En el imperio de la empatía, el eslogan es ley: Je suis Charlie, Ni una menos, I can’t breathe, Todos somos Nisman, Dónde está Santiago Maldonado, #MeToo. Un sticker de Johnny Depp que circula por estos días parece querer sumarse a la lista. Con el puño en alto, el actor le muestra al mundo su victoria en el juicio por difamación contra su ex mujer, Amber Heard, que lo había acusado públicamente de violencia doméstica. Sin dejar de ser un poco cómico el espíritu de cuerpo que genera en varones dicho gesto de resistencia —”¡Por el poder de Johnny!”, parece decir, “¡Johnny para todos y todos para Johnny!”— se vuelve significativo porque en esa misma mano que levanta al cielo se encuentra la prueba de su inocencia.
Los anillos de motoquero millonario que achican cada uno de sus casi cinco dedos (descontado el pedacito que le arrebató la botella de Smirnoff que Amber le tiró por la cabeza en una de sus numerosas peleas) fueron en este juicio televisado lo que el guante de O. J. Simpson en los ’90. No es posible comparar el caso de un femicida erróneamente absuelto con el de un adicto tóxico acusado de golpeador, pero sí, en cambio, el efecto de realidad que estos dos objetos —ambos pertenecientes al universo de la mano— produjeron en el único relato que tenía permitido consumir, y obligación de evaluar, el jurado. En el caso de O. J., el guante que era del asesino no le entraba al acusado. En el de Depp, los anillos de plata que nunca faltan en sus manos fueron el detalle inesperado que puso en evidencia el ridículo de ciertas declaraciones de Heard. La actriz parecía estar tomándonos el pelo cuando, después de sostener que nunca ha visto a su ex marido sin anillos, declara no recordar si los tenía puestos durante cada uno de aquellos múltiples episodios en que habría terminado pegándole tantas piñas en la cara hasta perder la cuenta. En ambos casos, es el pueblo, sin dudas (en este caso, un jurado compuesto mayoritariamente por hombres), el que tuvo la última palabra; en el Reino Unido, un juez había encontrado a Depp culpable de abuso doméstico.
El cinematográfico interrogatorio que protagonizan Camille Vasquez, la abogada del actor, y Amber Heard quedará por siempre registrado como uno de los grandes momentos de la historia de Hollywood.
El cinematográfico interrogatorio que protagonizan la acusada y Camille Vasquez, la abogada del actor querellante, quedará por siempre registrado como uno de los grandes momentos de la historia de Hollywood. El ping-pong entre las dos mujeres es tan atrapante que parece escrito: la firmeza despiadada de Camille –“Entonces es el señor Depp tenía puestos anillos grandotes y aparatosos en los dedos en cada uno de los incidentes de abuso que usted describió frente a este jurado, ¿correcto?”– chocando contra el impudor implacable de Amber a la hora de fingir incomprensión: “Perdón, ¿cuál es la pregunta?”. Si bien es atendible la sospecha de un lobby mediático de la parte de Depp (o eso parecía indicar que tantos tiktokers convirtieran de la noche a la mañana en haters de su ex), lo cierto es que esta reciente y animada saga de pornografía de tribunal ha tenido el mérito de hacernos suspender por momentos el pacto de lectura que propone todo reality para entregarnos de lleno al vértigo de la compenetración en que nos sume de manera instantánea la cortina musical de Law & Order. En el estrado, sin ir más lejos, Johnny usa el adjetivo heinous para describir los crímenes de los que fue falsamente acusado.
Amber, villana fatal de pelo rubio y ojos claros, luciendo looks puritanos de estética judicial y unos peinados rígidos con severo spray, o asimétricos (de un lado recogido, del otro suelto) que parecían un testimonio mudo de su diagnóstico borderline. Camille Vazquez, justiciera latina, morocha de punta en blanco en su tailleur resplandeciente como una nube tocada por el sol, cuya inclemencia no conoció límites a la hora de desmontar las declaraciones de Amber. Para algunos funcional al patriarcado, la abogada no tuvo el menor prurito en demostrar que las mujeres saben cómo ejercer la crueldad cuando lo consideran necesario. La tercera de estas mujeres bravas es el fuera de campo más importante del juicio: Betty Sue Palmer, la madre bully de Johnny Depp, hoy muerta y más mala que una madrastra, cuyo maltrato físico y psicológico hacia su marido y su hijo erizó el corazón de los espectadores.
