La historia empieza en algún momento de 2012. Mi relación con la política era escasa. Durante mis primeros años de facultad había estado en una agrupación de izquierda de Filosofía y Letras de Tucumán, pero nunca había llegado a militar de verdad. Al grupo lo lideraban estudiantes mayores que yo y eran también egresados de los colegios universitarios de la provincia. Yo participé de reuniones y asistí a asambleas y marchas, pero sin lograr compenetrarme con el estilo y las causas de la agrupación. Aunque conocí a mi segunda novia ahí —la primera relación seria y buena que tuve—, cuando me peleé con ella tres años más tarde, ya todos mis amigos cercanos eran compañeros de estudio y no militantes. En ese tiempo además publiqué mi primer libro de poesía y me inserté dentro de un pequeño circuito de poetas jóvenes que había en Tucumán y el NOA.
En este último ámbito es donde se produjo lo que recuerdo como el episodio fundacional. Un día un poeta, que era más o menos 10 años mayor que yo, y con quien teníamos un vínculo distante pero bastante fluido, me detuvo en la calle y me invitó a que me siente a tomar un café con él. Habíamos compartido mesas de lectura, nos habían incluido en una antología juntos y solíamos convocarnos el uno al otro a distintos eventos. Nos veíamos seguido y las charlas que teníamos eran, mayormente, triviales, y, de vez en cuando, librescas. Ésta debía ser una más de alguna de las dos, pero en algún momento yo conté que había viajado el último verano a la Ciudad de México y que me había sorprendido cuán vitales eran las bibliotecas ahí. Nombré como una noticia lo linda que estaba una biblioteca nueva que habíamos conocido los dos en Salta cuando fuimos a la ciudad por una actividad literaria. Luego esbocé una crítica a la política de bibliotecas en la Argentina. Nada muy sofisticado: dije que creía que no había suficientes, que me parecía que esas pocas estaban desactualizadas y un poco abandonadas, que las de nuestra ciudad ni siquiera tenían aire acondicionado y que incluso las universitarias no eran todo lo buenas que podían ser.
La conversación que se produjo fue distinta a cualquier otra que yo haya tenido antes con él. Rápidamente su tono se puso sentencioso y sus modos se volvieron bruscos. Primero contó, con orgullo, de su experiencia trabajando con la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares (Conabip) y habló del esfuerzo que este ente hacía para promover la lectura en las clases más vulnerables. Yo lo escuché dándole crédito y sólo interviniendo para realizar preguntas que hacían que mi argumento mantuviera pertinencia, algo que consideraba apropiado, ya que la lectura en bibliotecas en la Argentina, a pesar de la nobleza de esa iniciativa (y de otras), no era (ni es) algo muy extendido. No recuerdo haber culpado a ningún partido o gobierno en particular por esto. Él, sin embargo, hizo virar la charla a una defensa del gobierno de Cristina Kirchner y de las causas populares en general.
No recuerdo haber culpado a ningún partido o gobierno en particular por esto. Él, sin embargo, hizo virar la charla a una defensa del gobierno de Cristina Kirchner.
A esa altura su postura era mucho más beligerante. Yo me retraje un poco y dije que lo que yo de verdad conocía del uso de bibliotecas, sobre todo en Filosofía y Letras, no era tan malo, pero que me resultaba evidente que podía ser mucho mejor. Me dijo de manera recriminatoria que yo ignoraba las causas verdaderas del problema de las bibliotecas argentinas (algo que era sin dudas cierto), pero sugirió también que yo formaba parte de lo que él consideraba que era ese problema: algo así como “la práctica burguesa de la librería” en la cual la gente compraba libros para uso individualista y hogareño. Él tenía un ejercicio mucho más avezado de la discusión política que yo y eso me dejó desarmado y un poco apabullado. Tuve la sensación de que la charla iba a terminar en una discusión tensa y, por eso, decidí darle la razón. Conversamos un poco más, ahora sí sobre trivialidades, pero con incomodidad y finalmente me despedí con una sensación rara del intercambio.
Volví sobre esa conversación muchas veces a lo largo de los años. En la historia que me cuento a mí mismo sobre mi relación con la política esa anécdota pone en movimiento algo importante: que una persona con la que teníamos un trato cordial y amistoso se permita tratarme mal y lanzar sugerencias hirientes sobre mis intenciones morales a causa de una diferencia de opinión me resultó algo revelador. Me había pasado antes y me pasó después —quizás de maneras más desagradables y tristes—, pero, como las historias tienen que empezar en algún lugar más o menos preciso, decidí determinar que fue entonces, por esa actitud autoritaria, que yo empecé a volver a la política. Esa amistad, de hecho, se cortó entonces. Fui, en principio, yo el que lo decidió. Él no me había ofendido explícitamente, ni me quitó el saludo después del encuentro, pero recordar la charla me enoja un poco hasta hoy. Sin embargo, la historia entera es un poco más compleja y algo de ese camino es lo que quiero contar ahora.
