Córdoba nació de una desobediencia”, dice la escritora Cristina Bajo cuando intenta rastrear el origen de la rebeldía que se atribuye a los cordobeses. Por una especie de nacionalismo provinciano, los nacidos (o criados) en este pedazo de tierra eligen sentirse diferentes al resto de sus compatriotas. Es algo casi esencialista, como si ser de Córdoba otorgara rápidamente esa condición de rebelde, de diferente. No se trata de que los cordobeses sean cultos por ser de La Docta; tampoco tienen acabada formación en historia política ni son conocedores de la variada geografía provincial. Se trata de un orgullo bastante llano, un amor al terruño y a la idea del colectivo supuestamente rebelde que lo habita. Esa voluntad de ir contra la corriente, sin embargo, no se condensa en un único relato político. No hay una sola forma de ser cordobés, ni siquiera una sola narrativa que sirva para unificar una identidad política.
Casi con certeza la identidad de la provincia es una de las más homogéneas del país, incluso teniendo en su interior la diversidad regional propia de su convivencia entre la llanura pampeana, las sierras, la zona de traslasierra y el norte, todas un poco eclipsadas por una capital que concentra la mayoría de la población. Cada una de esas regiones tiene sus particularidades, su propia tradición, su cultura y sus formas, pero todas suscriben a esa identidad política común. Hay conflictos internos como en todos lados, pero ninguno capaz de alterar la pertenencia a un colectivo superior, que tampoco parece ser particularmente trabajado desde el poder. Se aprende en la calle, escuchando a los políticos, a los artistas, a los periodistas o a los deportistas. Por eso ser cordobés ha sido tan bien incorporado por personajes que llegaron desde otras tierras para terminar adoptados como propios.
Se aprende en la calle, escuchando a los políticos, a los artistas, a los periodistas o a los deportistas.
El debut en la historia de ese país en aspiraciones que se iniciaba con la Revolución de Mayo ya marcaba que acá se pensaba distinto: Córdoba fue el epicentro de la contrarrevolución de Mayo. Eso no evitaría que tuviera, en esos primeros años, a dos grandes figuras de la organización nacional y las rencillas contra el centralismo porteño, los generales Bustos y Paz. Esa manera de pendular hacia un lado u otro –entre federales y unitarios, por ejemplo– como manera de oponerse a los lineamientos que desde la nación reducen el peso de los pueblos del interior será una constante.
La Reforma Universitaria o el Cordobazo la ubicaron en un extremo del espectro ideológico, dos episodios de naturaleza muy distinta pero ambos reivindicados por el progresismo. Si el primero era más una renovación generacional de la élite dirigente de entonces (una revuelta de hijos contra padres, por ponerlo en una forma que roza lo errado), el segundo fue una muestra del movimiento organizado con una percepción clasista mucho más fuerte, con el rol de un sindicalismo combativo nucleado en la CGT de los Argentinos (en oposición a la posición oficial que llegaba desde Buenos Aires) y en unión con los estudiantes universitarios de activa vida política en los años en los que José Aricó reinterpretaba al marxismo desde Córdoba y contra la dirección porteña del Partido Comunista. El Cordobazo llegó para dinamitar las bases del gobierno que Onganía pretendía ejercer por tiempo indeterminado, empujándolo al fracaso en apenas unos meses.
Con un tanto menos de lustre que los dos episodios anteriores se encuentra el rol de la provincia en la Revolución Libertadora, que tiene poco que ver con alguna idea de progresismo, pero sí mucho con la idea de llevar la contra. Quizás ahí (y no tanto en la larga hegemonía radical del regreso de la democracia) reside el origen del mote de antiperonista que carga la provincia a los ojos de ciertos sectores que eligen las visiones maniqueas y simplistas de la historia. Que el proceso para derrocar a Perón haya comenzado en Córdoba tiene que ver con cuestiones no necesariamente vinculadas al apoyo popular que podría tener tal empresa, sino más bien con las dinámicas del Ejército por entonces.
Radicales y peronistas
Aunque se considera a Córdoba como una provincia francamente antiperonista, y contra todo lo que indica el sentido común extra-cordobés, el justicialismo lleva gobernando la provincia –bajo otra razón social– 22 años ininterrumpidos, que superan al período de 16 años que los radicales ocuparon la gobernación al regreso de la democracia. Incluso contando desde el nacimiento del peronismo, la provincia ha sido gobernada más tiempo por peronistas que por radicales, aunque los cordobeses –siempre rebeldes– se pasaron unos 24 años bajo intervenciones federales de distintos colores políticos. Peronistas, radicales o militares, todos encontraron excusas para decidir desde Buenos Aires quiénes tenían que mandar en Córdoba, aumentando el recelo o la desconfianza desde esa periferia con aspiraciones hacia el centro de gravitación de la política nacional.
