LEO ACHILLI
Domingo

Una secta en el quinto piso

El libro de Juan Carlos Torre es injusto con el radicalismo y con el propio Alfonsín, en parte porque tiene una visión de laboratorio que ignora las complejidades políticas de la época.

Políticamente, lo mejor de Diario de una temporada en el quinto piso, de Juan Carlos Torre, son sus tres páginas finales, una columna titulada “Los muertos del FMI no votan”, que su brillante autor escribió en Clarín en marzo de 1989 cuando ya no estaba en el gobierno de Raúl Alfonsín. Al lamentar que dejaban sus lugares en el gobierno norteamericano Paul Volcker y James Baker, para ser reemplazados por posibles halcones, Torre estaba desnudando, quizás sin advertirlo, el corazón de nuestros problemas.

Ese corazón es la dependencia, ese estado que para los radicales debe ser un instante de tránsito entre la sumisión y la soberanía. Y que se resuelve no sólo con voluntad sino con la inteligencia política que incluye los mejores saberes y sus aplicaciones. Un desafío también para estos tiempos que, como aquellos, son de cambio de paradigma. Con Torre creemos que el mercado no resuelve lo esencial, porque carece de horizonte temporal y social, y que el Estado, como ahora, sólo tiene un destino de ambulancia.

Las otras 532 páginas del libro sirven más a la teoría de la decisión, con sus componentes psicológicos incluidos, que a la historia económica y a la política. Su formato de diario evidencia los cambios de climas y entornos propios de seis años tan singulares de nuestro país.

El quinto piso del título es la sede del Ministerio de Economía, a donde descendió “el equipo” desde el séptimo, donde estaba la Secretaría de Planificación. “El equipo” es un sujeto político singular de esta historia. En gran parte del libro parece ser más una muy buena unidad de consultoría y asistencia técnica, en vez de la cabeza del gabinete económico y parte de uno más amplio: el gabinete nacional liderado por Raúl Alfonsín. Esta condición se va perdiendo a medida que avanza la historia. Al final termina involucrado de lleno en la gestión en toda su dimensión política.

Los radicales, debo asumirlo, desde el primero hasta el último día teníamos como principal misión la reconstrucción democrática.

Los radicales, debo asumirlo, desde el primero hasta el último día teníamos como principal misión la reconstrucción democrática y que la Argentina viviera en libertad plena, con justicia, sin censuras y sin condicionamientos ni proscripciones luego de los ciclos de golpes de Estado iniciados en 1930, del terrible fracaso de Perón en los ‘70, de la violencia política, de la dictadura militar, del terrorismo de Estado y de la derrota en Malvinas. Fuimos exitosos. Para eso necesitábamos del alineamiento de todos los factores gubernamentales.

Este libro parece escrito por un outsider, en lugar de por alguien que fue subsecretario de Estado y había regresado al país en febrero de 1982, luego de los cinco años más crueles de la historia argentina en los que tuvo, también como nosotros, una gran formación académica. Juan Carlos Torre estuvo desde el principio hasta casi el final del Gobierno, a pesar de la altísima rotación de funcionarios, casi todos del “partido de hombres grises y provincianos, en los que sus virtudes son sospechosamente la contrapartida de sus limitaciones”, tal y como califica en el libro a los hombres y mujeres del partido del gobierno que luego integraría.

Torre va al hueso, a veces hasta la descalificación por el ridículo, contra líderes de la UCR que llegaron al Gobierno luego de una lucha muy dura contra las dictaduras y en un mundo en crisis de paradigmas. Estos líderes fueron valientes y patriotas y varios de ellos habían tenido un pasaje exitoso como funcionarios en la eficaz presidencia de Arturo Illia.

Torre va al hueso, a veces hasta la descalificación por el ridículo, contra líderes de la UCR que llegaron al Gobierno luego de una lucha muy dura contra las dictaduras.

El libro ignora datos como que la UCR venía de un período de prohibición de existir, de toma militar de sus locales, de intervención de las universidades y de persecución política con los efectos negativos imaginables en la formación de sus cuadros. Concede, sí, el impacto del salto de la generación del gobierno de Illia con la nuestra. Lo que desconoce es el carácter político que tenía nuestra relación y el rol que tuvo la agrupación universitaria Franja Morada: la Franja cumplió y cumple un papel muy importante para la formación y para romper el carácter cerrado con el que el autor caracteriza a la UCR.

