Yo no había cumplido 19 años cuando tuve mi bautismo de pueblo. Me había ido a estudiar a Córdoba, una ciudad con algo más de un millón de habitantes y una universidad de prosapia. Venía de una ciudad aun más pequeña —quince mil personas, muchos inmigrantes piamonteses, fábricas de tractores y camiones, vacas lecheras, un mar de campo, chicas— y de una familia donde la política se discutía como el fútbol, en bandos y a los gritos.
Mi padre había sido candidato a diputado por una fuerza de centroizquierda que sintetizaba bien la dualidad prototípica argentina: era el Partido Intransigente, cuyo nombre podía asustar, pero en realidad tenía una enorme flexibilidad para negociar contradiciéndose. Me caía bien el PI: un partido clasemediero, fresco y activo, repleto de jóvenes, muchos de los cuales, como yo, habían entrado a la política en la adolescencia, con el regreso de la democracia y la elección de Raúl Alfonsín como presidente. (El partido de Alfonsín también sintetizaba a la Argentina: era la Unión Cívica Radical, que era cívica pero nada radical.)
Era 1989 y el PI había entrado en una alianza indiscreta con el peronismo. Para mí, que coqueteaba con los intransigentes, era algo incomprensible. En mi familia había muchos radicales-no-radicales, pocos intransigentes-que-transigen y algunos peronistas, los únicos que eran lo que realmente decían ser: amantes del partido de Juan Domingo Perón. Mi tío Omar Cavallo era el más peronista de todos. Con el Gordo, como le decíamos, no discutías: lo querías y ya. No había razón que pudiese trepanar esa coraza de piamontés mezclado con lombardo. Iba a la guerra. Mi abuela Irma no entendía muy bien cómo su hijo mediano le había «salido así». Ella era demócrata, en un país en el que los demócratas no lo son completamente, sino más bien cristianos o de derecha. La nonna, Madonna virgina, iba a misa seguido. Y no entendía al Gordo.
Mi tío Omar Cavallo era el más peronista de todos. Con el Gordo, como le decíamos, no discutías: lo querías y ya.
Tampoco yo. Mi relación con el peronismo era folclórica. Por entonces no tenía una comprensión acabada de su paso por la historia argentina, más allá de los comentarios de barra de fútbol familiar. Mi abuela Blanca recordaba cuando el peronismo la obligó a usar un lazo negro para simbolizar el luto nacional por la muerte de Evita, y el tío Omar podía caerte encima con un recitado de méritos populares del General: trabajo, casas, educación, mejores salarios, sindicatos. Y joderse a la Iglesia Católica, algo que sólo decía cuando la nonna Irma no andaba cerca.
Pero ahora, en 1989, yo tenía un grupo de amigos que militaban en el PI y querían llevarme a esa non sancta unión con el peronismo. Yo me resistía y ellos —mitad en broma y buena parte en serio— me acusaban de «gorila», el más clásico insulto para un no-peronista. Mi respuesta era también clásica: estoy lleno de pelos, no me jodan, pasen de largo, adiós. Al final me afiliaría al PI antes de la elección, pero haría trampa: el día de la votación, aunque estaba registrado como fiscal de la alianza, el ape instinct tiró más, así que entré al cuarto oscuro y voté por Izquierda Unida. Y, como corresponde a todo partido de izquierda que se precie de serlo, perdimos y ganó el peronismo, porque, en Argentina, gane o pierda, siempre gana el peronismo.
Liturgia peronista
El evento que decidió mi afiliación al PI, sin embargo, fue un conmovedor episodio de la liturgia del partido del General. Carlos Menem era el candidato de la alianza liderada por el peronísimo Partido Justicialista. Menem era una aberración para esos tiempos. Una corriente renovadora procuraba empujar al peronismo hacia posiciones de centro, casi socialdemócratas. Estaba formada por intelectuales, dirigentes de las clases medias y profesionales. Menem, que era abogado pero ejercía de peronista, había quedado fuera de la renovación. Había gobernado una provincia pobrísima, La Rioja, que tiene la espalda apoyada contra los Andes y un desierto tan bello como traicionero. Sus actos eran multitudinarios. La renovación del partido era adorada en las universidades y por los medios; a Menem lo amaban los pobres y los laburantes. Por entonces se decía que El Turco, como le conocían, hacía campaña en una ambulancia que recogía a todos los heridos por la renovación peronista: los viejos sindicalistas corporativistas, duros y chabacanos; los peronistas conservadores, nacionalistas rancios; la lacra expulsada por el ala biempensante del partido.