La trama se complica
Hacia finales del 2013, con un pequeño grupo de amigos que venían de carreras humanísticas, y que también notaban un clima de intolerancia para con la discrepancia de ideas, fundamos una revista digital para expresar opiniones disonantes con las que predominaban en nuestros círculos sociales. En muchos puntos, el espíritu de esa revista se parecía —en una versión mucho más amateur— a Seúl. Dos años después, en 2015, con la revista ya funcionando con bastante fuerza, publiqué mi segundo libro de poesía y lo presentamos en un evento que se sintió, de algún modo, como una despedida del ámbito literario. Hablamos del libro, leí algunos poemas y me felicitaron. Luego, a la mayoría de los asistentes, no volví a verlos en persona por años.
Pero sí nos cruzábamos con muchos de ellos en las redes sociales cuando salían nuestras publicaciones. Trama, nuestra revista, sacaba notas individuales y las promocionaba, mayormente por Facebook. Durante el período 2015-2016, antes de las elecciones nacionales y en el primer año del gobierno de Mauricio Macri, llegaron a ser bastante leídas y comentadas, sobre todo en los círculos que no estaban de acuerdo con nosotros. Los escritos nunca llegaron a ser literalmente un apoyo a Cambiemos, pero sí eran críticas claras a los modos autoritarios del kirchnerismo, analizaban su legado político negativamente y expresaban en mayor o menor medida cierta esperanza por un posible viraje en la política nacional.
En Tucumán, además, la elección para la gobernación de 2015, que llevó a Juan Manzur al poder, fue, ese año, un ejemplo de los peores problemas políticos argentinos de la época. Los comicios, que fueron defendidos y convalidados por el candidato presidencial kirchnerista Daniel Scioli, revelaron un sistema electoral completamente sesgado en favor del oficialismo peronista y pusieron a la luz del día la existencia de un festival de dádivas y compra de voluntades en la provincia. Serias irregularidades en el escrutinio causaron sospechas de fraude que fueron judicializadas y el proceso, al que un tribunal en primera instancia había decretado nulo por esos vicios, terminó con un fallo de la Corte Suprema de Tucumán que determinaba que, en donde nada había sido claro, todo era válido. Algunas de las mejores notas que escribimos, y que más discutidas resultaron, trataban sobre esos hechos.
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Yo personalmente me ilusioné con el cambio de gobierno, pero en las notas mantuve un tono, digamos, profesional y, como dije, casi no escribí sobre Cambiemos en el poder, ni en contra ni a favor. Mis principales preocupaciones siguieron siendo las que me habían acercado a la política y las que me fueron alejando de algunos círculos: la sensación de que de que pensar distinto del kirchnerismo era algo inaceptable en la cultura política que me rodeaba. En una nota, que quizás hoy no escribiría igual, le llamé fascismo a la imposibilidad que ciertos militantes K mostraban de aceptar que otros habían ganado y tenían derecho a gobernar de acuerdo a sus preferencias, aunque sea, por un período. Para bien o para mal, me abstuve de hablar de problemas económicos o sociales, y ni siquiera, al menos yo, de la corrupción. Tampoco, pienso, tenía conocimiento ni fuentes suficientes para hacerlo.
En cuanto a mis relaciones personales, esos años del nuevo gobierno fueron incluso peores que los anteriores. Dejé definitivamente de ver a quienes defendían al gobierno anterior y nunca volví a debatir mis posiciones con ellos. Nuestras notas recibían pilas de comentarios negativos en Facebook. Yo, en general, no me involucraba en esas discusiones, y cuando lo hacía, me arrepentía después: perdía los modales, contestaba de mala manera y profundizaba mi lejanía con mis viejos amigos.
Además, pasó otra cosa. Durante los primeros años de mandato, muchas de las personas que habían sentido entusiasmo con el triunfo de Macri empezaron a vivir con culpa las posibilidades que la victoria otorgaba, como si realizar las acciones que se creían necesarias para cambiar el rumbo del país, ya estando en el gobierno, fuera una injusticia infringida en contra de los que no habían salido elegidos. Con estas personas también perdí la paciencia, a muchas las confronté e incomodé en situaciones sociales de manera poco cortés y, sin decidirlo conscientemente, dejé de compartir espacios también con ellos.
