Es injusto que todos paguemos el mismo precio por un sachet de leche, aquellos que menos tienen sufren dificultades para pagarlo. Sólo los más ricos deberían pagar el precio completo del sachet de leche, mientras que el Gobierno debería fijar un precio justo del sachet que varíe según el nivel de ingreso de la persona, su región, su género, su edad y su estado civil”. ¿Parece una idea ilógica? ¿Difícil de implementar? Ahora volvamos a leerla, pero cambiemos “sachet de leche” por “factura de gas”.
Hace unos días y luego de muchas idas y vueltas, el Ministerio de Economía logró definir un esquema de segmentación de tarifas. Su ejecución práctica resulta confusa en los detalles, pero conceptualmente parte de una idea tan simple como intuitiva: no es justo que todos paguemos el mismo precio por el agua o la energía. El atractivo de la idea no merece demasiada explicación, todos queremos que los costos de un ajuste fiscal no recaigan sobre los que menos tienen. Esto explica que las críticas al proyecto suelan ser esencialmente instrumentales, ya sea por su mala implementación (“existen mejores formas de segmentar”) o por su irrelevancia (“la segmentación no va a resolver el problema macroeconómico argentino”). En otras palabras, puede criticarse esta propuesta de segmentación, pero se suele coincidir en que segmentar es en sí mismo deseable.
Como dice el refrán, el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones: creo que la segmentación de tarifas es en sí misma un error, uno bastante grave. Será una decisión muy costosa e ineficiente que no se condice ni con los principios de la buena política económica ni con el contexto de la economía argentina. Simplificando, diría que existen cuatro grandes argumentos para creer que diferenciar por ingresos los precios de los servicios públicos es una muy mala alternativa de política social:
1. La segmentación es una solución injusta. A la hora de defender el poder adquisitivo de los que menos tienen, las propuestas de diferenciar las tarifas son mucho más injustas e ineficientes que las herramientas tradicionales de política social.
2. La segmentación es distorsiva. La propuesta genera incentivos perversos tanto para consumidores como para los productores en un mercado estratégico para el país como el energético.
3. La segmentación es paternalista. Los subsidios segmentados a los servicios presuponen que el Estado entiende mejor las necesidades de los que menos tienen, limitando el uso del subsidio exclusivamente para el gasto en gas, agua o energía.
4. Segmentar es cortoplacista y políticamente inocente. Lejos de ser una “solución política” para encarar un inevitable ajuste fiscal, la segmentación es más bien una trampa política que incluso terminará conspirando contra quienes la promueven.
Se podrían escribir cuatro notas enteras para explicar cada uno de estos argumentos. El desafío es abordarlos todos juntos, porque creo que los cuatro no sólo se complementan entre sí, sino que cada uno de ellos es en sí mismo indispensable. ¿No te interesan los cuatro? ¿Andás con poco tiempo? Te propongo un ejercicio más sencillo, no leas la nota completa y agarrá sólo aquel argumento que te interese más. No vas a tener ningún problema.
Para los valientes que quieran la película completa: vos sos de los míos, sentate y respirá hondo. Acá vamos.
1. La segmentación es una solución injusta
Proteger a los más necesitados es un deber de todo Estado y reducir la desigualdad es un objetivo deseable de cualquier economía. Antes que cualquier otra cosa, la segmentación de tarifas es presentada como una herramienta legítima de política social o distributiva y empezaría por evaluarla como tal.
¿Qué tan buena idea es usar el precio del gas como herramienta de política social? Todo análisis básico de la efectividad de la política social inevitablemente empieza por evaluar su capacidad de evitar dos errores: los errores de inclusión (darle el subsidio a quien no lo necesita) y los errores de exclusión (no darle el subsidio a quien sí lo necesita). En las distintas idas y vueltas del Gobierno se elaboraron varias posibles formas de segmentación con el objetivo de minimizar estos dos tipos de errores.
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Inicialmente, funcionarios del Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE), asesorados por investigadores de FLACSO y el CONICET, sugirieron que la segmentación se basara en criterios geográficos: se le aumentaría el precio del servicio a todo aquel que viva en determinados barrios considerados de “altos ingresos” y se le mantendría el subsidio al resto. Después, el Ministerio de Economía descartó este proyecto y propuso un esquema de auto-selección en el que las personas tenían la opción de solicitar el subsidio mediante un formulario que sería evaluado para definir si la persona calificaba o no (y se asumía por defecto que aquel que no lo solicitó perdía automáticamente el beneficio). Finalmente, con la llegada de Sergio Massa se optó por un sistema mixto, en el que se mantiene el criterio de auto-selección del formulario, pero para aquellos que solicitaron mantener el subsidio también se colocó un tope de consumo, que en el caso de la luz se estableció en 400 kWh por mes y en el caso del gas varía según zona geográfica.
