El hábito no hace al monje, pero lo cierto es que los monjes tienen sus hábitos y se los ponen para ir a misa. Con esta idea, cuando Sarmiento asumió como presidente y entró a la Casa de Gobierno decidió que había que convertir esa “toldería” en un lugar que tuviera techos, paredes, muebles y adornos que dieran cuenta que allí residía el máximo poder de la Argentina. Ser presidente es dirigir un país y también es mostrar –y que los otros vean– que uno dirige un país.
Hay un carácter que se adquiere con la toma de posesión de ciertos cargos, eso que solemos llamar “investidura”. Es una suerte de respeto que se le tiene a la persona por el lugar que ocupa, más allá de quién es. En una república, no hay investidura más alta que la presidencial y nuestra historia nos enseña que, cada vez que la investidura de un presidente entra en crisis, el país entra en crisis.
Ser presidente es dirigir un país y también es mostrar –y que los otros vean– que uno dirige un país.
Durante los últimos meses de 1929 y a lo largo de 1930, el diario Crítica se ocupó de construir una imagen senil del presidente Hipólito Yrigoyen y lo acusó de estar aislado de la realidad, incluso instalando la idea de que sólo recibía una versión de los hechos, “el diario de Yrigoyen”. Columnas políticas y caricaturas fueron debilitando la figura presidencial hasta lograr que la opinión pública acompañara el golpe de Estado de 1930.
Las caricaturas también fueron muy dañinas en el caso de Arturo Illia, que desde las páginas de Primera Plana fue retratado como una tortuga, acusado de lentitud y falta de capacidad política. Lo acusaron de inútil, aseguraron que no servía “ni para cortar un pan dulce”.
Más cercano en el tiempo, recordamos la burla de Marcelo Tinelli a Fernando de la Rúa cuando este se mostró perdido en el aire. También recordamos el aplauso en vivo de una mesa de periodistas el día en que renunció su ministro de Economía y las imitaciones de los humoristas que fueron desgastando la figura presidencial, acompañadas por explícitas editoriales que pedían que diera un paso al costado por el bien de la Argentina.
Fernández se desgastó a sí mismo
En el caso de Alberto Fernández, posiblemente el presidente menos respetado de la historia argentina, vemos una situación muy particular. La misma persona que al comienzo de la pandemia logró alcanzar niveles de popularidad muy altos, se fue convirtiendo en el centro de broncas y burlas por sus propios desmanejos. El vacunatorio VIP y la fiesta en Olivos fueron los dos primeros acontecimientos imperdonables, porque quien decía que nos cuidaba, nos mintió, quien nos pedía que no saliéramos de casa y que nuestros hijos no vieran a sus abuelos, estaba de joda. El que nos prohibió, incluso, despedirnos de nuestros muertos, se permitió posar sonriente celebrando con amigos el cumpleaños de su pareja.
Al pensar en el desgaste de la investidura presidencial, hay diferencias entre lo que sufrieron Yrigoyen, Illia y De la Rúa y el caso de Alberto Fernández. En el caso del actual presidente, al pretender armar la cronología de su desgaste no tenemos que mirar en primera instancia a los medios o a la opinión pública sino a él mismo y, en segundo lugar, a la interna de su partido.
Dejemos de lado al Alberto que conocimos antes de ser presidente, aquel que supo ser kirchnerista y antikirchnerista, el que le decía boludo, pelotudo e hijo de puta a la gente en Twitter, el que mandaba a mujeres a cocinar. Sólo juzguemos a Alberto a partir de asumir la presidencia.
Fue Alberto el que señaló como su modelo político a Insfrán. Fue Alberto el que decretó el fin del patriarcado mientras chocaba puñitos con Manzur, que acababa de obligar a una nena de 11 años a parir. Fue Alberto el que en un encuentro empresarial con España recitó que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva y los argentinos llegamos en los barcos. Fue Alberto el único que no sabía que Rusia estaba a punto de invadir Ucrania y visitó a Putin y buscó su complicidad atacando a los Estados Unidos. Fue Alberto el que declaró que en Venezuela no había violaciones de derechos humanos ni delitos de lesa humanidad el mismo día en que Naciones Unidas denunciaba lo contrario. Fue Alberto el que confundió el nombre de la revista La garganta poderosa con el de Garganta profunda. Fue Alberto el que declaró que Argentina estaba creciendo mucho mientras le renunciaba su ministro de economía por Twitter.
Su socia, su hada madrina, su vicepresidenta que le regaló la presidencia, le hizo la segunda en el desgaste. Primero lo acusó de tener funcionarios que no funcionan. Le exigió renuncias de parte de su gabinete hasta que, finalmente, puso los ojos sobre él. Le pidió que usara la lapicera, le escribió cartas y le explicó que por más que le hubieran puesto la banda y dado el bastón eso no significaba que tenía el poder. Incluso lo amenazó con chicanas: “Yo sí puedo mostrar mi celular”, aludiendo a los chats hot que nadie duda que Alberto tiene.
La irresponsabilidad y falta de capacidad de Alberto lo vaciaron de poder y todos lo sabemos incapaz de hacer lo único urgente: diseñar un plan para salir de la crisis.
Dentro de la interna del gobierno no sólo Cristina Fernández se le animó. Jamás olvidaremos los audios de Fernanda Vallejos en los que se refería a él como el okupa, el atrincherado, el mequetrefe.
Para gobernar se necesita tener poder, ser respetado o, al menos, como decía Maquiavelo, ser temido. La irresponsabilidad y falta de capacidad de Alberto Fernández lo vaciaron de poder, lo llevaron a una situación en la que no pudo elegir a su ministro de Economía y en la que todos lo sabemos incapaz de hacer lo único urgente: diseñar un plan para salir de la crisis.
Pese a sus propios errores, Yrigoyen pudo culpar al diario Crítica, Illia a Primera Plana y De La Rúa a Tinelli. Otra diferencia fundamental es que mientras Yrigoyen e Illia tuvieron la amenaza de los militares y De la Rúa sufrió al peronismo desgastando su poder y acelerando su salida, Alberto Fernández tiene del otro lado a una oposición responsable cuyo único pedido es que se haga cargo y apague el incendio, en vez de seguir echándole nafta. Alberto Fernández y su partido son los únicos culpables de esta crisis: hicieron todo lo posible para que nadie lo respete, ni siquiera, por su investidura.
El Gobierno tiene una responsabilidad y debe cumplirla. Sin caer en la ingenuidad política de creer que van a mejorar o de que existe un ala más virtuosa que las demás, lo que desde las instituciones políticas se puede hacer es pedir un mínimo de sensatez para que los problemas que tenemos no se agraven. Al mismo tiempo, debemos regenerar la esperanza social para que la extrema sensación de estar todo tiempo a un paso del abismo se vaya volviendo, poco a poco, en una de alivio, calma y reconstrucción. El peronismo, al que siempre le atribuyeron la exclusiva capacidad de gobernar el país, una vez más lo destruyó. Es una lección histórica que hay que aprender, de una buena vez por todas.
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