Por suerte, entonces obtuve una beca para estudiar en los Estados Unidos por dos años. A la mayor parte del 2017, año en que ocurrió el caso Maldonado, Cambiemos arrasó en las elecciones de medio término y, hacia el final, la reforma previsional del gobierno fue aprobada en el Congreso luego de una jornada en que, en la calle, las fuerzas opositoras, con el kirchnerismo a la cabeza, tiraran toneladas de piedras a la policía, lo viví estando afuera. Ante el mar de ataques y críticas, pero también de complejos y dudas que ese año creó, no sé cuántos amigos me habrían quedado si hubiese seguido acá.
La politización del sueño
¿Qué estaba pasando en ese tiempo? Cuando miro esa época a la distancia, veo dos cosas. Una parte de la respuesta que voy a dar es personal y otra más general o social. En primer lugar, lo general. Hoy es claro que el kirchnerismo puso de moda en la sociedad, y entre sus simpatizantes en particular, una forma radicalizada de ver las diferencias políticas. Empezó en el 2008 con la propuesta de retenciones móviles al campo y siguió y acaso se profundizó con cada iniciativa de alto impacto que hizo, desde la Ley de Medios hasta el más reciente intento de expropiación de Vicentín. En los meses que duró ese conflicto fundacional, el entonces gobierno nacional acusó a los manifestantes, a la oposición y a los medios de comunicación (sobre todo a los de Clarín), que daban lugar a voces críticas a la medida, de ser enemigos de todo lo moralmente bueno en la política argentina. No los trató como si fueran rivales políticos, es decir, personas o grupos con intereses contrapuestos a los suyos, algo que, en la democracia, todos tenemos el derecho a ser si queremos avanzar nuestras agendas, sino como villanos que, con intenciones oscuras, promovían discusiones inaceptables en la vida pública nacional.
Néstor Kirchner, en un discurso de entonces, llegó a decir que los productores agropecuarios tenían “grupos de tareas”, haciendo referencia a una práctica de la última dictadura militar y asignándoles la peor calificación posible que se pueda tener en este país, el de ser intimidador, secuestrador, torturador y acaso asesino de personas que están en la vereda opuesta a la de uno. No sé si semejante frase fue pura bullshit de parte del ex presidente (creo que en gran medida lo era), pero decir barbaridades (como explica el filósofo Harry Frankfurt) tiene consecuencias y, en perspectiva, me es difícil no pensar que el objetivo del gobierno con ese tipo de declaraciones incluía, en alguna medida, que el estilo se replicara. Y, de hecho, el estilo se replicó. Todos los que tuvimos alguna opinión encontrada con un simpatizante kirchnerista —incluso sobre la política de bibliotecas— sentimos que alguna suerte de acusación aberrante se presentaba en contra nuestra.
A muchas personas las dejé de ver sin ni siquiera tener una discusión sobre los temas que me preocupaban en ese tiempo.
En segundo lugar, lo personal, que es una relativización de lo anterior. También me pregunto cuán extendido estaba, de verdad, ese desprecio. ¿Llegaba de hecho al nivel más personal? Probablemente en muchos casos sí, pero no creo que, en mi vida en particular, haya justificado alejarme de ámbitos que apreciaba y disfrutaba. A muchas personas las dejé de ver sin ni siquiera tener una discusión sobre los temas que me preocupaban en ese tiempo. Además de los poetas, me alejé de los militantes y, eventualmente, incluso de mis compañeros de filosofía que también simpatizaron con el kirchnerismo. No creo que uno tenga que andar hablando de política todo el tiempo con todo el mundo, pero yo justamente me retiré como dando por hecho que una discusión de ideas había ocurrido entre ellos y yo, y que esta había resultado en la intolerancia y el desprecio en contra mío.
Hoy me lamento por eso. No por hacer una revista y expresar ideas, de manera a veces tajante. Me lamento por haberme alejado a causa de una sensación más extraña y difícil de explicar que yo tenía entonces. La sensación era que lo que yo dijera sobre temas políticos era definitivo y sellaba el concepto que los demás tendrían de mí. Escribir notas críticas contra el kirchnerismo te hacía despreciable moralmente y el caso se cerraba ahí: ese hecho determinaría todos los aspectos de mi persona para un grupo de gente. La partidización de todo aspecto humano, la politización hasta del sueño, dice Martin Amis hablando del estalinismo. Percibir eso era, por supuesto, doloroso y me llevaba, naturalmente, a dejar de frecuentar a quienes me veían de esa manera.
