Cada país tiene un sistema propio de designación y remoción de los jueces. Todos tienen ventajas y desventajas. El nuestro, derivado, como tantas cosas, de la Constitución de los Estados Unidos, era puramente político. Intervenían el Presidente y el Senado, para designar; y ambas cámaras del Congreso, para remover. La reforma constitucional de 1994 lo modificó parcialmente: creó el Consejo de la Magistratura para seleccionar “mediante concursos públicos los postulantes a las magistraturas inferiores” (lo que deja afuera sólo a la Corte Suprema). Luego de esos concursos, el Consejo debe emitir propuestas en ternas vinculantes al Poder Ejecutivo. Éste, por lo tanto, no puede, como antes, postular a quien quiera: su discrecionalidad está acotada a esas ternas. El Consejo tiene también otras funciones, pero en lo que ahora nos interesa basta con señalar esa.
El propósito de los constituyentes fue despolitizar parcialmente la designación y remoción de magistrados. Para cumplir ese objetivo, determinó que el Consejo de la Magistratura “será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley” (artículo 114, Constitución Nacional).
Lo que hubiera correspondido era que la propia Constitución determinara con precisión cómo debía integrarse el órgano que ella creaba, como hace, por ejemplo, la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires, que fija el número de nueve miembros, tres por el estamento político, tres por el judicial y tres por el de los abogados. En el caso de la Constitución Nacional no se trató de una mala técnica legislativa, sino lisa y llanamente de la falta de acuerdo en la Convención Constituyente. Lo que esta no pudo decidir, lo debería resolver el Congreso. El problema era que, entonces, la composición del Consejo queda librada al juego de las mayorías circunstanciales.
En el caso de la Constitución Nacional no se trató de una mala técnica legislativa, sino lisa y llanamente de la falta de acuerdo en la Convención Constituyente.
La primera ley que lo reglamentó tardó tres años en ser sancionada. No fue la ideal –si tal categoría existe–, porque le asignó más peso del debido al sector político, pero a la luz de la experiencia posterior resultó bastante razonable. La ley 24.937, de 1997, diseñó un Consejo de 20 miembros, presidido por el presidente de la Corte Suprema e integrado por ocho legisladores nacionales, cuatro representantes de los abogados de la matrícula federal, cuatro jueces del Poder Judicial de la Nación, un representante del Poder Ejecutivo y dos representantes del ámbito académico y científico.
Nueve años más tarde, en 2006, durante la presidencia de Néstor Kirchner y por iniciativa de su esposa, la senadora Cristina Fernández, el Congreso modificó la norma original. Fue una de las tres leyes que ese año desnudaron claramente, para los muchos distraídos de entonces, la vocación del kirchnerismo por concentrar el poder y debilitar los controles republicanos. Las otras fueron la que reguló el trámite y los efectos de la intervención del Congreso luego del dictado de DNUs, de un modo que facilita la legislación por decreto; y la que modificó la Ley de Administración Financiera para facultar al Jefe de Gabinete a reasignar partidas a su antojo.
Aquella nueva ley del Consejo, que es la que sigue rigiendo hoy, redujo el número de miembros a 13 y suprimió la presidencia en el presidente de la Corte. Se integra con seis legisladores, un representante del Poder Ejecutivo, tres jueces, dos abogados y un representante del ámbito académico y científico. De esta forma, el estamento político pasó a contar con siete de los trece miembros, un número superior al de los estamentos de jueces y abogados sumados. Ese fue el propósito de los impulsores de la iniciativa: que el poder político incrementara su participación en detrimento de los sectores profesionales.
Fue una de las tres leyes que en 2006 desnudaron claramente, para los muchos distraídos de entonces, la vocación del kirchnerismo por concentrar el poder.
No fue esa la última reforma legislativa. En 2012, durante la segunda presidencia de Cristina Kirchner, en el marco de un paquete de leyes que apuntaban, según el oficialismo, a la “democratización de la justicia”, el Congreso sancionó una ley que determinaba que la integración del Consejo se llevaría a cabo mediante elecciones en las que votaría toda la ciudadanía. Ahora la politización ya era total. Era en verdad una reforma constitucional encubierta porque no podía ni remotamente conciliarse con el texto del artículo 114 de la Constitución Nacional. En esa oportunidad, la Corte actuó con celeridad y, utilizando el per saltum incorporado poco antes por el Congreso con otros fines, determinó en el fallo “Rizzo” la inconstitucionalidad de los aspectos sustanciales de esa ley.
Mientras tanto, seguía su curso, a un ritmo que hubiera despertado la envidia del General Alais, el planteo de inconstitucionalidad de la ley de 2006 que había formulado el Colegio de Abogados de la Ciudad de Buenos Aires, con el patrocinio del constitucionalista Ricardo Ramírez Calvo. El fallo de la Corte Suprema dictado el jueves pone fin a ese largo peregrinaje. El proceso duró 15 años, nueve en las instancias inferiores y seis en la Corte, que finalmente declaró la inconstitucionalidad de la composición del consejo fijada por la ley del kirchnerismo.
Fundamento claro y simple
El fundamento es claro y simple, como lo era hace 15 años: la ley 26.080 no respeta el equilibrio entre estamentos dispuesto por el artículo 114 de la Constitución Nacional. En la declaración de inconstitucionalidad coinciden los cuatro jueces, pero Lorenzetti, en una disidencia parcial, discrepa en el punto crucial de cómo seguir una vez decidido que la composición actual es inconstitucional.
