El programa con el Fondo Monetario Internacional, que el gobierno finalmente negocia en estos días a toda velocidad, tendría que haber sido firmado a fines de 2020, o principios de 2021 como máximo. Después de la reestructuración de deuda, cerrada en septiembre del año pasado, con la que se patearon los pagos de deuda con el mercado para 2025 y más allá, lo ideal habría sido sacarse de encima la otra porción de la deuda que podía generar lío: la del FMI. Pero no ocurrió. Ahora, con la guillotina del vencimiento de marzo acercándose a su cabeza, el Gobierno se encamina a resolver el fruto de su procrastinación.
Arreglar la deuda con el Fondo es una piedra en el zapato, para cualquier gobierno. En buena parte porque requiere hacer ajustes y concesiones que, en general, los políticos prefieren esquivar. En Argentina y en todo el mundo. La Argentina cuenta con una experiencia importante. Tuvo 21 programas a lo largo de su historia: el primero en 1958 con Frondizi, el último en 2018 con Macri. El de Alberto Fernández, si llega a buen puerto, será el número 22. Alberto y su equipo, sin embargo, no tienen experiencia con el FMI. Alberto sigue exponiéndose en público como sommelier de capitalismo con frases vacías que no ayudan ni a la credibilidad interna ni le importan a nadie en Washington.
Esta demora en arreglar con el FMI sólo fue posible porque Dios volvió a ser argentino y peronista. No me refiero a Francisco I sino a su jefe directo. Por un lado, los precios de las materias primas que exportamos subieron fuerte desde fines de 2020 y eso le permitió al Banco Central, que estaba casi desahuciado, comprar dólares como loco y generar el cash suficiente para sobrevivir 2021. Por otro, el propio Fondo hizo caer maná del cielo y a la Argentina le llovieron 4.300 millones de dólares de la nada. Esencialmente el Fondo inventó 650.000 millones de dólares y a la Argentina le tocó el equivalente a su participación en el capital del FMI. Sin estos dos milagros, el gobierno peronista no podría haber demorado tanto el momento de sentarse a conversar seriamente con el Fondo.
Esta demora en arreglar el acuerdo con el FMI sólo fue posible porque Dios volvió a ser argentino y peronista.
El problema es que ya no quedan más botones para apretar ni yerba de ayer secándose al sol, como decía el tango. La Argentina seguramente va a pagar los 1.800 millones de dólares que vencen este mes con lo poco que queda de sus reservas, pero no llega a pagar el vencimiento de marzo. Es decir que ahora sus opciones son, como en aquel viejo chiste, dunga o dunga o muerte. Muerte sería caer en default con el FMI: no sólo nos aislaría más del mundo (aunque no creo que sea algo que conmueva a la dirigencia del oficialismo) y sin duda traería repercusiones locales feas: más brecha entre el dólar oficial y los otros, quizás salida de depósitos en dólares. Es decir, la situación actual pintaría como ordenada al lado de lo que implicaría un default con el FMI. Y eso sí les preocupa a Cristina, Alberto, Massa, los gobernadores y cualquier otro grupo de poder en la coalición.
El dunga dunga es porque, en cualquier versión del acuerdo, habrá algún tipo de ajuste. Programa del FMI sin ajuste es como borrachera sin resaca: es lo que todos queremos, pero no existe. Mirando los últimos programas que hizo el Fondo vemos que los ajustes son la regla: Angola, Barbados, Pakistán y Georgia son algunos ejemplos relativamente recientes donde hubo devaluaciones fuertes tras el acuerdo. En términos fiscales, Ecuador tuvo que bajar cinco puntos el gasto y ocho puntos el déficit.
En general, si como país vas a tocar la puerta del FMI es porque estás desequilibrado. Como mínimo te van a pedir que vuelvas al equilibrio. Y eso implica, casi siempre, ajuste. Podría no serlo si el desequilibrio vino por una gran sequía, remediable sin esfuerzo si vuelve a llover. No es nuestro caso. Tenemos alta inflación, alto déficit fiscal, baja inversión, estancamiento hace 11 años, mercados mal regulados, una economía muy cerrada y cepos de todo tipo, desde el dólar hasta la carne, pasando por las cuotas de las vacaciones. Volver a crecer, como propone la receta del Gobierno, ciertamente reduciría el déficit, pero no lo suficiente como para evitar el ajuste. Además, no está claro que la Argentina pueda ir, sin ordenarse, mucho más allá de este rebote de 2021. Por eso: dunga dunga o muerte. O, si las cosas no se hacen bien, también como en el chiste: dunga dunga seguido de muerte.