Por otra parte, reconoce que por su “factura” el libro puede tener olvidos esenciales. “Entre los acontecimientos que registro están aquellos en los que participo y además están los que conozco a través de las confidencias de los miembros del equipo económico”, explica al comienzo. A esa parcialidad se suma la desconsideración de áreas específicas del ministerio que lideraban: Comercio Interior y Exterior, Industria, Agricultura, Minería y Pesca. Era inherente a “el equipo” la subestimación de la economía real. Una de las debilidades del Plan Austral fue no darle la dimensión que requieren estos frentes con sus políticas particulares, lo que subraya su perspectiva: así fue más un plan de estabilización que de reformas más amplias. Este aspecto fue uno de los temas de disputa entre “el equipo” y “el partido”.

En mi opinión, su carácter academicista lo llevó a una posición insular cuyo efecto positivo fue no contaminarse con las contradicciones de la política. Pero con un costo alto: el desgaste partidario y presidencial por la transferencia de responsabilidades. Todo lo tenía que decidir Alfonsín. Cuando mucho, “el equipo” recomendaba.

En mi opinión, su carácter academicista lo llevó a una posición insular cuyo efecto positivo fue no contaminarse con las contradicciones de la política. Pero con un costo alto.

Esta neutralidad incluyó, por ejemplo, a las fricciones entre áreas del propio ministerio como las comentadas en el libro entre Comercio y Agricultura; o en otras como con Cancillería, en el preciso momento en el que nos aprestábamos a eliminar restricciones arancelarias y no arancelarias mediante negociaciones en beneficio de nuestras exportaciones. Tal neutralidad fue ideológicamente más extraña y dramática en ocasión del debate entre el Ministerio de Economía con el Banco Central por el ahorro forzoso a las empresas beneficiadas por la nacionalización de sus deudas (que se hizo durante la dictadura militar) que el libro narra pero sobre el cual no toma posición.

La verdad sobre Parque Norte

Su método es el de un diario propio del Papa Gregorio XIII, quien en 1582 dejó sin cumpleaños a los nacidos entre el 4 y el 15 de octubre para ajustar el desfase a la traslación de la Tierra para un nuevo calendario. El libro narra el 29 de noviembre de 1985: una buena descripción de la cuestión sindical en la que el autor se luce. El libro narra también el 1ro de diciembre de 1985: el discurso de Parque Norte. Pero el libro omite el día intermedio, el 30 de noviembre de 1985: la firma del Acta de Iguazú por parte de los presidentes Alfonsín y José Sarney (Brasil) que inició el desmonte de las confrontaciones comerciales bilaterales y puso en marcha nada menos que el proceso del Mercosur, una bandera del radicalismo desde entonces y para siempre.

El tratamiento específico del discurso de Parque Norte está referido de modo incorrecto a lo realmente sucedido, y disminuye al mínimo el rol de Alfonsín en la elaboración del sentido y la oportunidad de la iniciativa y en la redacción del discurso. Las cosas no fueron de ningún modo como se cuentan en el libro. No sólo porque se equivoca la circunstancia del discurso (dice que fue para “un recinto de masas” y en realidad fue nada menos que en el plenario del Comité Nacional de la UCR), sino porque no subraya su importancia estratégica y política de lo que se afirmaba para el futuro del Gobierno y del país.

Mercosur y Parque Norte (concertación para la democracia, modernización y ética de la solidaridad) eran dos de los tres propósitos de Alfonsín para aprovechar el triunfo electoral de las elecciones legislativas de 1985. El tercero fue el traslado de la capital a la Patagonia, que en el libro merece una atención particular desde una perspectiva fiscalista, en puja con la de Alfonsín, que buscaba alternativas al “no se puede”. Como, de acuerdo al libro, Alain Touraine le sugirió al autor y sus colegas, Alfonsín creía, y nosotros también, que hacía falta una misión superadora más allá de lo fiscal y lo monetario. La estabilidad y sus efectos logrados por el Plan Austral debían ser repotenciados por desafíos de modernización y de encaminar a la Argentina a la misión colectiva del desarrollo.