Tiempo de revancha
Para aquellos que acusan al #MeToo de ser un movimiento gordofóbico que sólo hace caer a los feos, el triunfo judicial de Johnny Depp fue leído como una revancha de los bad boys. Otros, aterrados frente a las esquirlas anárquicas del feminismo contemporáneo, ahora, gracias a Johnny, parecen respirar mejor. Pero también existen muchas mujeres aliviadas con el veredicto, que en silencio agradecen el bálsamo de sentir cierto equilibrio restablecido. Johnny, el Restaurador, sonríe por primera vez en seis años.
¿Qué significa esto para las verdaderas, numerosísimas, milenarias víctimas de abuso doméstico? Como el secreto mejor guardado de la humanidad es que perseguimos el éxito pero nuestro corazón está siempre con los que fracasan, después de su derrota la figura de Amber recibió al fin la compasión del público. Desde 1983 que una mujer no se veía obligada a contar su violación en el estrado. ¿Se puede juzgar su llanto sin lágrimas al hacerlo? ¿Se puede calificar su testimonio entrecortado por suspiros y muecas teatrales de mala actuación? Si su relato hubiera sido como el de Jodie Foster en Acusados, que le valió un Oscar, no hubiera habido memes ni bromas al respecto en TikTok. Pero la verosimilitud y la verdad no son sinónimos, de la misma forma que, como nos enseñó Camille Vasquez, hacer una donación no es lo mismo que prometerla. Quizá no sea necesario, en ocasión de Depp vs. Heard, dirimir la imposible polémica acerca de si es legítimo poner en duda el testimonio de una mujer que cuenta su abuso, sino distinguir dos cosas que parecen mezclarse en este caso judicial: la lucha feminista y la guerra de la pasión.
La primera busca justicia y reparación contra la desigualdad de género que rige al mundo desde hace demasiado tiempo. La segunda podría calificarse de destruction à deux, el baile macabro que degrada a todo amante prisionero de una pasión. Para Stendhal, el amor-pasión era el más violento de todos, porque convierte al enamorado en un enemigo de sus propios intereses. Denis de Rougemont propuso pensar que el mito del amor había sido inventado para salvarnos de la pasión, cuyo único vector vital es la pulsión de muerte. La neurociencia explica que cuando sentimos pasión amorosa liberamos una hormona semejante a la cocaína, y cuando sentimos amor, una que tiene los mismos efectos que la morfina. La primera acompaña un cuadro de dependencia y destrucción, la segunda uno de apego y armonía. Mirtha Legrand lo dijo hace años: “También existe el mal amor”. Barthes, leyendo a Werther, subraya: “Nosotros somos nuestros propios demonios, nos expulsamos a nosotros mismos del paraíso”.
El amor siempre es un problema para el feminismo. ¿Quién puede renunciar al amor?
El amor siempre es un problema para el feminismo. ¿Quién puede renunciar al amor? Después de militar en varios libros por la liberación de la mujer, la intelectual francesa Mona Chollet publicó Reinventar el amor, donde se pregunta cómo lidiar, desde el feminismo revolucionario, con la amenazante circunstancia de desear, e incluso amar, a un hombre. El camino contrario toma Alice Coffin, líder del feminismo integral y autora del desafiante trabajo titulado El genio lesbiano, que propone sin titubeos ni pruritos un mundo sin hombres. El paraíso de la misandria ha empezado hace poco a poblar las vidrieras de las librerías parisinas.
Hace dos años apareció en Nueva York la primera obra de arte #MeToo: una estatua de Medusa con la frente en alto, sosteniendo en una mano la cabeza de Perseo y en la otra la espada que acaba de decapitarlo todavía goteando sangre, frente al juzgado penal sobre Centre Street, donde se tratan los casos de violencia de género. La intención del artista, el argentino Luciano Garbati, no fue invertir el mito ni el modelo que toma de Benvenuto Cellini (el imponente Perseo de bronce que, con los ojos cerrados, pisa el cadáver desnudo y descuajeringado de Medusa mientras sostiene en alto la cabeza coronada de serpientes) sino volver visible a la persona detrás de la víctima. Mostrar que Medusa, antes de ser un monstruo, era una mujer. Porque todos sabemos que su pelo eran un montón de serpientes, que por dientes tenía colmillos de jabalí, que de sus ojos salían chispas y que con solo mirarte te convertía en piedra. Pero nadie conoce su pasado de bella ninfa, cuyo esplendor ponía en jaque hasta a la mismísima Atenea. Nadie sabe que una tarde Poseidón la violó en el templo de la diosa, y que este crimen, en lugar de compasión, despertó en la hija de Zeus un ataque de celos tan grande que le llenó la cabeza de víboras vivas, porque el pelo es todo.
