Me alegró el triunfo de Colón en la final de la Copa de la Liga, porque siempre me cayó bien y porque fue, con mucha distancia, el equipo con más identidad y buen juego de un torneo mancado y amorfo, en el que hubo muchos partidos olvidables y casi nada de pasión o épica. Quitando la alegría sabalera, la Copa de la Liga hizo su recorrido de tres meses ante la relativa indiferencia de los hinchas, que se encogieron de hombros ante las victorias o derrotas de sus equipos, quizás más preocupados por la pandemia o la situación económica que por un espectáculo mal diseñado y peor ejecutado por una corporación que, después de abandonar la Superliga, retomó las inercias del grondonismo y va en la dirección contraria a lo que marcan el sentido común, la experiencia internacional y los deseos reformistas de sus mismos dirigentes hace apenas tres o cuatro años.
Si se me permite el paralelismo, me gustaría decir también que esta historia reciente del fútbol argentino –del grondonismo al intento modernizador y cosmopolita de la Superliga (2017-2020) y después otra vez a esta especie de neo-grondonismo conservador y corporativo– refleja en parte la trayectoria del país en estos mismos años: a la economía y la política estancadas e inmovilistas de 2015 las siguió otro intento modernizador y cosmopolita, también trunco, como el de Cambiemos, reemplazado a su vez por una nueva versión del Estado corporativo e inmóvil. Me animo a ir un poco más allá: así como al oficialismo político actual le cuesta ofrecer una visión de futuro –no hay horizonte de desarrollo: el país vive en un presente perpetuo, agravado por la pandemia–, lo mismo le pasa al oficialismo futbolístico, que ya no tiene un proyecto de cambio y parece conformarse con gerenciar la mediocridad actual.
El fútbol profesional argentino está en retroceso. No tanto por la calidad de sus equipos, que siguen dominando, junto con los brasileños, las copas continentales.
El fútbol profesional argentino está en retroceso. No tanto por la calidad de sus equipos, que siguen dominando, junto con los brasileños, las copas continentales. Y mucho menos por la calidad de sus directores y cuerpos técnicos, a quienes considero el eslabón más dinámico e innovador de la cadena futbolística local. Lo digo por la calidad de los torneos, la profesionalidad de su organización, la infraestructura de entrenamiento y estadios y la transparencia en el manejo de fondos y en la toma de decisiones. Hay excepciones –Lanús, Talleres, Estudiantes y Defensa y Justicia, además de River y Boca, son clubes ordenados que planifican, pagan a tiempo, invierten en inferiores e infraestructura–, pero la mayoría de los equipos ha vuelto a la dinámica de vivir al filo de la inviabilidad, rescatados por un AFA que, como en los tiempos de Grondona, encuentra la manera de salvarlos de sus propios errores. Es una pena que sea así, porque si el fútbol argentino se organizara tendría aún mejores jugadores –porque podría pagarles mejor y ofrecerles una competencia atractiva–, y torneos más disfrutables y apasionantes para los hinchas.
la herencia grondonista
En 2015 el fútbol argentino estaba desconcertado. No se había podido reponer de la muerte de Grondona, un año antes; los derechos de televisación los tenía el Estado, que ya no pagaba bien y lo había convertido en parte de su máquina de propaganda; la AFA todavía se manejaba como una ferretería, con sistemas que atrasaban décadas y favorecían los desvíos de fondos; y se había encontrado, como última herencia de Don Julio, un torneo inviable con 30 equipos en Primera División. En diciembre de ese año hubo elecciones en la AFA, pocos días después de la llegada de Mauricio Macri a la Casa Rosada. Se enfrentaban un grupo más reformista, con Marcelo Tinelli como candidato, y las fuerzas conservadoras encabezadas por el Chiqui Tapia. La elección, famosamente, terminó empatada en 38, a pesar de que sólo había 75 delegados habilitados para votar.
