Cuando lo vi, hace dos semanas, recordé otro puñetazo en la mesa de un estudio de televisión. El 6 de septiembre de 2001 había sido Fernando De La Rúa quien había dado el golpe, en el programa de Mariano Grondona en Canal 9. “¡Ahí está!” aseguró el entonces presidente, con una energía impostada que no lo salvó de nada de lo que pasó después. No lo salvó a él ni nos salvó a nosotros de todo lo que vendría, del mismo modo que es probable que el golpe de Alfredo Casero en la mesa de Luis Majul, acompañado de su discurso encendido y reacciones desmedidas, tampoco vengan acompañadas de algo muy bueno.
La relación entre la calidad de la conversación pública y la democracia es directa. Por eso es que se hace necesario ampliar algunos debates y tener una mirada crítica sobre el papel que están jugando los actores más relevantes del espacio público. La democracia es un sistema que siempre está en crisis. Ese es su fundamento y su valor. Después de todo, no es más que un conjunto de costumbres, ritos, símbolos y leyes, absolutamente contingentes con el que las comunidades políticas tratan de administrar sus conflictos y tensiones. La cultura democrática es, en alguna medida, la historización de las maneras en que las distintas sociedades políticas modernas interpretan sus relaciones y organizan las porciones de poder social. Para hacer estas cosas bien, las sociedades democráticas tienen pocas herramientas más que la posibilidad de diálogo, y cuando ésta se rompe o se corrompe, las consecuencias van directo a menoscabar las posibilidades de mejorar la vida pública. Por eso, banalizar los resultados de una conversación pública activamente empobrecida no puede sino acabar mal.
Por eso, banalizar los resultados de una conversación pública activamente empobrecida no puede sino acabar mal.
Tanto el gesto kirchnerista de debatir por años el rol de los medios para terminar en una ley inútil (y en un intento vano por controlar la voz pública) como la glorificación del mohín caseriano para subirse al facilismo de criticar a la política y al Estado in toto, sin matices, lo que hacen es encapsular la cuestión, no tratarla con la complejidad que tiene y patear todo hacia adelante a la espera del próximo escándalo que habilite la indignación general y permita a las distintas fracciones medirse la temperatura espiritual.
Si bien esto viene de lejos y es generalizable a la totalidad de la sociedad, la particular declinación en la formación, en las intenciones por debatir y en la seriedad del periodismo y sus adyacencias en estas últimas dos décadas es un dato realmente llamativo. Es sugerente que en muchos casos se trata de la misma persona, que parece haber elegido intencionalmente un camino inverso de evolución. Si alguien tiene ganas de hacer el ejercicio, los invito a ver algunos episodios de Hora Clave, de Mariano Grondona, en los ’90 y la pendiente se les presentará en las narices de un modo revelador. En aquellos tiempos, en los que, dicho sea de paso, pensábamos que vivíamos en el mismísimo infierno, ministros, secretarios de Estado, legisladores e intelectuales hablaban sobre sus ideas y conversaban (incluso mentían descaradamente) entre ellos y con los periodistas (no existía aún la figura del panelista, hoy casi excluyente) de un modo en que hoy aparece como de ciencia ficción. Por caso, después del indulto que el gobierno peronista de Menem diera a los que el gobierno radical encarceló, los represores y los demás terroristas se pasearon por los programas de TV abierta y sus intervenciones eran confrontadas por los distintos elencos periodísticos. Aparecían allí matices, por cierto: no eran lo mismo Hadad y Longobardi que el joven Lanata o Claudio Uriarte, pero en todos los casos existía una búsqueda de comprender y, fundamentalmente, un respeto tácito hacia la audiencia que hoy resulta realmente imposible reconocer.
Superar al ‘círculo rojo’
No existe definición de democracia que no incluya como requisito el de la libertad de expresión y pensamiento, y más allá del peso que hoy puedan alcanzar las redes sociales con su consecuente ampliación, tanto positiva como negativa, del espectro de opiniones, no es posible escindir el trabajo de los periodistas y de los formadores de opinión de la forma que va adquiriendo la experiencia democrática. Por otro lado, las hipótesis de ningunear el círculo rojo por vía de su superación esotérica demostraron también su total ineficacia.
Tanto es así que es imposible no vincular en nuestro país el estado de las cosas con el estado de la conversación pública promovida, de un modo particular, por el periodismo y el establishment (sí, el establishment) de pensadores y políticos.
Las corporaciones periodística, intelectual y política se unieron para inventar una versión de Alberto Fernández que todos sabían era falsa.
En agosto de 2019 se organizó, en el sólido escenario del auditorio del MALBA, una teatralización perfecta para mostrar algo que todos sabían que no era así y a nadie pareció importarle. Las corporaciones periodística, intelectual y política se unieron para inventar una versión de Alberto Fernández que todos sabían era falsa. La idea de su supuesta moderación, el solapamiento de las diferencias con Cristina Kirchner, sus dotes de estadista y su perfil de nuevo presidente fueron presentados ante la opinión pública por un nutridísimo elenco, dejando de lado todas las aristas complejas del personaje y de la decisión política de Cristina Kirchner de entronizarlo.