Cada una de estas propuestas enfrentó objeciones inmediatas a su efectividad. La propuesta inicial de segmentar por zona de residencia en determinados barrios del AMBA despertó polémica porque, como es inevitable con todo criterio puramente geográfico, existían muchas personas de ingresos medio y altos en zonas donde se iba a mantener el subsidio. Se producían rarezas difíciles de justificar, como que la integralidad de Villa Crespo, Caballito o Chacarita era considerada “población vulnerable” y no se les retirara el subsidio. A su vez, la auto-selección con formularios digitales queda sujeta a la capacidad limitada del Estado de auditar un enorme caudal de solicitudes e información muy limitada. Y si bien los topes de consumo de la propuesta actual son altos (pocos hogares consumen más de 400 kWh por mes), como medida de “riqueza del hogar” el consumo de energía es un criterio sumamente arbitrario, que penaliza a grupos familiares más grandes (que naturalmente consumen más energía) y a hogares vulnerables que cuentan con una menor calidad en sus equipos energéticos y en la aislación de sus viviendas.
La política social que ya existe es mucho más efectiva para realizar el ‘targeting’ del beneficio que cualquier forma de segmentación hecha a las apuradas.
Estas idas y vueltas evidencian que improvisar criterios para identificar a la población vulnerable no es sencillo, mucho más en un país con altos niveles de informalidad. El ENRE, Cammesa o la Secretaría de Energía no fueron inventados para hacer política social o distributiva, así como la infraestructura y las capacidades de Edenor o Edesur no se diseñaron para cobrar un precio que contemple la situación económica y demográfica de cada uno de los hogares de sus áreas. Para reducir la desigualdad y proteger a los que menos tienen las herramientas son simples y conocidas: impuestos eficientes y progresivos, transferencias monetarias distributivas y bienes públicos de calidad. Y para implementar adecuadamente estas políticas, existen la AFIP y la ANSES que cuentan con las herramientas técnicas, la infraestructura y las capacidades estatales acumuladas para distinguir a la población vulnerable de aquella de alto poder adquisitivo con la mayor eficacia posible.
La política social que ya existe (la batería de transferencias como la Asignación Universal por Hijo o asignaciones familiares) es mucho más efectiva para realizar el targeting del beneficio que cualquier forma de segmentación hecha a las apuradas. Sin embargo, el Estado hoy gasta más en subsidios energéticos que en todo el gasto social combinado. Si el objetivo es meramente distributivo y lo que queremos es proteger a los más vulnerables de un ajuste fiscal, la solución menos injusta de todas es aumentar el precio de los servicios públicos a todos los usuarios sin excepción alguna (reduciendo a cero el gasto en subsidios energéticos) y extender en simultáneo la intensidad y la cobertura de las transferencias monetarias a la población vulnerable, desde las instituciones correspondientes que mejor funcionan. Es por esto que cuando los Estados quieren hacer política distributiva no establecen 60 precios distintos para un metro cúbico de gas, sino que cobran impuestos eficientes y progresivos a los ingresos para así financiar buenos programas, como la AUH.
2. La segmentación es distorsiva
Un segundo gran problema de la segmentación de tarifas es su enorme daño a lo que los economistas llamamos “el sistema de precios”. Antes que cualquier otra cosa, los precios son información. El sistema de precios es la capacidad inconsciente e inmediata de una economía de enviar señales claras y visibles a toda la sociedad para que todos podamos diferenciar aquello que es escaso de lo que es abundante. La función fundamental que tienen los precios es la de transmitir información: cuando algo sale caro, el consumidor cuida el recurso y el productor tiene más incentivos de producirlo. Esta idea es simple y poderosa y tiene más de 70 años de consenso en la disciplina económica, literalmente. Lamentablemente, incluso entre especialistas, es frecuentemente olvidada.
Lejos de ser una trivialidad teórica, esto tiene una enorme relevancia para un mercado tan crucial para nuestro país como el energético. Argentina tiene un potencial productivo descomunal en muchas formas de energía, desde las más tradicionales hasta las renovables. El déficit energético es un elemento fundamental de la tan mentada “falta de dólares” de la economía argentina y la ineficiencia en la producción, distribución y consumo, un driver de la magnitud de los subsidios y su consecuente desequilibrio fiscal.
Si un rico y un pobre entran a una panadería a comprar una medialuna, la desigualdad entre ellos está en sus billeteras, no en el costo de producción del panadero.