El papelón todavía es motivo de burlas, pero la decisión adoptada poco después sería salomónica: el Chiqui se quedaría con la AFA, la selección nacional y los árbitros, y los clubes de primera formarían la Superliga para hacer las reformas que querían hacer: menos equipos en Primera, más ingresos para los clubes y, sobre todo, un mayor control económico-financiero de sus miembros, con castigos claros (como la quita de puntos) para quienes incumplieran sus obligaciones con jugadores u otros clubes. Marcas de la época: así como el modelo político de Cambiemos eran las democracias consolidadas de los países desarrollados, el modelo explícito de la Superliga era el fútbol europeo.
Así como el modelo político de Cambiemos eran las democracias consolidadas de los países desarrollados, el modelo explícito de la Superliga era el fútbol europeo.
Así arrancó la Superliga, dirigida por Mariano Elizondo (un CEO, no un político, otra marca de la época), con nuevo contrato televisivo, una serie de reglas para evitar el endeudamiento irresponsable de los clubes y un plan gradualista (je) para llegar en cinco años al torneo de 20 equipos que usa la mayoría de los países. Elizondo consiguió una docena de sponsors y los clubes hicieron buena letra financiera, aunque no por mucho tiempo. En noviembre de 2017 Newell’s fue el primer club en la historia del fútbol argentino en ser sancionado por deberle plata a sus jugadores (se le quitaron tres puntos). La sanción la aplicó el comité de disciplina de la Superliga, pero el club rosarino apeló a un tribunal de alzada en la AFA, que meses más tarde redujo la sanción a un punto. Esto le permitió a Newell’s superar a Lanús en la tabla y cobrar un premio económico mejor. Nicolás Russo, el presidente de Lanús, protestó con una frase que me parece muy ilustrativa de los problemas de la Superliga y de la Argentina en general: “Habíamos quedado en que aquel club que no pagaba iba a tener descuento de puntos”, dijo Russo, que siempre se movió bien oscilando entre el reformismo y el grondonismo. La frase me gusta porque muestra cómo en Argentina el cambio en las corporaciones sólo es posible si todos están dispuestos a dar el primer paso al mismo tiempo, lo difícil que es lograrlo y lo rápido que aparecen las excepciones y se resquebrajan los acuerdos. Este dilema de los clubes con la Superliga se parecía al que en las mismas semanas tenían empresarios, gobernadores y sindicalistas con el gobierno de Macri: todos coincidían en la necesidad y la dirección de las reformas, pero apenas las cosas se complicaban gritaban: “¿Dónde está la mía?”.
Ya en 2019, los casos que debilitaron la confianza de los clubes en el nuevo sistema fueron los de Huracán y San Lorenzo, sancionados por no pagar el pase de un jugador (Huracán) y falsificar las declaraciones de pagos a futbolistas (San Lorenzo). Al primero le prohibieron comprar jugadores durante un año, al segundo le descontaron seis puntos. Como Newell’s, apelaron. Y, como a Newell’s, les dieron la razón: les pusieron una multa pero los salvaron de los castigos más duros. Acá ya estábamos cerca del final del gobierno de Cambiemos, los tiempos políticos estaban cambiando, la macroeconomía no daba certezas y el impulso reformista que había contagiado a parte de la Argentina en 2016 ya casi se había extinguido.
Después de las elecciones y el cambio de gobierno, la Superliga tenía las horas contadas: desapareció en marzo de 2020 y fue reemplazada por la Liga Profesional de Fútbol, otra vez bajo el control de la AFA. Consultado sobre por qué creía que la Superliga no había triunfado, Elizondo respondió con una frase que podría haber dicho algún funcionario del gobierno de Cambiemos: “Quizás el cambio haya sido muy drástico para tres años de vida de Superliga, a lo mejor debía haberse hecho con más tiempo”. Ricardo Carloni, vicepresidente de Rosario Central, entregó para la misma época una frase que los argentinos hemos usado mil veces como excusa para justificarnos: “Tenemos un reglamento europeo, pero vivimos en Argentina”. Argentina es distinta: acá las reglas no sirven.
de transición en transición
Muerta la Superliga, la cantidad de equipos en Primera División, que desde 2017 había bajado de 30 a 24, ya volvió a 26, y desde el mes que viene serán 28, récord mundial, a contramano de cualquier lógica. Como 27 fechas son pocas para llenar el año futbolero, la AFA seguirá inventando copas zonzas y olvidables para completar el calendario. Este año, además, vamos a cambiar por tercera vez en siete años el calendario de las temporadas: desde los ‘80 hasta 2014 seguimos el calendario europeo (de agosto a mayo), después tuvimos un par de años con el calendario histórico marzo-diciembre, con la Superliga volvimos al calendario europeo y este año, por razones nunca del todo explicadas, volvemos al calendario anual. La Copa de la Liga que ganó Colón fue el tercer torneo de transición de estos años, separados de otras temporadas, sin descensos, resueltos en dos o tres meses.
