blanco”. El tercer escenario, que consideraban más probable, era de polarización intensa y empate, en el que la democracia sigue retrocediendo sin morir completamente. Me pregunto qué piensan Levitsky y Ziblatt del triunfo de Joe Biden. ¿Creerán que alcanzaron el deseado primer escenario o aún están en el problemático y esperable tercero? No lo sé, pero algo es seguro: las elecciones, afortunadamente, aún definen nuestro futuro. Éste se encuentra siempre por escribir.
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