En el origen del mal siempre hay un trauma. Medusa, como Cruella, antes de ser villana padeció un abuso perpetrado por otra mujer. Quizá el momento más cruel del interrogatorio de Camille Vasquez fue cuando le recordó a Amber la última pelea con su ex marido. Después de poner la otra mejilla para que su enamorada tóxica le pegara por segunda y luego por tercera vez, Johnny la agarró de los hombros y le dijo basta. “No vas a volver a ver mis ojos”, fueron sus palabras. Camille mete el dedo hasta el fondo de la llaga, y machaca: “Y cumplió su promesa, ¿no?” A pesar de haber compartido seis semanas en la misma sala, Depp no volvió a mirar a su ex mujer a los ojos. “No va a volver a mirarla, ¿no es así, señorita Heard?”. “No puede”, responde ella. No sabemos cuál será la historia detrás de la violencia de Heard, sólo que para Johnny es tan peligrosa como un destino de piedra.
El único argumento de la defensa que es importante discutir es el que intenta hacernos creer que existe la igualdad entre un hombre que le pega a una mujer y una mujer que le pega a un hombre.
El único argumento de la defensa que es importante discutir es el que intenta hacernos creer que existe la igualdad entre un hombre que le pega a una mujer y una mujer que le pega a un hombre. “¡No te pegué! Te sopapeé, dejá de decir que te pegué, no seas infantil, crecé de una puta vez”, se escucha en la sala la voz pendenciera de Amber. ¿Qué pasaría si fuera Johnny, y no Amber, quien hubiese dicho estas palabras? ¿Qué pensaríamos entonces?, fue la chicana de Camille. Un golpeador es un golpeador y una mujer que le pega una cachetada a un hombre es una valiente. La misma Amber lo sabe cuando, en uno de los tantos audios infames que se reprodujeron en este juicio, lamenta haberse degradado impartiéndole golpes caóticos a Depp en lugar de cruzarle la cara con una cachetada limpia. El posteo viral de Julia Fox lee: “¿Le pegó? Sí. ¿Fue abuso? No”.
Victoria Ocampo, que denunciaba la cultura de la violación cuando ni siquiera era considerada violación, que reivindicó la supremacía de la mujer sobre el hombre en la zona del deseo –asignándonos el derecho incontestable a ser ambiguas en la seducción y poder pasar del sí al no y del no al sí cuantas veces quisiéramos sin correr el menor riesgo de abuso– y nos alertó con preocupación, al ver a Marlon Brando en el cine, acerca del peligro de asimilar el deseo sexual al maltrato violento, sabía que hay circunstancias en las que un hombre sólo se instruye con un sopapo. Frente a la jirafa del zoológico, indignada por la diferencia entre la libertad sexual de los hombres y la castidad obligada de las mujeres, le dio vuelta la cara al hombre que más amó, su amante, Julián Martínez, que se había acostado hasta con Chanel. “Me debías esta virginidad”, le dijo con insuperable ingenio.
Las mujeres hemos sido sometidas, violadas y golpeadas como si fuera normal desde la noche de los tiempos. Recién ahora estamos empezando a tener poder. A tener un arma a disposición capaz de destruir a los hijos del rigor, e infundirles miedo. Las armas las carga el diablo, pero a veces es necesario poder disparar. Las menos las usarán mal, las más nos sentiremos por primera vez protegidas por la ley, y todos, como sociedad, trabajaremos para distinguir la paja del trigo. Como Victoria Ocampo, una de los mejores próceres que ha tenido este país, creo que hay ciertas autonomías que, por más peligrosas, le corresponden legítimamente a la mujer.
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