Sin embargo, como dije, es dudoso que yo haya sido visto así siempre y, de hecho, hoy más bien tengo la certeza de que, en la mayoría de los casos, el asunto no era, en absoluto, tan obtuso. Pero yo lo sentía, sentía esa politización de todo. Y, singularmente, ahora veo, también que yo la ejercía a mi modo. De una manera similar a cómo otras personas juzgaban como inaceptable moralmente que yo tuviera las ideas que tenía, yo veía como intolerable la presencia de personas que, yo creía, podían realizar algún juicio de ese tipo sobre mí. Si me juzgás como juzgan los kirchneristas, yo dejo de verte. Yo no había empezado el juego del desprecio, pero lo estaba jugando.
Las correcciones
El año que viene voy a sacar mi tercer libro de poesía en la editorial de otro poeta del que me distancié en los años en que hacía la revista. Todo había ocurrido, por supuesto, a través de las redes sociales: notas publicadas, comentarios escritos con dureza, acaso alguna contestación en otra publicación y finalmente el alejamiento. Antes de entrar en este proyecto juntos hicimos las paces en un café. Nada muy exagerado ni extenso: un simple reconocimiento de que el pasado estaba detrás y de que algo mal habíamos hecho los dos. No dijimos exactamente qué, no hizo falta. A mí me hizo bien reconocerlo y no necesité más que eso de su parte. Hoy, por supuestos, tampoco estamos de acuerdo en política y, seguramente, no vamos a votar a los mismos, pero podemos hacer este libro los dos.
En los años en que volví a la política, se decía bastante seguido que el kirchnerismo había traído el debate público a la sociedad, que había politizado a los jóvenes y que eso era algo innegablemente positivo. En mi caso, yo creía, el producto era paradójico: yo me había involucrado para combatir el estilo que esa politización tenía. Pero, ya sabemos, en el camino las cosas se hicieron más complejas.
Politizar a la sociedad, promover el debate público, en tiempos democráticos, no puede ser hacerla adquirir la perspectiva de la partidización de cada aspecto de la experiencia humana. En la vida de una sociedad libre, la política democrática es una parte de la vida social y entrenar a la gente en esa parte tiene que significar, necesariamente, hacerla aceptar que en ella existen diferencias, y que estas, en la inmensa mayoría de los casos, deben ser consideradas moralmente legítimas. La política democrática consiste, en gran medida, en el debate y la competencia entre esos diferentes puntos vista. A veces definimos qué punto de vista tiene prioridad conversando y otras veces votando. La prioridad es temporal, porque los asuntos vuelven a ponerse en discusión constantemente. A veces nos toca estar del bando vencedor y otras del perdedor. Politizarnos tiene que ser también entender que existen esas posibilidades y esos límites.
Politizar a la sociedad, promover el debate público, no puede ser hacerla adquirir la perspectiva de la partidización de cada aspecto de la experiencia humana.
En mi caso, fue la participación más directa en política lo que terminó de ayudarme a aprender esto. Luego de militar activamente en la campaña del 2021, en la que Juntos por el Cambio estuvo a un punto porcentual de arrebatarle la victoria al peronismo por primera vez en muchísimos años en Tucumán, pude sentir de verdad que mis rivales tenían razones valederas para apoyar la causa kirchnerista, razones que no tenían nada que ver con la intolerancia y el desprecio hacia el otro. Algunos creían en la justicia social a través de la ayuda del Estado, otros defendían los beneficios que las políticas de reconocimiento de derechos habían traído al país. Sobre todo, no sentí que ellos, al menos, pensaran de nosotros lo que Néstor Kichner, ese día hablando contra el campo, sugirió que éramos los que no estábamos de acuerdo con sus ideas.
Es cierto que, muy probablemente, sí tuvo que haber una corrección para que mi experiencia del 2021 sea diferente a la de 2012. Cambiemos/JxC tuvo que hacerse fuerte, competir de igual a igual y ganar para que el estilo político del kirchnerismo radicalizado pasara de moda. Es posible que, en el clima anterior, incluso dentro de la política partidaria, donde todos están más acostumbrados al roce y la competencia, no hubieran sido posible tener buenas sensaciones. Pero yo, en su momento, tampoco me di la oportunidad de saber si ese poeta en el bar, o cada amigo que dejé de frecuentar, pensaba de verdad lo que yo imaginaba que pensaba de mí. Quizás no lo hacían.
¿Fue la época de intolerancia y radicalización toda culpa del kirchnerismo? Hoy elijo responder esta pregunta por el lado personal y decir que yo también tuve que aprender algo en este camino. Yo tampoco sabía entonces cómo era la buena politización de nuestra sociedad. Hoy sé que dos personas, como yo y mi editor, compartiendo espacios sociales y proyectos, pero a la vez discrepando sobre temas, se parece más a la sociedad democrática que prefiero. Sé también que yo, recién ahora, tengo más claro cómo promoverla.
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