Todos los campeones son válidos, pero no es lo mismo ser el mejor de un ratito que de un año entero. Incluso para los hinchas: hasta hace una semana Boca había ganado 5 de los últimos 7 torneos locales y sus hinchas, sin embargo, sentían que ninguna de esas conquistas tenía demasiada validez. Quizás por eso River y Boca están cada vez más obsesionados con la Copa Libertadores: porque estos torneos locales, cambiantes, cortitos y confusos, pueden resultarles poca cosa a los dirigentes y jugadores pero también a sus hinchas. Y la Libertadores, además de su valor histórico, ahora está mejor organizada, tiene continuidad y genera ingresos y prestigio crecientes para quienes la juegan.
Hasta hace una semana Boca había ganado 5 de los últimos 7 torneos locales y sus hinchas, sin embargo, sentían que ninguna de esas conquistas tenía demasiada validez.
¿Hacia dónde va la AFA? Imposible saber, porque su sistema de deliberación es opaco (es una de las últimas organizaciones que resiste las demandas de transparencia del siglo XXI) y porque es capaz de dar otro volantazo en cualquier momento. En cualquier caso, el sueño de aquellos reformistas de tener un torneo de 20 equipos y 38 fechas, con campeones que marquen época y sean recordados, parece cada vez más lejos. Lo mismo con un sistema consensuado que castigue a dirigentes irresponsables capaces de dejar a sus clubes al borde de la quiebra a cambio de hacer una buena campaña. Si ocurre, no será pronto.
Esta regresión, que vivo con tristeza y frustración, porque soy fanático del fútbol desde siempre y porque creo que el fútbol argentino mejoraría mucho si, como quería la Superliga, se pareciera más al fútbol europeo, también la vivo con la tristeza y la frustración que me genera el freno o la abolición de muchas reformas que hizo en esos mismos años el gobierno de Cambiemos, del que fui parte como funcionario de Jefatura de Gabinete. Me resulta difícil no ver en la reacción contra la Superliga un impulso similar al que, por ejemplo, cerró el aeropuerto de El Palomar y quiere volver a darle el monopolio de los vuelos domésticos a Aerolíneas. O al que decidió derogar el sistema de Sociedades por Acciones Simplificadas (SAS), que permitía crear empresas en un día y por Internet. O al que decidió abandonar la construcción de nuevas plantas de energía renovable. O al impulso que eligió dar marcha atrás con el acuerdo UE-Mercosur, que nos daba una hoja de ruta de diez años para transformar nuestra industria. O al que derogó los decretos que hacían más fácil votar a los argentinos en el exterior. O al que suspendió las pruebas Aprender, que nos daban información valiosa sobre el estado de la educación. O al que volvió a poner trabas insólitas para importar y exportar, sobre todo la prohibición de exportar carne, que finalmente estaba creciendo como debía. O al que decidió intervenir el mercado de telecomunicaciones y, con ello, frenar la expansión del 4G y demorar al infinito el lanzamiento del 5G. Todos estos procesos sumaban tecnología y transparencia, eran sustentables, tomaban lo mejor de los modelos exitosos en decenas de países. Y, lo más importante, funcionaban bien, eran exitosos y eran populares. En muchos casos, me parece, fueron anulados sólo por inquina y mezquindad, no para ser reemplazados por modelos que el oficialismo considera mejores según su visión de país. Fue una reacción casi religiosa, primal, muchas veces inexplicable salvo por el interés propio más egoísta y cortoplacista. Es por eso que me cuesta separar ambas trayectorias, la del fútbol y la del Estado: porque en ambas veo intentos por refugiarse en el pasado y huir del futuro.