En ese contexto, al subsidiar masivamente la actividad, el Estado nacional decide que en segmentos clave de la cadena de valor energética, el negocio del distribuidor esté basado cada vez más en su capacidad de negociar (o de hacer lobby) para justificar mayores subsidios y menos en su eficiencia para garantizar una buena distribución, bien medida y a un bajo costo. Los fenómenos complejos no son muy amigos de las explicaciones lineales, pero es imposible disociar la caída de alrededor de un 40% de los cortes del suministro eléctrico entre 2012-2015 y 2019 de la normalización de los precios ocurrida en esos años.
En otras palabras, si un rico y un pobre entran a una panadería a comprar una medialuna, la desigualdad entre ellos está en sus billeteras, no en el costo de producción del panadero. Los impuestos eficientes y progresivos pueden financiar transferencias monetarias a los que menos tienen, sin distorsionar los incentivos. Es decir, encuentran una solución para la billetera sin romper los precios del panadero.
3. La segmentación es paternalista
Otra gran diferencia de la segmentación tarifaria con la política social tradicional es que en la primera el Estado cree entender mejor que los beneficiarios cómo deben gastar su dinero. Asumir que el precio de la boleta de gas es una buena herramienta para hacer política social implica un paternalismo inevitable del Estado sobre la población vulnerable. Las transferencias monetarias como la AUH empoderan al beneficiario para que gasten su beneficio como quieran. Canalizar la asistencia social por medio del precio de la energía perjudica, por ejemplo, a beneficiarios que, de poder elegir libremente, optarían regular su consumo energético para poder gastar su ingreso en cualquier otra cosa.
No tengo demasiado interés en discutir si es o no adecuado que el Estado imponga determinados consumos preferenciales a la sociedad. Muchas veces la política social incluye condicionalidades (como garantizar estándares sanitarios y educacionales para sus hijos) a los beneficiarios de transferencias monetarias. En lo que seguro creo que nadie puede estar de acuerdo es en que el Estado coarte la libertad de elegir del más vulnerable, pero para premiar de forma directa el costo ambiental del consumo energético. Vale la pena diferenciar el “cuidado del recurso” en el caso del agua, el gas o la electricidad (como sugirió Massa durante su anuncio) de otros precios regulados que sí puede tener un sentido promover de forma directa, como los subsidios al transporte público, que evitan costos de congestión que afectan a toda la sociedad.
Esto puede parecer irrelevante para el contexto de nuestro país, pero es insoslayable la incoherencia de un Estado que subsidia masivamente las emisiones de carbono de sus empresas y ciudadanos. Argentina tiene debates interesantísimos alrededor de su enorme potencial en muchas actividades productivas que pueden tener costos ecológicos considerables como la minería, el petróleo o el gas. ¿De qué sirven los mares de tinta derramados en esas discusiones si al final del partido elegimos como sociedad regalar el consumo de CO2? Una vez más, además de ser menos justa y menos distorsiva que la política social, segmentar las tarifas es un ejemplo insólito de paternalismo miope del Estado sobre los más vulnerables.
4. Segmentar es cortoplacista y políticamente inocente
Acabo de escribir tres mini-notas sobre segmentación de tarifas y coyuntura económica argentina y prácticamente no presenté ni un solo número. Revisemos algunos datos.
Argentina está en el medio de una corrida cambiaria y una enorme incertidumbre monetaria, fundamentalmente producto de la incesante emisión monetaria para financiar la insolvencia crónica del Gobierno. Antes de los anuncios del ministro, se estimaba que el gobierno cerraría el año con un déficit primario de 3,3% del PBI, al que hay que sumarle un 1,4% adicional para el pago de intereses de la deuda y alrededor de un 4,5% más por el déficit cuasifiscal del Banco Central. Ante semejante descalabro, es evidente la necesidad de anunciar recortes de las necesidades de financiamiento del gobierno (y su consecuente emisión monetaria). Los subsidios energéticos en su conjunto no sólo son injustos, distorsivos y paternalistas, sino que también representan una de las partidas del gasto público más fáciles de recortar en el corto plazo. De no ajustarlos, representarán aproximadamente 3% del PBI, casi todo el déficit primario del Estado. Para tomar una dimensión del desajuste, la consultora Invecq calcula que el costo de generación eléctrica cubierta por la tarifa llegó a ser sólo del 15% en 2015. Luego de todos los aumentos durante el gobierno anterior, ese porcentaje llegó a ser del 70% y desde 2020 ya se revirtió casi completamente, siendo sólo del 38% en 2021 (y está cerca del 30% en la actualidad).