La estabilidad y sus efectos logrados por el Plan Austral debían ser repotenciados por desafíos de modernización.

El libro asume las limitaciones de los testimonios en primera persona con los que el autor documenta. Algunos no tienen nada que ver con la realidad porque a partir de premisas falsas el libro llega necesariamente a conclusiones incorrectas. Como ejemplo traigo un caso en el que soy directo protagonista. Dice el texto:

En eso estábamos [el equipo del quinto piso especulando políticamente] cuando, por la tarde, vino Ricardo Campero y aprovechó la ocasión para pasar un mensaje. Comentó que ellos (y por ellos había que entender al sector de Renovación y Cambio de la UCR) habían logrado frenar esta mañana la publicación en La Nación y Clarín de una noticia en la que se informaba que un sector del partido se levantaba en rebeldía contra Alfonsín y proponía, como alternativa a Grinspun, el nombramiento de Juan Sourrouille en el Ministerio de Economía. Creo que vino a pasar un mensaje porque quedó claro que ese gesto de buena voluntad, la decisión de parar la noticia, si es que la decisión existió, para todos nosotros no era otra cosa que una advertencia de los fieles a Grinspun, los hombres de Renovación y Cambio, aconsejando a Juan que se alejara de las disputas dentro del Gobierno y abandonara toda ilusión de ser alternativa a la actual condición económica. Los comentarios de Campero acentuaron el malestar que reinaba en la Secretaría de Planificación.

Lo que ocurrió, en realidad, es que después de un encuentro en el salón VIP del aeropuerto de Pajas Blancas en Córdoba con Domingo Cavallo, promovida por Jorge Caminotti –un amigo mío, alto funcionario del gobierno de Eduardo Angeloz y ambos (Cavallo y Caminotti), de la Fundación Mediterránea–, salí convencido de que había una operación para copar el Gobierno, aupados en la crisis, para que Alfonsín reine pero no gobierne.

A Sourrouille le aconsejé que se cuidara de los operativos de prensa que lo iban a utilizar y que debía preservarse. Que el subsecretario de Asuntos Institucionales, 35 años después autor del libro, haya tenido otras expectativas, desde la ansiedad de bajar del séptimo al quinto piso es otra cosa. Y lo lamento. Tenían conmigo una relación para la consulta. Asumo que ese sectarismo de considerarse la única alternativa en marcha a Grinspun no sólo fue de una gran ingenuidad política, sino también de una imponente soberbia. Sectarismos y soberbia son datos a incluir en mi análisis.

Era como si sintieran en peligro su camino al quinto piso. Por eso fue de una gran irresponsabilidad involucrar a Grinspun al frente de una campaña de desprestigio contra Juan Sourrouille, acudiendo a citas de fuentes reaccionarias.

Otro dato del reduccionismo para la historia económica es el limitado “inventario” que hace el libro de la crisis que heredamos. Los de “el equipo” aún hoy asumen la letalidad de la deuda pero ignoran la del estado del comercio internacional y su repercusión en nuestras producciones. El comercio mundial cayó en 1982 por primera vez desde la Guerra de Corea y a nosotros nos pegaba aún más por el proteccionismo y los subsidios del entonces Mercado Común Europeo. Los países acreedores externos (con una tasa LIBOR del 14%) nos pedían lo que no nos dejaban. Agréguese a ello la contracción del mercado latinoamericano, que era el destino principal de nuestras exportaciones industriales. También era notable el impresionante deterioro de los términos del intercambio y el incumplimiento de los acuerdos que nos vincularon con la Unión Soviética, nuestro principal cliente, y los países de su órbita. Ya estaba en proceso el derrumbe del mundo construido desde la Revolución Rusa.

Otro dato del reduccionismo para la historia económica es el limitado “inventario” que hace el libro de la crisis que heredamos.