fatalismo argentino
Noto otra conexión más entre fútbol y país, esta vez más psicológica. Cuando se vende una joven promesa a Europa –o, cada vez más, a México y Estados Unidos– se lamenta la situación pero se dice que es inevitable, porque esos países son ricos o tienen mucha plata y nuestro fútbol no la tiene. Veo en muchos dirigentes y periodistas una resignación absoluta sobre las posibilidades de tener una liga mejor: las cosas son como son, no se pueden mejorar. Pero nuestro fútbol no es como es por designio divino o por culpa (sólo) de los vaivenes económicos: es así por el diseño y las prácticas concretas de un conjunto de dirigentes que así lo deciden y permiten. Con el tamaño de nuestro país y el fanatismo de nuestros hinchas (pero con una economía más ordenada), creo que Argentina podría tener un fútbol que pague sueldos comparables con los de Brasil, México y ligas europeas medianas, como Bélgica, Suiza o Grecia. Pero para lograr eso primero hay que quererlo: los dirigentes que están hoy ni siquiera lo quieren. Dan por sentado que la pasión es inextinguible y que su producto, mal que mal, será igual de popular con jugadores buenos que con jugadores malos, con estadios modernos que con estadios semiabandonados, con torneos competitivos que con torneos malos. Nostálgicos de épocas mejores a veces protestan cuando ven por la calle a un chico con la camiseta de Neymar o De Bruyne. Creen que la culpa es de los chicos, de la globalización o de sus padres. Pero la mejor manera de contrarrestar eso, si hay que contrarrestarlo, es con una competencia que les dé ganas a más chicos de ponerse camisetas de Sebastián Villa o Julián Alvarez.
Este fatalismo del mundo del fútbol es parecido a la de una parte importante del sistema político, que considera riesgoso o innecesario pensar una agenda ambiciosa para la Argentina. Estos políticos, que en general ubico en el peronismo –y especialmente en el kirchnerismo–, pero no sólo ahí, muestran poca imaginación para mostrarle a la sociedad un camino de desarrollo y de consolidación democrática: no parecen especialmente irritados por esta subsistencia mediocre en la que estamos hace tanto tiempo (una década desde que dejamos de crear empleo, 45 años desde que no tenemos un modelo productivo). Se pueden decir muchas cosas del gobierno de Cambiemos, sobre todo que prometió resultados económicos que después no cumplió, por las razones que fueran. Pero no se puede decir que no fue ambicioso en su visión de una Argentina integrada al mundo, orgullosa de lo que tiene para dar, capaz de competir con cualquiera.
En fin, empiezo a despedirme. Para los que creemos que tenemos mucho para aprender de experiencias exitosas en el extranjero y que tenemos que aflojar con experimentos estrambóticos, es difícil no ver un paralelismo entre el torneo de 30 equipos y los militantes midiendo góndolas para combatir la inflación. Hace ocho años, en American Sarmiento, escribí esto:
Y sin embargo, cuando pienso en, por ejemplo, la inflación o los torneos de fútbol, sólo se me ocurren soluciones y modelos extranjeros, mucho más sensatos, en mi opinión, que los extravagantes intentos argentinos por crear doctrina propia en sus sistemas monetarios y futbolísticos. La Argentina es distinta y el resto del mundo, como insisten los peronistas pero también decían los militares, no tiene nada útil para decir sobre ella.
Ocho años después sigo pensando lo mismo, con la deprimente diferencia de que participé de un gobierno que quiso arreglar las dos cosas, para ambas propuso una transición de varios años (¡gradualismo!), y en ambas se quedó a mitad de camino para ser reemplazada por una reacción conservadora. Dicho esto, soy más optimista sobre el país (a mediano plazo) que sobre el fútbol. En el fútbol las decisiones las toman 75 señores alejados de las demandas de sus hinchas, que sólo se preocupan por su propio interés y les cuesta mucho ver de acá a cinco o diez años. En el país, en cambio, los hinchas votan. Y pueden elegir un cambio de rumbo.
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