Solapando verdades evidentes y evitando llegar a conclusiones muy simples, montaron una operación inicial que no fue inocente y que, claro, no puede ser inocua. Es imposible que no seamos peores después de semejante ejercicio de mendacidad. La idea de buscar el peronismo bueno viene desde lejos, y la idea del Alberto moderado que se despega de Cristina para hacer las cosas bien continúa hasta hoy y no solo por parte los medios cercanos al gobierno. Son los mismos medios y periodistas que lloraban por el hambre en 2019 con un asado a 270 pesos y ahora no logran conmoverse cuando cuesta 1200.
Son los mismos medios y periodistas que lloraban por el hambre en 2019 con un asado a 270 pesos y ahora no logran conmoverse cuando cuesta 1200.
Es el mismo dispositivo de medios y periodistas que instalaron la idea del hambre en la Argentina y que se rasgaban las vestiduras y lloraban en cámara porque el dólar tocaba un techo de más de 60 pesos y el riesgo país llegaba a 1800 puntos básicos. Hoy, con el dólar a más de 200 pesos y el riesgo país en casi 2000, todo desapareció de la pantalla. Con el caso Maldonado ocurrió lo mismo: el ecosistema tradicional de medios junto a intelectuales y a referentes de la cultura se subieron a la culpabilización automática sobre el gobierno y a criticar a las fuerzas de seguridad, pero cuando 55 peritos dijeron que el joven se había ahogado, ninguno de ellos revisó su posición ni sometió su propia percepción al ojo de la autocrítica.
Es ese mismo universo de opinión (conformado por los medios tradicionales, los analistas, los legitimadores externos del mundo intelectual y los activistas en las redes sociales) el que le organiza una tournée semanal a Javier Milei en la que le preguntan desde la relación con sus padres y sus mascotas hasta como resolver el problema del hambre en el mundo pero no le preguntan de qué vive, quién le paga si rifa su dieta, o porqué el no forma parte de la casta cuando es diputado nacional. O, lo que sería más interesante y sí se hace, por ejemplo, con los diputados de izquierda: consultarle en qué país del mundo se practica lo que él pregona.
El oficio de Jenny Pérez
Más allá de los sesgos ideológicos y partidarios, de lo que se trata es de hacer bien el trabajo para colaborar en que la conversación pública mejore en base a investigación, datos, sentido común, sensatez y espíritu crítico.
Si quieren un ejemplo contrario, tenemos que salir un poco. En la reciente gira europea del Presidente Fernández le tocó ir al piso de DW Español. Allí, la periodista chilena a cargo de la entrevista, Jenny Pérez, necesitó solo de 10 minutos para desacomodar a nuestro mandatario. ¿Cómo lo hizo? Sencillamente, usando algunos datos duros, elementos empíricos, repreguntando y usando el archivo del propio presidente, lo que en su caso resulta lapidario. Alberto Fernández tartamudeó tratando de justificar sus dichos sobre Rusia, no pudo explicar cómo y de qué manera llevaría adelante las relaciones con China y Europa y no tuvo más que balbuceos para intentar sostener la posibilidad de su reelección. Nada épico: solo un trabajo bien hecho que resulta en una audiencia que tiene más elementos de juicio y puede hacerse una idea más acabada del personaje.
El espectáculo es una cosa hermosa, pero si todo se espectaculariza estamos en problemas.
Volvamos al origen de esta columna. No soy ni psiquiatra ni productor de medios, pero no tengo muchas dificultades, y creo que nadie las tiene, para darme cuenta que si lo convocan a Alfredo Casero para hablar de algo que no sabe y que lo indigna de particular manera, son altas las chances de que las cosas terminen como terminaron. El espectáculo es una cosa hermosa, pero si todo se espectaculariza estamos en problemas. No saber distinguir entre una cosa y otra, no mensurar qué es lo importante y qué no lo es, es obra principalmente de la falta de formación y de las pocas ganas de hacer mejor el trabajo. Esto tiene enormes consecuencias que no se ven inmediatamente, pero la experiencia empeora y la democracia se hace cada vez más chiquita. El riesgo que entrañan los episodios como el de Casero y todo lo que sucedió después es que se obtura la posibilidad de discutir algo necesario y dejamos pasar la oportunidad de modificar para bien algunas cosas. Hacer de algo bueno algo malo no parece un gran negocio.
Finalmente, una línea para esa tediosa necesidad de embanderamiento. No hace falta que de todos los temas se construya una contienda moral o una cinchada espiritual. Tampoco es necesario expresarse sobre todo lo que pasa y no está mal tomarse un rato para pensar lo propio y, fundamentalmente, lo ajeno.
En su nota habitual en El País semanal del último domingo, Javier Cercas sostiene que, en la realidad, como en la literatura o el cine, la forma es el fondo y que una buena causa, mal defendida, puede convertirse en una mala. Y todos sabemos que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.
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