A las insuficiencias metodológicas añado los prejuicios políticos. Es palpable la incidencia de Guido Di Tella, un antirradical desde su pertenencia demócrata cristiana. Di Tella consideraba a la UCR como un obstáculo al progreso. Torre nos dice que con él tenía “una relación de larga data por haber sido miembros (con otros del equipo) del Instituto Di Tella” y le da una desproporcionada relevancia a sus declaraciones cuando Alfonsín designó a Sourrouille ministro de Economía: “Albricias, por fin en Economía Alfonsín pegó una. Sourrouille es un tecnócrata de primer nivel (…) A todo Mitterrand le llega su Fabius y a todo Alfonsín su Sourrouille. No sé si nuestro Mitterrand se da cuenta plenamente de lo que ha hecho. Pero nuestro Fabius parece bueno”.

Guido Di Tella fue un personaje central en la desestabilización del gobierno de Alfonsín en los acontecimientos de 1989. Cuando ya habían ganado las elecciones presidenciales, y cuando había sido anunciado como secretario de Economía en el gabinete económico de Bunge & Born, su amenaza de un “dólar recontraalto” tuvo un nefasto impacto económico, social e institucional. Fue parte de una campaña para poner de rodillas a Raúl Alfonsín y al radicalismo. Di Tella no asumió como secretario sino, después, como canciller: el de las “relaciones carnales” con Estados Unidos y los ositos de peluche con los habitantes de las Islas Malvinas. Por eso, también, el libro parcializa el relato de la operación de Domingo Cavallo en Estados Unidos para que no se le preste a la Argentina durante la crisis de 1989 ni siquiera en las condiciones de renovación usuales. El libro se refiere sólo a este sabotaje, que tiene con los ignorados dichos de Di Tella la relación de un cuerpo con su sombra.

¿Existe la UCR?

El autor asume desde sus inicios una perspectiva psicológica que la política no se permite. Refiere a estados de angustia por “la soledad que acompañaba el esfuerzo del equipo económico. No pocas de ellas deben mucho a la insatisfacción que me producía contemplar las limitaciones del partido radical en el Gobierno”. Y después insiste: “Los radicales no han podido sustraerse a un hecho ya conocido: el partido como comité electoral que se desmantela cuando finalizan las elecciones y los hombres van al gobierno. Con excepción de las personas con responsabilidad de gobierno, el partido no existe”. A pesar de esta afirmación, luego el libro reconoce la existencia del partido, entre ellos una declaración del Comité Nacional que, según el autor, tiene un alto porcentaje de su autoría. En varios pasajes se esfuerza por recordar sus aportes a distintos discursos y documentos del Gobierno. ¿Cuál es la necesidad de esta recurrencia en algo que es normal y habitual en todos los gobiernos del mundo de todas las épocas? En lo referido a ciencia y tecnología, los discursos del Presidente contaban con el asesoramiento y la escritura de Manuel Sadosky, quien nunca subrayó el origen de las autorías. Y así en todas las áreas.

La descripción que hace del radicalismo como partido es equivocada e injusta. Lo mira como a uno europeo sin cotejarlo con ningún partido político argentino, salvo una comparación inconducente con el peronismo.

También ignora que la Convención Nacional de la UCR decidió que el Presidente de la Nación sea el presidente del Comité Nacional. Y que se levantó la incompatibilidad (de acuerdo a lo que dice nuestra Carta Orgánica) de que los funcionarios sean miembros del máximo órgano partidario. Así, nos vimos siempre enfrentados al debate. La lealtad del radicalismo y de los radicales con “el equipo” fue inconmensurable en las circunstancias de entonces. El propio Eduardo Angeloz pidió disculpas por el pedido de renuncia a Sourrouille, cosa que el libro no debió ignorar.

El propio Eduardo Angeloz pidió disculpas por el pedido de renuncia a Sourrouille, cosa que el libro no debió ignorar.