En el voto mayoritario de Rosatti, Rosenkrantz y Maqueda se hace hincapié, con relación al concepto de equilibrio, en la formulación que la Corte había delineado en “Rizzo”:
“Allí el Tribunal realizó un análisis minucioso del texto constitucional en cuestión, tomando en cuenta su sentido literal, los objetivos que persiguió la reforma constitucional de 1994 al incorporar el Consejo de la Magistratura a nuestro sistema, las expresiones del constituyente y, por último, el sentido que lógicamente debe deducirse del contexto constitucional en el que el texto está inserto. Sobre esas bases, este Tribunal concluyó que la norma constitucional busca mantener un ―equilibrio entre sectores de distinto origen sin que exista predominio de uno sobre otros. Es decir que ningún sector cuente con una cantidad de representantes que le permita ejercer una acción hegemónica respecto del conjunto o controlar por sí mismo al cuerpo‖ (considerando 25). El equilibrio, tal como lo ha entendido esta Corte, consiste entonces en la imposibilidad de que alguno de los cuatro estamentos pueda llevar adelante acciones hegemónicas o controlar al Consejo por sí y sin necesidad de consensos con otros estamentos”.
La Corte vuelve a descartar, entonces, que el equilibrio sea necesariamente la igualdad aritmética de los estamentos, para optar por un concepto que tiene en cuenta que ninguno de ellos pueda ejercer per se la hegemonía. Mediante ese argumento la Corte había rechazado en 2014 otro planteo de inconstitucionalidad de la ley en el fallo “Monner Sans”, porque allí la pretensión de la demanda era la igualdad de los tres sectores. La Corte se esfuerza en distinguir este caso del anterior. Para el lector no especializado, será una sutileza de difícil comprensión.
¿Cómo seguir?
Todos los jueces de la Corte coinciden en que la composición del Consejo determinada por la ley de 2006 es, por la falta de equilibrio entendido en el sentido indicado, inconstitucional. Pero, ¿cómo se sigue? Ahí divergen los caminos. La mayoría comienza con una exhortación al Congreso para que “en un plazo razonable” dicte una nueva ley del Consejo de la Magistratura. Llegados a este punto, quienes tenemos alguna familiaridad con estos fallos de alta sensibilidad política pensamos inmediatamente: ¡otra sentencia exhortativa! Es decir, otra mera recomendación, que no tendrá ninguna consecuencia práctica. Pero, a continuación, el voto desmiente nuestro escepticismo: “Hasta tanto esa ley sea dictada corresponde que en los puntos regidos por las normas declaradas inconstitucionales e inaplicables recobre plena vigencia el régimen previsto por la ley 24.937 y su correctiva 24.939”. Asimismo, otorga un plazo de 120 días corridos para que se instrumente la nueva composición, y resuelve que una vez transcurrido ese lapso sin que se haya concretado esa renovación los actos del Consejo serán nulos. En otras palabras, establece un plazo para la adecuación del Consejo a este fallo, pero también (lo que suele faltar en muchas sentencias) determina los efectos que tendrá la inacción del Congreso y de los demás órganos que deben contribuir a conformar el nuevo Consejo.
En su disidencia parcial, Lorenzetti, luego de abundar en consideraciones sobre el control judicial de constitucionalidad, que nadie en el expediente había controvertido, expresa que es imposible que el Poder Judicial haga revivir una ley ya derogada, con cita de Hans Kelsen: “Una norma cuya vigencia ya fue cancelada por otra norma derogatoria, sólo puede ser vuelta a su vigencia por medio de una norma que tiene el mismo contenido que la derogada”. Tampoco nadie discute que así es, pero el gran jurista austríaco se refería a la derogación de una ley que derogaba a otra. En ese caso, la primera norma derogada no “resucita” automáticamente: se requiere una decisión expresa del legislador. Aquí una norma que sustituye a otra es declarada inconstitucional. Aun cuando en el plano de la pura teoría se estimara que la norma anterior no renace por obra de la declaración de inconstitucionalidad, en una cuestión de la trascendencia institucional del Consejo de la Magistratura es deber de la Corte resolver qué efectos concretos tendrá su declaración de inconstitucionalidad. Lorenzetti se limita a pedirle al Congreso que en un plazo razonable sancione otra ley. Si no lo hace, le advierte, “esta Corte procederá a implementar la garantía de independencia del Poder Judicial, en los términos de sus propios precedentes”. Sarasa, habría dicho el ministro Guzmán. El plan “Vamos viendo” aplicado al ámbito judicial. O, para quienes prefieran los símiles futbolísticos, el “siga siga” que caracterizaba al árbitro Francisco Lamolina.
En un remedo de Groucho Marx, [Lorenzetti] podría sostener: “Estos son mis precedentes; si no les gustan, tengo otros”.
Por lo demás, enfrascado en la lectura de Kelsen, Lorenzetti se olvidó de leerse a sí mismo. En “Rizzo”, luego de declarar la inconstitucionalidad de las normas que establecían la elección popular de los consejeros, resucitó a las anteriores. En un remedo de Groucho Marx, podría sostener: “Estos son mis precedentes; si no les gustan, tengo otros”.
El fallo es bienvenido y los jueces de la mayoría han cumplido su misión de velar por el cumplimiento de la Constitución y, en especial, por la independencia del Poder Judicial, que es la garantía de la vigencia efectiva de la República. Sin embargo, no tiene la menor justificación que en un tema de puro derecho, que no requiere de testigos, peritos ni otras pruebas, la resolución final haya demorado quince años. Estas cuestiones deben decidirse con rapidez, porque hacen a las reglas de juego básicas de las instituciones. El fallo no es, ni debía ser, retroactivo. Muchísimos jueces ya han sido designados mediante un sistema que era claramente, desde el inicio, inconstitucional. Es imprescindible que los magistrados se desentiendan de los cambiantes vientos de la política y estén a la altura de su deber.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.