La alternancia política en tiempos cortos no parece ser la norma, pero sí existen variantes locales de los grandes partidos políticos nacionales que difieren de las líneas que se ven en el resto de Argentina, como el peronismo más institucionalista y el radicalismo con más raigambre popular del país. Aunque esta afirmación sea un tanto exagerada, el hecho de que el actual gobernador no quiera reformar la constitución provincial para presentarse a un nuevo mandato, pese a tener los números para que lo habilite la legislatura y a que tiene una de las imágenes positivas más altas del país, es una señal de que los cordobeses –sin importar el partido– aprendieron algo del fallido tercer mandato de Eduardo Angeloz, el radical que quiso ser presidente en las elecciones de 1989.
Por otra parte, la vocación de poder del radicalismo cordobés lo empuja a prácticas que, en otras latitudes, serían rápidamente identificadas con el peronismo. Vale recordar que el primer rechazo a la unidad de Juntos por el Cambio partió desde Córdoba, donde algunos políticos –bien o mal, eso dependerá del balance interno– se opusieron al dedo que desde Buenos Aires pretendía digitar candidaturas según las encuestas que ocultan el laborioso trabajo de los militantes en el territorio.
Algunos arriesgan la hipótesis de que esas similitudes entre radicalismo y peronismo hacen que exista en los hechos solamente un partido.
Algunos arriesgan la hipótesis de que esas similitudes entre radicalismo y peronismo hacen que en Córdoba exista en los hechos solamente un partido, que las más de las veces elige repartirse el poder, asegurando una convivencia bastante armónica. Tal vez esa antinomia con el puerto haga pesar más las coincidencias que las diferencias entre los políticos cordobeses. Esa forma de encarar la política hace que muchas veces parezca que hay menos polarización que en la discusión nacional, como si las pautas de acuerdo interno fueran más fuertes que la voluntad de apalancarse en los gobiernos nacionales para alcanzar victorias electorales contra el establishment político.
Si repasamos un poco la tensión radical-peronista desde 1983, Angeloz era el candidato liberal en 1989, pero no propuso una serie de privatizaciones masivas en su gestión provincial. Su sucesor, el también radical Mestre, se mantuvo en la misma línea. El peronismo triunfante en las elecciones de 1999 impuso las reformas del Estado que ya se mostraban casi fuera de moda para el discurso político nacional en esos primeros años de los 2000, pero que se sostuvieron incluso después de la crisis de 2001. Pese a ello, el Estado se mantuvo siempre como un actor central de la vida económica y social de la provincia, con planes sociales vinculados al trabajo o a la capacitación de mano de obra que se relacionan directamente con el peso que tiene el sector privado en el funcionamiento político y económico de la provincia. Es de esa época que datan las primeras políticas para hacer de la provincia un polo tecnológico e informático, una complejización de una matriz productiva en la que ya se destacaban el campo y la industria.
Kirchnerismo y macrismo
Tal vez por esa extraña alquimia política resulta tan difícil clasificar a Córdoba, confundiendo a los que la miran desde lejos (y también, por qué no, a los que lo hacemos desde adentro). Es bastión del anti-kirchnerismo, lo que empujó a algunos a creer que su capital es una especie de La Matanza macrista, cuando la realidad de las internas del año pasado marcó que perdieron todos los candidatos que apadrinó el ex presidente, pero también los que se opusieron a su estrategia en 2019. El cordobés vota como le parece en cada elección, sin más ismos que el “cordobesismo”.
Esto último, por supuesto, es una chicana menor. Antes de querer posicionar el “cordobesismo”, Córdoba ya era “la isla”, la forma en la que el mencionado Angeloz quiso exportar su modelo. El cordobesismo fue la marca con la que De la Sota quiso vender su peronismo alternativo al ganar la elección a gobernador de 2011, pero con críticas que morigeró cuando quedó claro –entre las PASO y las generales del mismo año– que la reelección de la ex presidenta Cristina Fernández era un hecho inevitable que iba a eclipsar a la lista del peronismo local. Fue un esbozo de tercera vía tratando de saltar una polarización que todavía no era tan evidente.