Del debate radical salieron iniciativas desconsideradas en el quinto piso que para nada habrían alterado el resultado final pero sí estimulado al progresismo para la batalla cultural de los ’90 frente al auge del neoliberalismo y la confusión ideológica desde las iniciativas de Reagan y Thatcher, sobre todo en la socialdemocracia y en los populismos. Con un dato estratégico significativo apuntado por la Convención de julio de 1983: entonces se señalaba que la crisis abarcaba a los países grandes y chicos, a los capitalistas y comunistas y a los del norte y el sur. Pero mientras los países como el nuestro se hundían, los desarrollados resurgían revalorizando sus producciones a partir del cambio tecnológico, ampliando la brecha y las condiciones de la relación centro-periferia. Sobre esta simultaneidad escuchamos bastante con Sourrouille las advertencias de Raul Prebisch, quien era asesor presidencial. Esta enseñanza tiene mucha actualidad: a las crisis se las enfrenta también con cambios que surgen de los nuevos paradigmas tecnoproductivos y de la modernización tecnológica.

De cualquier modo, en no pocos casos nuestros deseos de cambio eran más débiles que nuestros temores, no obstante nuestras convicciones. La lucha “en defensa del patrimonio nacional” tenía una inercia que nos hizo perder, varias veces, la perspectiva de que muchas empresas del Estado habían sido colonizadas por la trama corrupta de la dictadura cívico-militar. Con esa consideración y el rol de la CGT y las corporaciones formadas alrededor de las mismas, asumo como muy importante la parte del libro referida a la reforma del Estado. Así como también la ingenuidad de suponer que con la argucia del “tercer movimiento histórico” íbamos a sortear tamaños obstáculos. Esas cosas formaban parte del debate partidario.

El teorema de De Pablo

Un buen asistente terapéutico para el libro es el que denomina el “teorema de las lealtades escalonadas propuesto por Juan Carlos De Pablo” y lo usaré para su contrario para esclarecer los dilemas de entonces. El libro dice:

Sommer [uno del equipo] llega a la oficina por la mañana y ve sobre la mesa los datos de la situación económica y concluye: esto es un desastre, hay que irse; luego va y plantea su conclusión a Canitrot, que frente a escenario semejante también concluye hay que irse. Canitrot se dirige entonces a la oficina de Sourrouille para alertarlo sobre la gravedad de los problemas y a la vez a recomendar; tenemos que irnos. Juan toma nota de este estado de cosas y también razona: es verdad, no nos queda otra alternativa que irnos, y se dirige a ver a Alfonsín para comunicarle la renuncia del equipo económico. Pero Alfonsín lo interrumpe a Juan y le dice ‘cómo me va a abandonar Juan’. Y Juan, entonces, da marcha atrás, vuelve sobre sus pasos, retoma su lugar en la cámara de torturas y con él también lo hace cada uno de los miembros de su equipo.

Un ejercicio al revés: en el gabinete económico se diseñó un modelo de apertura de la economía financiando la promoción de exportaciones con un título bursátil proveniente de tributos de importaciones prohibidas o restringidas que ahora se liberaban. Se había logrado el visto bueno de Raúl Prebisch, Marcelo Diamand, técnicos del Banco Mundial y del equipo de Saburo Okita. También del presidente Alfonsín, por supuesto, y de los principales líderes del partido, especialmente los gobernadores radicales. El argumento era que había que salir de un esquema de sustitución de importaciones a ultranza y reemplazarlo por otro que compatibilizara las mismas con la expansión de las exportaciones y mejorara la competitividad. En línea con la Ley de Promoción de Exportaciones que habíamos enviado al Congreso en el mismo diciembre de 1983, donde poníamos en valor el conocimiento y la regionalidad. El conocimiento como clave estratégica fue una constante de la parte radical de la gestión.

Entonces José Luis Machinea –negociador principal con el FMI– nos dijo que ese régimen no podía ser porque el Fondo observaba que el título podría ser indicativo de un nuevo tipo de cambio. Sin chistar hubo violín en bolsa radical y presidencial y a otra cosa, aun las expectativas innovadoras del Presidente de la Nación. A nadie se le ocurrió renunciar.

Es en el contexto post-Malvinas del país en el que el mal llamado teorema debe ser resuelto. Como una categoría política. En nuestro caso con la consideración de que para el radicalismo la dependencia era, como ya dije, un estado de tránsito entre la sumisión y la soberanía. Siempre consideramos a José Luis Machinea como idóneo y patriota.