Hacer un programa no es una llamada
Ahora bien, hacer un programa no es tan fácil como algunos creen y como el oficialismo, con sus declaraciones, parece estar pregonando. Algunos (sospecho que el propio Presidente lo creyó en algún momento) pensaron que esto era cuestión de hacer una videollamada con Kristalina y la cosa ya estaba. Como se dice en Twitter, pero esta vez es verdad: “Es más complejo”.
Lo bueno es que el proceso ya empezó. A la vista de todos, la carta de Cristina Kirchner le delegó la lapicera a Alberto y allanó, al menos por el momento, la cuestión política. Desde lo fáctico (la política a veces no lo es), el viaje de una delegación a Washington para empezar a discutir el programa es el puntapié inicial. Lo de Cristina es positivo en el sentido de que todos entendimos que se reserva el derecho de echarle la culpa a Alberto y compañía, pero que de momento va a dejar que la cuestión avance. Entre líneas, la carta también muestra que CFK está tan convencida de ir al Fondo como los intendentes del conurbano en abandonar sus reelecciones, pero ya veremos cómo lidiamos con ese problema. Ahora hay que llegar a marzo.
Armar un programa con el FMI lleva cerca de dos meses. Hasta ahora se avanzó muy poco. Hubo muchas reuniones “constructivas” entre miembros del gobierno argentino y directivos del Fondo. El adjetivo “constructivas”, que connota algo bueno, ya se convirtió en un hazmerreír: medio que cuando sólo se habla de vaguedades y expresiones de deseos se manda el “constructivas” en la nota de prensa, porque no se puede decir que fue una buena reunión protocolar sin mucha sustancia. Por eso este viaje abre un camino. Acá va a haber laburo.
El Fondo y la Argentina tienen que discutir varias cosas, pero sobre todo tres:
1. Un sendero fiscal a partir del cual el déficit primario de 3,2% o 3,3% del PBI de 2021 llegue a cero en, digamos, 2025. Es decir hay que bajar 0,8 punto por año. Nada del otro mundo, en principio, pero en el programa hay que decir cómo se lograría, y con mucha precisión. Y el staff del Fondo hará su propio análisis para juzgar si las medidas propuestas bajan el déficit en el tamaño sugerido. No puede ser sarasa. Por ejemplo, cuánto tienen que subir las tarifas de luz, gas y transporte para que los subsidios económicos bajen de 3% a 2,5% del PBI. Ese punto por sí mismo ya es una mega discusión y en el Fondo no se van a quedar conformes con un Excel hecho a las apuradas en un asiento de business de American Airlines.
2. Una estrategia para bajar la brecha cambiaria. No hay manera de que la Argentina retome una senda de crecimiento con este tamaño de brecha entre el dólar oficial y los otros. Para eso o baja el techo o sube el piso. Es muy difícil que el techo baje en términos nominales, así que habrá que devaluar el oficial de alguna forma. ¿Se subirán las tasas, hoy negativas, para anclar los precios luego de la devaluación? ¿Cuál será el modelo monetario con el que trabajará Argentina? ¿Habrá limites en la intervención en el mercado cambiario y límites decrecientes a la emisión? Todas estas preguntas son discusiones importantes, en donde lo más lógico es que haya idas y vueltas. El Fondo prueba sus modelos, los funcionarios argentinos defienden los suyos.
3. Un set de reformas estructurales. Las que le gustarían al staff del Fondo no son las que el Gobierno quisiera. Si pudiera elegir, Washington iría por apertura de la economía, baja de impuestos y algo en el plano laboral. La Argentina ofrecerá una reforma impositiva sin baja de impuestos y una reforma en el mercado de capitales. Estas son las cosas menos importantes de corto plazo, pero quizás las más importantes una vez que se estabilice el barco.
Esta discusión no se agota en las reuniones que empiezan esta semana. Habrá al menos una misión de técnicos del Fondo a la Argentina (o quizás dos) antes de cerrar el acuerdo. Cuando el staff técnico tenga el acuerdo más o menos cocinado tiene que hacerlo aprobar por varios departamentos del FMI: el legal, el de mercados de capitales, temas fiscales, etc. Muchas veces miembros de estos departamentos acompañan a las misiones, pero en última instancia los departamentos tienen que dar su conformidad.
El área del FMI que liderará la relación con la Argentina es el Departamento de Hemisferio Occidental, que está estrenando jefe: Ilan Goldfajn, un brasileño nacido en Israel de 55 años que ocupó diversos puestos importantes, incluido el de presidente del Banco Central de Brasil. Tiene un doctorado del MIT, que obtuvo supervisado por Rudi Dornbusch, al igual que su antecesor en el cargo, el mexicano-argentino Alejandro Werner.