Aquel primer cordobesismo renació en 2013, cuando en julio el Gobernador anunció que iría a la Justicia por la deuda que la Nación tenía con la provincia, diciendo en una cadena provincial que con el kirchnerismo no se podía dialogar y casi pidiendo que la gente vote a cualquier partido menos al Frente para la Victoria. En diciembre de 2013 llegó el motín policial, la negativa a enviar a la Gendarmería a resolver los saqueos, la célebre respuesta de la presidenta a Capitanich (“que los cordobeses se cocinen en su propia salsa”) y el fin de cualquier ilusión kirchnerista de hacerse alguna vez con el poder en la provincia.
Aquella noche de motos, tiros y barbarie quedó en la memoria de los cordobeses, que eligieron abrazar un duro consenso anti-kirchnerista antes que cualquier otra bandera política.
Aquella noche de motos, tiros y barbarie quedó en la memoria de los cordobeses, que eligieron abrazar un duro consenso anti-kirchnerista antes que cualquier otra bandera política. “Córdoba se sometió a un partido vecinalista porteño”, dicen algunos kirchneristas que desde la comodidad de la city porteña no sintieron el miedo real de ver con la velocidad con la que el estado de naturaleza hobbesiano arrastraba todos los signos de civilidad que se relativizaron aquella noche. El desamparo vivido en aquella ocasión le puso un techo claro al kirchnerismo y le subió el piso a cualquiera que llegara con la promesa de sepultarlo, de ahí la excelente performance de la oposición a partir de 2015.
¿Exportar el modelo?
Pese a esa histórica vocación de protagonismo, Córdoba se ha visto empañada por su incapacidad de contagiar su modelo más allá de sus fronteras. Puede ser la primera voz en alzarse contra lo que manda Buenos Aires, pero se le ha complicado contagiar al resto. Quizás está demasiado cerca del puerto para los que quieren construir poder desde el interior profundo –en general el peronismo– y demasiado tierra adentro para los que le dan la espalda a las provincias una vez que llegan a la Rosada, la mayoría de las veces el polo antiperonista.
Tal vez la actual anomalía histórica de un peronismo para el que solamente existe esa ficción del AMBA genere las condiciones para que Córdoba irradie su modelo peronista y anti-kirchnerista desde el interior hacia el resto del país, aunque eso no pareciera estar en la cabeza del gobernador de la provincia, acaso el único que podría hacerlo. La relativa unidad del campo tras la crisis de 2008 y la identificación de ese sector con la oposición al kirchnerismo le dan a la provincia la posibilidad de ganar protagonismo en la oposición a un centralismo que hace languidecer a las economías regionales por el capricho de defender ciertos acuerdos políticos y privilegiar intereses que revelan la profunda mediocridad de la gestión nacional.
En esa incapacidad de erigirse como protagonista la provincia vuelve a pisar con sus pies de barro.
En esa incapacidad de erigirse como protagonista la provincia vuelve a pisar con sus pies de barro, demostrando que tiene una identidad clara, una voluntad opositora a lo que se decide desde el gobierno central, una idea acabada de lo que debería hacer el Estado y de cómo se deberían comportar los partidos políticos, pero que, sin embargo, tiene una profunda incapacidad para exportar su modelo, más por una falta de voluntad provinciana que por factores externos o de marginación política.
Se pueden arriesgar hipótesis sobre los motivos por los cuales Córdoba no sabe, no puede o no quiere avanzar un paso más allá de la mera oposición a lo que señalan los distintos gobiernos nacionales, pero seguramente serían todos incompletos. Hubo en el pasado momentos en los que se convirtió en pieza clave de la política nacional, pero parecen haber quedado guardados en los libros de historia. Tal vez en aquello de ser un espacio de contacto entre distintas visiones de país, del desarrollo, la historia o la política también se encuentra la razón por la cual su clara identidad política opositora es eclipsada por un voluntarismo inocente que revela una fatal incapacidad para establecer los acuerdos necesarios para exportarla. Pese a esa falta de personalidad para proponer y difundir un modelo propio, en el corazón del país se erige una provincia que plantea desde siempre el nunca menospreciable mérito de desafiar abiertamente al centralismo de un gobierno que reside en Buenos Aires. Aunque eso es fácilmente reconocible, las contradicciones y complejidades de Córdoba hacen que la provincia permanezca –a los ojos de todos los que intentamos explicarla– como un enigma mediterráneo que sigue sin poder ser descifrado.
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