Con esa ambulancia, Menem barrería el país y luego la elección interna, para pasar más tarde a toda velocidad por las elecciones generales, quedándose con una mayoría significativa. Su campaña tenía entonces dos propuestas y un eslogan. Las propuestas consistían en una indefinida ‘revolución productiva’ —que llegaría con él una vez electo— y un también impreciso ‘salariazo’, que todo el mundo asumía como un brutal incremento de los ingresos de las familias más pobres, pero sobre el cual Menem no decía mucho. El eslogan era, esencialmente, populismo de manual: «Síganme, no los voy a defraudar». Un mesías convocando a la fe del devoto.
Y eso fue lo que vi en ese mitin antes de afiliarme. Era una tarde a mitad de semana. El peronismo y el PI habían organizado un encuentro con Menem como orador frente al edificio central de la Ciudad Universitaria, una mole racionalista a la que se accedía por tres calles. El lugar se llenó de gente desde temprano. Venían en una cantidad imprecisa de buses formando una mancha humana que subía desde el centro de la ciudad y de los barrios de la clase media afectada por la crisis y de las villas miseria de los pobres. Horas antes del mitin, la Ciudad Universitaria estaba inundada por el humo y el aroma de chorizos asados, y el bumbumbún inagotable de los bombos peronistas. Mi escuela de comunicación ocupaba el primer edificio en el acceso a la Ciudad Universitaria. En un tiempo más oscuro, durante la dictadura militar de los años ’70, era la dependencia de la policía que controlaba a los estudiantes, pero ahora la casona parecía una puerta de acceso al parque de árboles gordos donde se distribuían las facultades. En varias ocasiones vi circular a señoras con niños y adolescentes, que entraban a curiosear y a preguntar por el camino que debía seguirse hacia el acto.
Fui a regañadientes: no confiaba en Menem —nadie en mi familia, excluido, claro, el tío Omar— y me sentía incómodo.
Un rato después estaba yo también en la concentración esperando la llegada del candidato. Fui a regañadientes: no confiaba en Menem —nadie en mi familia, excluido, claro, el tío Omar— y me sentía incómodo. Aquello era un torbellino de gente cantando, riendo, chicos corriendo por acá y por allá, veinteañeros bebiendo vino barato con descaro —la universidad prohibía tomar alcohol en su predio— y una bullanguería inagotable que combinaba los bombos con una música incesante escupida por una pared de altavoces que habría asombrado a Metallica. Debías gritar para hablar con la persona que estaba a tu lado. No me gustan demasiado las multitudes si no se puede hablar.
Las facultades cercanas, como Ciencias Económicas o Medicina, poco afectas al peronismo, habían cerrado sus puertas. La explanada frente al pabellón central se había convertido en un estacionamiento humano confundido con el humo del carbón y el ruido. Un amigo del PI vino a entusiasmarme, pues me veía receloso. «Gorilita, mirá qué bueno: esto es pueblo». Mi amigo, un tipo listo, había crecido en una villa y era uno de los líderes de la Juventud Intransigente —lo juro, se llamaba así— en la universidad. Se burló de mi un buen rato y lo mandé a pasear; me dejó entre risas. «Pueblo, gorilita».
Mientras charlábamos, una familia enorme se instaló a nuestro lado. No sé de dónde, pero se habían agenciado unos cajones de manzanas donde sentarse y una dotación de choripanes para aguantar la espera o una hambruna prolongada. El jefe de familia era retacón, oscuro y altivo portador de un estómago de rinoceronte. La mujer era algo más delgada y bajita. Sus hijos, un ejército llamativo: altos, bajos, gorditos, delgadísimos y de todas las edades. Y, con ellos, la abuela: una señora pequeñísima y desdentada, de pelo cano y un vestido gris con flores. La abuela se sentó a mi lado en su cajón de manzanas, y me sonrió.
Menem llegó tarde y no recuerdo qué dijo o hizo más allá de mencionar aquello de ‘revolución productiva’, ‘salariazo’ y «síganme, no los voy a defraudar».
Menem llegó tarde y no recuerdo qué dijo o hizo más allá de mencionar aquello de ‘revolución productiva’, ‘salariazo’ y «síganme, no los voy a defraudar». El discurso era interrumpido a cada instante por el tempo guerrero de los bombos y el aplauso y el griterío de la gente. La familia a mi lado se unía a los festejos de cuando en cuando, con un entusiasmo contenido o un desinterés real, no lo sé.
Pero el espectáculo en general era fervoroso y resultaba imposible abstraerse. En el aire había una electricidad y una sobrecarga que mareaban. Se confundían brazos y puños alzados, banderas flameantes, gargantas enrojecidas, saltos de tribuna futbolera. Ocurría allí ese misterioso compás melódico en el cual un orador enhebra frases anticipadas por la audiencia, de tal modo que ambos —el público y su líder— se trenzan químicamente y se dejan ir, uno llevando el tempo, los otros esperando el advenimiento del clímax, hasta que el orador concluye elevando la voz y los demás, debajo, desatan un frenesí que sólo puede estar gobernado por alguna forma de la magia.