Cuál concertación

Una enseñanza de la experiencia de gobierno y de los asuntos que se pueden debatir a partir de los aportes del libro es que nuestra sociedad es consciente de que hace falta un acuerdo o gran concertación y que no sabemos hacerla, inclusive en los detalles técnicos que hacen más a la teoría que a la acción política. Parque Norte estuvo al alcance de la mano. Lo evitó el peronismo liderado por José Luis Manzano. Para nosotros la concertación que vale es la de explicitar acuerdos sobre soluciones a problemas centrales que tienen un alto costo político.

Otro saldo es el del valor de la política, que pudo evitar durante casi seis años la hiperinflación, que sigue siendo el huevo de la serpiente desde los hundimientos de Perón y de los militares. Igualmente, que la deuda era impagable y el mismo FMI no sabía qué hacer con ella.

El libro podría sorprendernos con que el Plan Austral “fracasó” por culpa de Alfonsín, por no superar las limitaciones de su partido. No insinúa ni mínimamente que por las condiciones de la Argentina de posguerra y las circunstancias económicas internacionales ninguna política podría haber tenido éxito. Hasta el propio Juan Alemann, exsecretario de Hacienda de la dictadura y prohombre del establishment, supo decir, en una nota en Clarín en marzo de 1983, que “el próximo gobierno estará tan inhibido para actuar que, virtualmente, estará condenado al fracaso”.

Desde el inicio del Gobierno de Alfonsín estuvo la amenaza de la hiperinflación. La evitó la política.

Desde el inicio del Gobierno estuvo la amenaza de la hiperinflación. La evitó la política. No es casual que finalmente haya ocurrido después la derrota electoral del ‘89. Sobrevivientes de “el equipo” balbucean que en aquellas condiciones no se podía resolver nada. Obviamente no se asume, sino al final, en comparación con Venezuela, la obligación de Alfonsín de atender todos los frentes, que el país no se pulverice, que no corra riesgo la democracia y que se goce de libertad plena e instituciones sólidas como no había ocurrido desde la década del ’30.

Publicación tardía

No tengo la menor idea de por qué Juan Sourrouille desaconsejó la publicación de este libro hasta las vísperas de su muerte. Se trata del primer secretario de Planificación y luego ministro de Economía y de la confianza más íntima del presidente Alfonsín durante y después del Gobierno. Un gran funcionario, además de un buen ministro en una de las áreas más sensibles y quizás la más compleja junto con la de Defensa.

Para mí la publicación debió haberse hecho antes, con muchos de los protagonistas vivos. Y nos interpela sobre dilemas éticos que privaron a lectores e historiadores, esta vez sí, del testimonio, defensa y pareceres del presidente Alfonsín y personalidades castigadas en el libro, como Bernardo Grinspun, Roque Carranza, Conrado Storani, Alfredo Concepción, Dante Caputo, Enrique García Vázquez y Germán López. A todos ellos Torre no les dio la oportunidad de, como escribe él al comienzo de su libro, “poner las cartas sobre la mesa al hacer más visible el punto de vista de quien habla, describe, juzga”.

Por otra parte, políticamente nos privamos de sus datos, que habrían enriquecido el debate para la autocrítica que sí hizo la UCR. En ese debate participaron, entre otros, Mario Brodersohn y Roberto Frenkel, miembros de “el equipo”. La autocrítica es un camino del conocimiento político y en un colectivo tiene el valor de asumir los errores para no repetirlos. Algunos de aquel “equipo” integran hoy el radicalismo y forman parte, con otros expertos brillantes, de los recursos de la UCR para el país.

Resulta sugerente, finalmente, cómo se jibariza a nuestro gobierno, que fue también el del autor, diciendo que “el de Alfonsín [ha] sido un gobierno decente y respetuoso del juego político democrático”. Una valoración más amplia y mejor de Alfonsín tendrá el lector de la lectura de “Los muertos del FMI no votan”, el texto de Juan Carlos Torre incluido en el último anexo de su libro y que cito al principio de este artículo.

 

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Ricardo Campero

Secretario de Comercio (1983-1985) y embajador argentino ante la ALADI (1986-1989) durante el gobierno de Raúl Alfonsín.

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