En las dos únicas medidas donde tenemos precisiones concretas puede decirse que el ministro anunció un aumento y no una reducción del déficit para este año.
Invecq también calcula que el ahorro fiscal del aumento anunciado sería de sólo 0,1% del PBI en los últimos meses de 2022 . En simultáneo, el Gobierno también prometió un bono a jubilados que costaría alrededor de 0,15% del PBI. Es decir que, en la mitad de una corrida cambiaria y ante la imperiosa necesidad de un ajuste fiscal, en las dos únicas medidas donde tenemos precisiones concretas puede decirse que el ministro anunció un aumento y no una reducción del déficit para este año. Naturalmente, uno podría decir que el aumento segmentado va a generar un ahorro fiscal importante para el año próximo, porque los nuevos precios de los servicios estarán vigentes durante todo el período. Sin embargo, se estima que la segmentación implicaría un ahorro de sólo 0,5% del PBI en 2023. Es decir que, ante un escenario inicial de más de 4,5% de déficit fiscal y otro 4,5% de déficit cuasifiscal, en la palanca más inmediata que tiene el ministerio para mejorar las cuentas del Estado sólo se espera una reducción absolutamente insuficiente, que además probablemente será compensada con otros incrementos del gasto durante un año electoral.
¿Para qué segmentar?
Me parece que este es un momento apropiado para poner un poco de perspectiva política al problema: ¿para qué estamos segmentando? La segmentación es vista como una solución pragmática que le permite al Gobierno avanzar con el ajuste fiscal sin afectar la protección social de los que menos tienen y evitar el rechazo de la opinión pública. Incluso asumiendo que la segmentación es injusta, distorsiva y paternalista, uno podría decir que es una salida política elegante para encarar un aumento impostergable. ¿Es así?
Lejos de ser una solución política, estoy convencido de que la segmentación de tarifas es una trampa política. Argentina enfrenta una crisis de enorme magnitud. Sergio Massa asume el ministerio con el mandato inmediato de reducir la incertidumbre financiera. Para ello, en el corto plazo anuncia un aumento neto del gasto público en 2022 y una reducción bastante modesta para todo 2023, año electoral y de un gran desequilibrio fiscal preexistente. Como la segmentación inicial se verá rápidamente insuficiente y el trabajo fino de reducir otras partidas más estructurales del gasto público demora tiempo y precisión, el gobierno tendrá dos alternativas.
Lejos de ser una solución política, estoy convencido de que la segmentación de tarifas es una trampa política. Argentina enfrenta una crisis de enorme magnitud.
La primera es exponerse muy rápido al desvanecimiento de la breve “estabilidad cambiaria” que existe desde la salida de Silvina Batakis. Difícilmente esto sea una opción para las aspiraciones tanto del ministro como de su fuerza política. La segunda es que finalmente se decida por anunciar una reducción algo más agresiva de los subsidios. En ese caso, se enfrentaría a un dilema político singular: tendría que anunciar un aumento de las tarifas únicamente para los que menos tienen. La narrativa alrededor de la justicia distributiva de la segmentación se volvería en contra del propio Gobierno, donde cada aumento subsecuente sería cada vez más difícil de anunciar que el anterior.
Como en todas las partes que componen este artículo, llegamos a la misma conclusión. Es más eficiente, pero también políticamente más pragmático, anunciar un aumento generalizado de los servicios públicos en simultáneo con un fortalecimiento de la política social existente. No existe cuadratura del círculo: es inocente creer que existe una solución política ingeniosa que permita sortear este dilema. De lo contrario, cada aumento subsecuente será todavía más difícil de anunciar que el anterior. O se repetirá una historia conocida: una necesidad de corto plazo genera un parche transitorio ineficiente, el parche genera derechos adquiridos difíciles de revertir y así es como el corto plazo se vuelve largo plazo y el parche (y la incertidumbre económica), permanente.
Si llegaste hasta acá, tengo sólo una cosa más para decirte: nunca es tarde para hacer las cosas bien. La segmentación de tarifas es puro costo, sin ningún beneficio. Brindará un ahorro fiscal casi inexistente. Estará peor focalizada que la política social. Seguirá premiando las emisiones de carbono y siendo paternalista con los que menos tienen. Fomentará un mercado energético más dependiente del lobby empresario y menos de la innovación y la productividad. Y creará derechos adquiridos difíciles de revertir, sumando un nuevo parche permanente de política económica a los tantos que ya conocemos.
La segmentación de tarifas es una trampa. Y el momento de evitarla es ahora.
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