“si le gusta Carlos”
Yo igual me sentía ajeno. No quería pertenecer. Buscaba leer a la masa. Entender qué me decía este grupo de mujeres, aquellos hombres, esas tres adolescentes con una bandera argentina sobre los hombros. En ese extravío estaba cuando empecé a sentir que me tironeaban de la camiseta por la espalda. Giré y vi a la anciana sobre el cajón de manzanas, que me llamaba hacia ella. Me agaché pero no entendí bien qué decía. Volví a inclinarme.
—¿Le gusta? —me preguntó.
Quise salir del paso tratando de ser honesto.
—Oh, sí, sí, el clima es formidable.
La señora sonrió con las encías, y volvió a llamarme hacia ella.
—No, Carlos. Si le gusta Carlos.
Carlos. Llamaba a Menem por su nombre. Abrí la boca y quise decir algo pero no me salió mucho. En cambio, pude ver su cara lastrada de arrugas, reseca, los ojos pequeños y negros hundidos y la sonrisa, una sonrisa ancha y franca de puro labio que, adiviné entonces y sigo adivinando ahora, estaba llena de esperanza.
—Por supuesto —respondí—, por supuesto que sí.
Mentí, pero no importaba. La señora asintió y me dio dos palmadas en la espalda:
—Nuestro presidente, hijo.
Fue todo, pero aun conservo la imagen de aquella mujer en ese instante decisivo. Unos días después yo me afiliaría al PI, votaría contra Menem en las presidenciales y perdería mi primera elección como adulto, inaugurando así una racha que se ha mantenido casi siempre derrotista a lo largo de tres décadas.
Menem gobernaría Argentina durante dos periodos, tras conseguir una reforma constitucional que le permitió la reelección. Su ‘revolución productiva’ se traduciría en algo que el peronismo jamás había visto: una veloz apertura económica y la aplicación de políticas neoliberales. Menem privatizó bancos, decenas de empresas estatales, la petrolera YPF, el sistema de pensiones, la aerolínea de bandera, la compañía telefónica, la construcción y el mantenimiento de las rutas. Vendió los trenes del Estado desafiando a los poderosos sindicatos peronistas —«Ramal que para, ramal que cierra», les dijo, y los cerró—, abrió la economía a los inversores internacionales y les permitió repatriar utilidades sin límites. El ‘salariazo’ fue hijo de una convertibilidad monetaria que emparejó el peso argentino uno a uno con el dólar, una moneda fuerte que permitió a las clases medias viajar al extranjero y comprarse casas y autos, y suponer que así sería siempre mientras él, Menem, estuviera vivo.
Nada del ideario supuesto de Perón estaba en el menemismo, y sin embargo seguía siendo peronismo
Nada del ideario supuesto de Perón estaba en el menemismo, y sin embargo seguía siendo peronismo. Durante buena parte de su gobierno, Menem resolvió una paradoja impecable vinculada a la brecha de credibilidad de un peronista actuando como neoliberal: los mismos trabajadores que quedaban desempleados con las reformas, votaron no una sino dos veces la continuidad de las medidas y del gobierno que los desempleaban. Su administración acabaría plagada de denuncias por corrupción y malversación de fondos y Argentina concluiría la década endeudada hasta las nubes y con el desempleo montado en un elevador. La convertibilidad monetaria acumuló tanta presión que finalmente estalló con una gran devaluación y la declaración del mayor impago histórico de una deuda soberana.
Pero en aquel momento, ante la anciana, Menem significaba esperanza. Argentina vivía una crisis inflacionaria que devoraría al gobierno de Alfonsín, a quien no le sirvió encarcelar a los jerarcas de la dictadura militar y a decenas de militares por violaciones a los derechos humanos, un evento único en el siglo. El país se incendiaba, el peronismo disfrutaba hasta el paroxismo en la oposición, y Alfonsín debió irse antes de concluir su mandato. Con su ‘revolución productiva’ y su ‘salariazo’, Menem nos ofrecía a los argentinos, y a la anciana del vestido floreado, una utopía. Venía a salvarnos. «Síganme, no los voy a defraudar».
Aquel acto en la universidad, aquel momento con aquella señora antes del gobierno de Menem, constituyeron mi primera experiencia con Amado Líder. Desde entonces he vivido muchas otras, siempre con los eventos desenvolviéndose como una suerte de letanía reiterada: un salvador que promete, observadores incrédulos y almas jodidas que deciden creer porque ya no queda nada más en pie para sostenerlas.
Este texto es un adelanto de Amado líder. El universo político detrás de un caudillo populista (HarperCollins, 2021).
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