Goldfajn forma parte de un grupo de economistas latinoamericanos tutoreados por Dornbusch que incluye a los argentinos Gustavo Cañonero y Federico Sturzenegger, Rodrigo Valdez (exministro de Hacienda de Chile), José de Gregorio (otro exministro chileno) y Christian Broda, entre otros. De esa lista, Goldfajn probablemente sea uno de los más ortodoxos. Algunos dicen con picardía que es el “más Chicago del MIT”.
Goldfajn aterriza en el FMI el 3 de enero próximo. De ahí que el ministro Guzmán parezca apurado y diga que quiere cerrar para Navidad. Dicen que Alberto le dijo a gente cercana que su expectativa es abrochar el acuerdo en 2021. Goldfajn sabe que el fallido programa de 2018 con Argentina le costó el puesto a Werner. Probablemente su instinto no sea consentir un programa blando, sin ajuste y con sarasa.
En cualquier caso, los tiempos no dan. A menos que secretamente el staff del FMI y las autoridades argentinas hayan avanzado ya en las cuestiones técnicas, los tiempos parecen excesivamente generosos para cerrarlo en 2021.
Ajedrez, directorio y Congreso
Además de todo el tema técnico, está la cuestión política local y la del directorio en Washington. La logística óptima parece ser una en que una vez que staff y autoridades tengan cerrado un programa, el documento vaya al directorio, donde en el transcurso de dos o tres semanas sea aprobado. En general los documentos que llegan al directorio, pasan. El staff va interactuando durante el proceso con las sillas clave (típicamente, las de los países del G7, en particular Estados Unidos). Un exdirector me dijo alguna vez que nunca en la historia del FMI se aprobó un programa en el que Estados Unidos (que tiene el 17% de los votos) estuviera en contra.
El ajedrez del staff del Fondo es complejo. A esta altura del partido los técnicos perdieron cualquier esperanza de que la Argentina haga el programa que a ellos les gustaría. La retórica de los argentinos y los temas de liderazgo en el Frente de Todos hacen imposible hacer un clásico programa del FMI. Ahora bien, también en el FMI saben que el directorio no va a aprobar cualquier cosa. En general, los directores representantes de países del G7 tienen en el radar la reputación del Fondo. Hacer un programa excesivamente light tiene el inconveniente de que no resolverá los enormes problemas de confianza de la Argentina y pondrá en riesgo la institución. Es cierto que la Argentina es un gran deudor y al fondo le conviene hacer el roll over, pero no a cualquier costo: 42.000 millones de dólares es mucho dinero, pero no para el G7. Es decir que el staff se mueve en una línea muy finita entre lo que Argentina no firmará y lo que el board no concederá. Eso es otro argumento para pensar que un desenlace rápido no es lo más probable.
El ajedrez del staff del Fondo es complejo. A esta altura del partido perdieron cualquier esperanza de que la Argentina haga el programa que a ellos les gustaría.
En paralelo, mientras se agenda una reunión de directorio para discutir Argentina, el Gobierno tiene que mandar el programa al Congreso. Hacerlo la semana que viene, como anunció Alberto en la noche de las elecciones, no tiene mucho sentido, porque el programa no está. El Congreso está obligado por ley a refrendarlo y no hay más que algunas ideas listas. Y obviamente el Congreso no puede participar de cada ida y vuelta entre el staff del Fondo y los funcionarios de Economía.
De manera que el plan plurianual que presentará Guzmán y que el Gobierno se ocupó de marcar como un hito no tiene mucha relevancia. Puede servir como un complemento del presupuesto que sí debe ser aprobado, pero no mucho más. ¿Es el Congreso, ahora más balanceado, un problema para el acuerdo con el FMI? No parece. Difícilmente los legisladores de la oposición quieran correr con el costo político de bloquear el proyecto. Sobre todo, porque nadie los podrá hacer cargo del componente de ajuste que tenga el programa.
En síntesis, hay altas chances de que la Argentina pueda tener un programa en el verano. Ese programa evitará costos mayores a la economía como una devaluación desordenada, más brecha y un salto inflacionario peor, pero no evitará que haya ajustes fiscales y monetarios. Hacer el programa no es difícil, pero tampoco es soplar y hacer botellas. Habrá mucho trabajo por delante. Las claves serán entender cuán serio o cuán light resulte el programa y cuanto “ownership” hay sobre el programa en el Gobierno. Si ni ellos se la creen, será difícil poder mejorar. Para el staff y el directorio del Fondo tener un programa va a implicar tener a la Argentina más o menos estabilizada y la posibilidad de hacer un programa en serio con el gobierno que asuma en 2023. Al menos esa parece ser la visión de algunos analistas.
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